“¿Heisenberg? Tienes toda la puta razón”.
Si el verdadero Werner Heisenberg, no el evocado en este crucial diálogo de la serie Breaking Bad, hubiese tenido éxito al frente del programa atómico del régimen nazi, hoy no estaría escribiendo esta columna en PERFIL sino en una edición argentina de Das Reich, el semanario creado en 1940 por Joseph Goebbels.
La adquisición de una ventaja decisiva en el plano científico y tecnológico tiene este tipo de consecuencias profundas. Semejante desequilibrio conseguido por Estados Unidos en aquel conflicto bélico redujo todo el armamento conocido a la categoría de arco y flecha. Hiroshima y Nagasaki dieron lúgubre testimonio. En el mundo actual, con cinco países reconocidos como “nuclearmente armados”, y otros tantos que hicieron experiencias en la materia, predomina el escenario de la disuasión nuclear. Ninguna potencia tiene la capacidad del golpe único definitivo sufrido por aquellas ciudades japonesas en 1945.
La historia continúa. Ese capítulo central de la dura puja científico-tecnológica entre Estados Unidos y la Unión Soviética, extendida al terreno militar, prevalece desde la segunda mitad del siglo XX. Puntualmente, a partir del primer ensayo nuclear soviético en 1949, hasta la última prueba atómica coincidente con la caída del Muro de Berlín en 1989.
Pero la historia no acaba ahí. El escenario de mutua destrucción asegurada continúa vigente hasta la fecha. Las armas nucleares, sin perjuicio de las ácidas polémicas que acarrean, siguen siendo un seguro internacional de cierta convivencia o, dicho de otro modo, un garante eficaz del fin del derramamiento de sangre a gran escala. En tal sentido, Hiroshima, Nagasaki, así como el primer experimento atómico soviético RDS-1, inauguran el primer capítulo y seguramente no el último de la saga de guerras frías, es decir, disputas en el plano científico, económico, tecnológico y político, donde la dimensión militar excluye de antemano la utilización de armas de destrucción masiva.
En el presente, la competencia entre Estados Unidos y China, el ocupante de la silla vacante dejada por la Unión Soviética, no puede encuadrarse bajo el paradigma de la guerra fría 1.0. ¿Cómo podría equipararse con ella cuando el gran challenger asiático adoptó con fervor y hasta perfeccionó el mismo sistema económico que su contrincante y hoy comercian entre ambos, chisporroteos mediante, alrededor de 630 mil millones de dólares anuales?
En ese aspecto, la polarización entre ambas potencias hoy está marcada por un enfoque radicalmente diferente al predominante respecto del desaparecido imperio soviético. En particular, la orientación reformista impulsada por Deng Xiao ping desde la década del 70 le dio brío en Estados Unidos al credo impulsado por ideólogos influyentes como Milton Friedman. Su vaticinio respecto del devenir de los regímenes autoritarios fue naif. Las inversiones y la incorporación de China a la Organización Mundial de Comercio no estimularon su democratización.
Viejas y nuevas encrucijadas. La profunda interdependencia entre las dos grandes potencias en el ámbito comercial, financiero y de las inversiones devela una clave fundamental del mundo actual. ¿Cómo pensar en términos de las disyuntivas de hierro de los tiempos de la guerra fría 1.0 cuando hoy Estados Unidos y China mantienen relaciones carnales no solo en aquellas dimensiones, sino también en múltiples campos como el patrocinio de universidades prestigiosas como Harvard, California del Sur o Pensilvania e, incluso, de muchos líderes políticos norteamericanos que financian sus campañas mediante el apoyo indirecto de grupos económicos chinos, socios de grandes corporaciones norteamericanas?
Bajo ese paraguas internacional actual, Argentina no tiene ninguna presión política, menos designio divino, para optar por A o por B, y está libre de manos para aprovechar oportunidades en función de sus intereses. En el terreno agroalimentario, la complementariedad con China es nítida.
Mientras que los productos top de exportación de nuestro país a Estados Unidos en 2018 fueron, en este orden, el vino por US$ 260 millones y los jugos de fruta por US$158 millones, las exportaciones de soja a China alcanzaron en igual período US$ 1.300 millones y la carne bovina US$ 861 millones. La única verdad es la realidad. Más teniendo en cuenta que, de 1.600 millones de chinos, todavía hay mil millones que nunca hicieron un viaje en avión. Y, su contracara, que todavía no diversificaron el contenido de su heladera y/o bodega. Ello revela el promisorio sendero de expansión de la clase media china que debería profundizarse en la medida de que el gigante asiático retome su ritmo de crecimiento pre covid-19. Pero ello no será mágico. Nuestra actual factura exportadora hacia uno y otro destino está complementada por minerales y otros productos primarios, y el balance final es deficitario, en ambos casos: US$ 10 mil millones de importaciones versus US$ 4 mil millones de exportaciones.
Exportaciones. Es decir, antes que cualquier ejercicio de innecesaria, así como precipitada, definición de política exterior, Argentina tiene una acuciante necesidad de mejorar su performance exportadora, en el marco de un mundo que sintoniza a la perfección con el lema de su actual fuerza gobernante. “Es con todos”. Nadie le puede exigir a nuestro país un alineamiento rígido que hoy no cultivan ni las propias superpotencias. Si Estados Unidos va a la China y viceversa, ¿por qué Argentina debería optar entre uno u otro? En la arena internacional actual, la equidistancia resulta la mejor guía estratégica, siempre y cuando no se trate del ámbito tecnológico. En esta zona, el mundo está recorriendo el primer tramo de una irreversible guerra fría tecnológica, cuya fecha de arranque fue marzo de 2016 con la imposición de restricciones por parte de la administración Obama al ingreso de los teléfonos celulares chinos ZTE y el bloqueo de la compra de la fábrica de chips Aixtron por parte del fondo chino Fujian.
A tales eventos hay que sumar la multa de US$ 1.200 millones a ZTE, la obstrucción del takeover de Qualcomm por parte de la singapurense Broadcom, el bloqueo al mercado de semiconductores estadounidenses y, el más resonante, la detención en Canadá de la directora financiera de Huawei en 2018. Todo este ruido no es casual. Este ariete tecnológico oriental conocido por el 5G es un componente esencial de la estrategia de desarrollo china alrededor de una cuarta revolución industrial que incluye, además de la inteligencia artificial, otros componentes como robótica y biotecnología.
Ello explica el intenso lobby de Estados Unidos tendiente a bloquear la entrada de Huawei en Grecia y Portugal, al igual que en Alemania, Australia, Polonia y en otros países donde la firma china logró penetrar parcialmente como Francia, Italia y Reino Unido, entre otros. La profunda digitalización estimulada por el covid-19 no hizo más que exacerbar esta zona caliente de disputa ligada al futuro y a la innovación.
Acierto. En este ámbito, resultó una señal política muy acertada el reciente acuerdo entre Argentina y Chile para sumarnos al proyecto de cable submarino transpacífico Puerta Digital Asia Sudamérica. En particular, una muestra de que nuestro país jugará en tándem con Chile y, desde allí, junto a Nueva Zelanda, Australia y Japón, en un proyecto que originalmente conectaba a Chile con China sin escalas, con Huawei como principal proveedor. Al igual que ocurrió con el despliegue de la firma oriental en Europa, Estados Unidos bloqueó la iniciativa china, dejando en claro que, a diferencia del ámbito comercial o del financiamiento de infraestructura, no hay margen para la equidistancia, menos para el poliamor, en el plano tecnológico. Esta es apenas una primera evidencia de que estamos transitando la primera etapa de la nueva guerra fría tecnológica donde caben dos decisiones posibles, pero nunca una tercera de quedarse al margen. Ya cometimos un error garrafal de política exterior en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, casi irreparable. Que no se haga costumbre.
*Autor de Estados Unidos versus China, Argentina en la nueva guerra fría tecnológica. @DanielMontoya