Ateridos de asombro y dolor, vimos consumirse en las llamas a la Catedral más hermosa. Por fortuna y con aportes de cristianos y judíos, se restauró Notre Dame de París. Quiso instalar y contener a la presencia divina bajo sus elevados techos, mientras que su aguja central perforaba los cielos.
Varias décadas atrás entré en ella, en un día invernal de escasa luminosidad. La inmensa sala se encontraba en semipenumbra y apenas se divisaba la bóveda envuelta en tinieblas. Los enormes rosetones con sus intensos vitreaux, apenas dejaban adivinar tenuemente sus vivos colores. Las paredes opacas y despojadas, las prolijas hileras de bancos cuentan con escasos feligreses.
El silencio se deja escuchar, recubriendo al hombre que se siente pequeño ante esas alturas insondables que lo envuelven. Representación de lo infinito, tanto del poder de los cielos como del poder terrenal, desafían la soledad del visitante que sostiene 70 metros de vacía altura, encima de sus hombros.
Las impactantes fotos del incendio a la catedral de Notre Dame
Cavila mirando hacia la bóveda de crucerías e imagina una línea que se extiende a lo largo de la nave, uniendo los arcos. Siendo lo más elevado de la Catedral, piensa que intenta representar la infinitud de la bóveda celestial. Es cierto que nunca podrá atrapar su desmesura, sin embargo, a la vez la contiene. Pareciera que los cielos requieren ser administrados, mientras uno se siente cada vez más empequeñecido y quizás, teme. ¿Por qué habría elegido entrar, habiendo otras dos, por la Puerta del Juicio Final?
Súbitamente un sonido atronador se impone y sin anticipar brisa alguna, torna al quieto aire gris en ventarrón. ¿Qué digo? Huracán y tornado que se lleva todo por delante, cual imperiosa furia de Dios. Las hileras de bancos naufragan en la inmensidad de la tormenta de un embravecido océano. Los sonidos del gran órgano llenan todo el espacio y sacuden y atraviesan los frágiles cuerpos de los escasos asistentes. Los posee con vibraciones que no pueden ser humanas.
Ese día entendí el eterno peregrinar de los hombres para acotar la desmesura del universo, intentando entender los misterios del nacimiento, el sexo y la muerte. Nunca supe qué pieza ejecutó el organista con su instrumento de hace mil años y tantas veces reconstruido.
Cuando se inauguró, hubiera querido estar allí nuevamente para ser sacudido y sumido por ella. No para comprender los devenires de la vida y el amor – de eso se ocupan los políticos, los sacerdotes y los psicoanalistas - ni siquiera saber quien compuso ese concierto de órgano. Tan solo querría que nuevamente me eleve, arrastre y perturbe a través de esos misterios, que nunca sabré descifrar.