En cualquier actividad humana hay diferencias que enriquecen las relaciones, en tareas intensas que incluyen armonía y fricciones, discusiones y consensos. Un necesario clima de normalidad pide que cada uno escuche al otro y busque trabajar en paz. También en el tránsito, en el trabajo, en la familia, puede haber asperezas –¡cómo lo hemos vivido estos meses!–, pero existe, sobre todo, el deseo de una convivencia que crezca también a través de pequeños y grandes problemas. Hay conflictos, pero también, profundamente arraigado en cada uno de nosotros, el deseo de resolverlos, primero, por las buenas. Si esto es así en la vida diaria, ¿por qué debería aceptarse la violencia en la discusión pública?
Una perspectiva política considera que el conflicto es lo natural en la sociedad, y que se debe resolver a través de la lucha (de clases, de sexos, de etnias). ¿Es ese el único camino para superar lo que nos diferencia? ¿Hay que promover la confrontación para resolver nuestros inocultables disensos, e imponer la lógica del más fuerte?
La crisis nos pone frente a un futuro que será lo que elijamos: una sociedad en lucha o una comunidad dialogante. Todos peleados o todos juntos. Propongo algunas consideraciones del papa Francisco en su documento maestro, Evangelii gaudium, que pueden inspirarnos en este momento: Estado e instituciones, sociedades intermedias, y cada ciudadano.
Decía el Papa, muchos años antes de la pandemia, que “al Estado compete el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad (…) con gran esfuerzo de diálogo político y creación de consensos: desempeña un papel fundamental, que no puede ser delegado”.
La sociedad civil, por su parte, no puede evadir su responsabilidad: cada ciudadano, los sindicatos, las comunidades empresariales, los movimientos sociales, los medios de comunicación, tienen responsabilidad por un bien que es común.
Sin ingenuidades, es importante tomar partido en las diferencias, pero reconociendo que estamos hechos para la armonía, y no para el conflicto. Contra la lucha de clases, el pensamiento social cristiano propone la amistad cívica. Dice Francisco: “El conflicto no puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser asumido. Pero si quedamos atrapados en él, perderemos perspectivas, los horizontes se limitan y la realidad misma queda fragmentada. Con corazones rotos en miles de fragmentos será difícil construir una auténtica paz social”.
Dos actitudes parecen poco deseables: la indiferencia y el derrotismo. Ante la violencia, no pocos prefieren hacerse a un lado, dejando pasivamente espacio a la fuerza, cuando una personalidad madura pide enfrentar, serena y firmemente, esos desafíos: “Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara, se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso”.
Los antagonismos no se resuelven negándolos ni exacerbándolos, sino llevándolos a un diálogo profundo. Hay problemas habitacionales que se resuelven en ocupaciones: ¿no se pueden plantear en la discusión los dos extremos que se enfrentan? Porque hay razones de los dos lados. Un Parlamento presenta facciones opuestas acusándose: ¿no pueden dejar de demonizarse y dar ejemplo de búsqueda de consensos? Está más presente la estrategia de gritar más fuerte, la lógica del dominio, no del consenso. Urge preparar el terreno del diálogo público para una crisis que tendrá muchas voces, con intereses distintos, las más de las veces complementarios (no necesariamente en pugna). Siempre cabrá una opción de diálogo no beligerante, porque es lo que pide en su interior cada ciudadano. Así, “se hace posible desarrollar una comunión en las diferencias, que solo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda: la unidad es superior al conflicto. Las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida. [El conflicto se resuelve] en un plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades en pugna”.
Nuestro futuro dependerá de cómo planteemos el presente. Elijamos el diálogo, que será intenso, como camino para resolver nuestras antinomias educativas, habitacionales, sociales, económicas, políticas. Cada ciudadano (en particular aquellos a quienes delegamos nuestro poder, los políticos) es responsable de la paz posible pero amenazada. Seremos mañana lo que elijamos hacer hoy.
Nos dice el Papa: “La diversidad es bella cuando acepta entrar constantemente en un proceso de reconciliación, hasta sellar una especie de pacto cultural que haga emerger una ‘diversidad reconciliada’”.
*Teólogo. Capellán del IAE Business School y profesor de la Universidad Austral.