OPINIóN
Diario de un optimista

Ante la guerra ¿qué opción tienen los judíos?

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Símbolos. “Herencia colectiva de la que no podemos desembarazarnos.” | shutterstock

No deseo a nadie ser o convertirse en judío; es demasiado complicado. Para empezar, ¿cómo se define quién es judío y quién no? Algunos rabinos consideran que, para ser judío, hay que nacer de una madre judía. Pero en la tradición hebrea, los textos se contradicen y los rabinos no son papas; su autoridad solo se aplica a sus discípulos. Personalmente, soy judío sin rabino y no conozco a ninguno. Esta definición étnica, adoptada por la Inquisición y los nazis, no resiste un examen; los judíos no son iguales y basta con visitar Israel para comprobar su diversidad. El judío biológico se parece más a la región del mundo de donde procede: eslavo, africano, indio, árabe, etcétera.

¿Deberíamos definir a los judíos por su religión? Pues bien, resulta que muchos de ellos, cerca de la mitad, en Francia, Argentina y Estados Unidos, se declaran ateos. Por tanto, se puede ser judío y no creer ni en Dios ni en el destino del Pueblo elegido. El judío ateo o el judío vagamente creyente o vagamente practicante no es menos judío. ¿Por qué esta paradoja? Porque todos los judíos, aunque sean incrédulos y mestizos, comparten una misma historia, una misma experiencia: la del exilio y el antisemitismo.

Cargamos con una herencia colectiva de la que no podemos desembarazarnos, porque nunca y en ninguna parte estamos completamente integrados, y si perdiéramos este sentimiento de exilio, siempre habría algún antisemita para recordarnos nuestra diferencia. Y encima, Israel lo complica todo al obligar a los judíos, dondequiera que vivan, a tomar partido, lo que no es evidente.

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Durante mucho tiempo, los judíos en el exilio –la diáspora– consideraron que no necesitaban un Estado, ni siquiera una tierra, para seguir siendo judíos; el Libro era suficiente, para qué cargar con la política. Cuando los romanos tomaron Jerusalén hace veinte siglos, el historiador Flavio Josefo, que participó en el combate, era un oficial romano: a pesar de ser judío, temía la furia de algunos de sus correligionarios, los zelotes dispuestos a morir por un trozo de colina y un montón de piedras. Este abismo entre los judíos del Libro y los judíos de la Tierra nunca se ha cerrado. Cuando, a finales del siglo XIX, los judíos de Rusia y Francia, entre los pogromos y el caso Dreyfus, concluyeron que escapar del antisemitismo exigía refugiarse en una tierra apartada, estos primeros sionistas pensaron en Argentina, Uganda y Madagascar.

Theodor Herzl, considerado el fundador del Israel contemporáneo, no era partidario, en principio, de un regreso a Palestina, pues sabía que ya estaba poblada y que el conflicto con los árabes sería inevitable. Se unió a Palestina solo después de admitir que, sin la mística de los orígenes, los judíos permanecerían en Europa.

Así que los pioneros, mis tíos, por ejemplo, fundaron Tel Aviv en medio del desierto, con la esperanza de no invadir tierras árabes. Y dado que eran socialistas y ateos, pensaban que su ideología laica no ofendería las creencias de sus vecinos musulmanes; una ingenuidad mal recompensada por las nuevas naciones árabes que se definieron en oposición a Israel, en gran parte para legitimarse. Estos árabes antisionistas se encontraban, paradójicamente, en el mismo campo que los integristas judíos de Francia y Estados Unidos, que consideraban impío restaurar un Estado de Israel sin esperar el regreso del Mesías. Estos ultraortodoxos prefirieron quedarse en Nueva York y París hasta 1967, cuando la conquista de Jerusalén por parte del Ejército israelí cambió su visión del mundo. En lugar de esperar al Mesías en el exilio, emigraron en masa a Israel para acercarse al Fin de los Tiempos y ahora se esfuerzan por transformar este Estado, que alguna vez fue socialista, en una teocracia conquistadora.

¿Cómo deberían relacionarse con Israel, especialmente en tiempos de guerra, la mitad de los judíos, que no viven en Israel y no tienen ninguna intención de emigrar allí? La primera opción es declararse sionista a distancia: se apoya a Israel en cualquier circunstancia, sin correr ningún riesgo. La segunda opción es declararse antisionista: se está en contra de Israel, al que se define como colonialista, y se simpatiza con los palestinos, también a distancia. El antisionista se cuidará mucho de llamarse a sí mismo antisemita, aunque a veces la distinción no esté del todo clara.

Queda una tercera opción, minoritaria, que es la mía: el asionismo. El asionismo supone reconocerse como judío, ateo o creyente, sin confundir el destino del judaísmo con el del Estado de Israel. El asionista está a favor de la creación de un Estado palestino o, mejor aún, de una federación judeopalestina según el modelo suizo.

Si los israelíes razonables y los palestinos razonables pudieran llegar a un entendimiento, creo que la solución suiza sería la única garantía de paz a largo plazo y de prosperidad compartida. También sería una hermosa lección para los déspotas árabes de la región. Esta opción es totalmente utópica porque los israelíes razonables, igual que los palestinos razonables, son rehenes de los fundamentalistas, judíos y musulmanes.

Para poder emprender una negociación habría que enviar a estos judíos ultraortodoxos de vuelta a Brooklyn, de donde proceden, y a Hamás, a Irán, que lo financia. Nada de esto ocurrirá en nuestra época; el fuerte dicta a los débiles una ley férrea de la historia. Pero Israel es también la tierra de los milagros, por eso seguiré siendo asionista.

 

*Filósofo y autor francés.

Producción: Silvina Márquez.