Diciembre ilumina las calles, los hogares… y también aquello que duele. Mientras el mundo parece prepararse para celebrar, muchas personas viven estas fechas con una mezcla de emociones que no siempre encuentran palabras. No sólo por la muerte de alguien querido. A veces por pérdidas silenciosas: un rol que cambió, un proyecto que se interrumpió, un vínculo que ya no es el mismo, un hogar que quedó lejos o una identidad que se está reacomodando.
Desde la intervención en duelos sabemos que el dolor no aparece por debilidad, sino por amor: duele lo que tuvo sentido, lo que nos vinculó, lo que imaginamos que sería. Por eso, cualquier pérdida significativa (más allá de la muerte) activa un proceso adaptativo que necesita tiempo, mirada compasiva y un entorno que legitime lo vivido.
Sin embargo, muchos de estos procesos quedan fuera del lenguaje social. Son los llamados duelos no habilitados, aquellos que no se reconocen porque “no pasó nada grave”, porque “hay que seguir”, o porque incomoda nombrarlos. Cuando esto ocurre aparece un fenómeno profundamente humano: la soledad no deseada. No es la soledad elegida y reparadora, sino esa que se impone cuando lo que sentimos no encuentra un lugar donde apoyarse ni un otro disponible que pueda sostenerlo.
Esa soledad, en el contexto del duelo, suele intensificar el sufrimiento. No es únicamente la pérdida lo que duele, sino la sensación de transitarla sin compañía emocional. Y las Fiestas, con su estética de alegría obligatoria, pueden profundizar esa distancia entre lo que se muestra hacia afuera y lo que se vive hacia adentro.
Por eso, la experiencia en el acompañamiento del duelo nos muestra, una y otra vez, la importancia de las redes de apoyo. El duelo no se vive en aislamiento: se transita en comunidad. Las redes y no precisamente las tecnológicas, sino las formales e informales, actúan como factores protectores, moderan el impacto emocional y sostienen a la persona. A veces la diferencia no está en grandes gestos, sino en pequeñas presencias: alguien que pregunta cómo estamos, alguien que nombra lo que percibe, alguien que ofrece un espacio seguro donde no haga falta esconder la verdad o… alguien que, en su silencio, ofrece su presencia.
Las Fiestas, con su fuerza simbólica, pueden ser una oportunidad para esto: para acercarnos con preguntas sencillas, aunque profundas: ¿cómo llego a este fin de año?, ¿qué me está costando?, ¿qué me gustaría que otro pueda escuchar sin apuro?
También podemos ofrecernos a nosotros mismos un poco de honestidad emocional. Reconocer que es posible sentir gratitud y nostalgia al mismo tiempo. Que celebrar no significa negar lo que duele. Que sostener a otros, y dejarnos sostener, es un acto de humanidad compartida.
Nombrar un duelo no arruina la celebración. La vuelve más verdadera, más humana.
Tal vez este diciembre podamos identificar a quienes transitan sus días con más peso del que muestran y acercarnos con un gesto simple: presencia, escucha, compañía. Porque al final, lo que sostiene no es la ausencia de dolor, sino la presencia de vínculos capaces de mirarnos con ternura, justo en ese punto donde la soledad no deseada intenta instalarse.
*Profesora de la Maestría en Intervención en Poblaciones Vulnerables de la Universidad Austral.