Durante la pandemia COVID-19, se han puesto de relieve desigualdades muy arraigadas en la cultura de nuestras sociedades en materia de acceso, apropiación y uso de espacios, bienes y servicios. En un contexto de restricciones y escasez, la segregación social y la discriminación racial se refuerzan como -lamentables- patrones de intercambio.
En un artículo reciente Daniel Mato explica que “el racismo es una ideología según la cual los seres humanos seríamos clasificables en razas, algunas de las cuales serían superiores a otras”. Una ideología que “sirvió de sustento al colonialismo europeo y ha continuado reproduciéndose en los estados republicanos, que en el siglo XIX se constituyeron a partir de ella”.
Desde entonces, e incluso en la actualidad, los sistemas sociales, políticos y educativos, en tanto espacios de producción y reproducción de los valores culturales dominantes, juegan un rol clave en la capacidad de conservar o erradicar diferentes formas de discriminación social. Aunque frecuentemente, una porción amplia de sus integrantes transmite inercialmente diferentes expresiones de discriminación.
Discriminación. Una de las formas corrientes de discriminación sucede cuando se diferencia a las personas según el color de piel. Y, sobre todo, cuando esta diferenciación conlleva calificativos negativos, determinados únicamente por la estética. Pero esta es solo una forma en la que se manifiesta el racismo. Hay muchas otras. Como la distinción entre el porteño vs el Conurbano, o el cruce de categorías con el interior del país o simplemente con todo aquél que no responda a los patrones de representación dominantes. Bernardo Blejmar dice que en una organización la trama de interacciones existentes circula a través de las conversaciones que se intercambian en su seno. Estas tejen una red, que adquiere, en sus recurrencias, una forma impregnada por la cultura del contexto. La cultura es el marco de referencias compartido por un colectivo social para valorar y operar sobre una realidad determinada.
En este campo reconfigurado de pandemia se exacerbaron las formas de condena exprés: la condena visual por lo que llevas (o no llevas) puesto, un gap o salto al vacío en el proceso de construcción de instituciones sólidas. En esta construcción, el modo en que usamos los gestos o las palabras, en tanto recurso distintivo de las redes de intercambio socio-cultural, adquiere una relevancia fundamental. En este punto recupero la valiosa distinción que hace la escuela francesa de psicoanálisis cuando distingue entre la palabra vacía y la palabra plena. La palabra vacía se despliega en la búsqueda de formas y arma distancias entre la conversación pública y la privada. El sujeto se aleja y no se reconoce en el decir del actor social, político-. La palabra vacía distancia, crea sospecha. En cambio, la palabra plena funda un espacio de confianza más allá de las emociones que dispara y alude a un compromiso del hablante con lo que dice y pretende hacer, entre sus palabras, su pensar y su sentir. La confianza, dijo el gran sociólogo alemán Niklas Luhmann, opera como un gran reductor de la complejidad social, es indicador de salud y competencia institucional, “es un capital directamente subsidiario de la integridad y calidad de la palabra”.
Responsabilidades. El racismo ha sido naturalizado en buena parte de las sociedades latinoamericanas, y los sistemas culturales tienen buena parte de responsabilidad en ello. Las consecuencias son graves porque cada vez son más jóvenes de diferentes niveles formativos los que participan en la circulación y naturalización del racismo en diferentes esferas de la vida social. Cotidianamente aceptamos utilizar la palabra vacía, la mirada cosmética que condena y la distinción que castiga lo heterogéneo como no constitutivo. Si para la conformación de un Estado-Nación (1880-1930) la estrategia dominante consistió en homogeneizar y crear valores comunes dominantes, en esta era de interacción global y complejidad social e institucional se requiere absolutamente todo lo contrario. Aumentar el uso de la palabra plena, basada en el desarrollo de sistemas de confianza y creación de lazos que perforen la mirada de la superficie.
A pesar de los esfuerzos jurídico-normativos a nivel global y local, estas formas de relación social persisten y evidencian que, de alguna manera, gran parte de la responsabilidad está en la capacidad de agencia, participación y organización de la comunidad. Una tarea desafiante si se tiene en cuenta que una de las principales potencias del mundo, como lo es Estados Unidos, materializa a diario el abuso policial por cuestiones raciales, que a simple vista cuentan con la complicidad sostenida de una amplia porción de la sociedad. El antropólogo Philippe Bourgois en su libro “En busca de respeto” describe la desigualdad estructural que se reproduce hace décadas en los barrios segregados de Nueva York, con una metáfora: “Aquí la luz lustra lo oscuro. Hasta que queda como nuevo. Te venden lo que no pediste. Y no te dejan olvidar lo que jodiste. Nuestros hijos nacen como rosas. Sin espinas. A la larga los esquinan, el racismo y el desdén”.
Algunas ciudades europeas muestran recorridos muy otros en relación con la erradicación de este tipo de valores segregatorios. Desde el avance de estudios socio-urbanos sobre el modo en que se apropian las personas del espacio público (escenario vital para el intercambio social) hasta el desarrollo de estrategias de integración cultural donde se observa una mayor aceptación de lo diverso en el universo de interacciones comunitarias. Londres muestra progresos notables en este sentido, así como se evidencian los esfuerzos de países centrales como Alemania por romper con las barreras que estigmatizan, aun cuando sus iniciativas no estén exentas de tensiones o reacciones opuestas. En cualquier caso, se trata de temas que se problematizan, se abordan y discuten, asumiendo que su naturalización y falta de inclusión en las agendas de la sociedad refuerzan los esquemas de desarrollo desigual y daña gravemente los principios de justicia social.
Diversidad. Nuevamente, la llave para consolidar relaciones donde la solidaridad y el respeto a la diversidad de ideas sean nuestro horizonte, parece estar en lo que permitimos (o no) como organización social. Sigamos trabajando por aumentar formas de intercambio acordes a los complejos retos que nos impone el futuro. El desacuerdo forma el núcleo de la lógica de lo político. Jacques Ranciere dice que cuando “cuando ya están determinados los lugares o las partes en la comunidad, no hay política sino poder de policía.
Por todo esto, nutrir los debates desde la diversidad no solo contribuye a mejorar la agenda de debate público sino –sobre todo- a crear escenarios de interlocución e influencias equivalentes. Es positivo posicionarse reflexivamente frente a otros, porque como dice Blejmar: estamos signados por nuestra cultura, pero a la vez la cultura es un espacio de diseño abierto: podemos crear y recrearla.
*Politóloga y doctora en Educación.