Este mes hubiera cumplido 74 años Henning Mankell. El autor sueco supo retratar magistralmente una cara diferente de Suecia y del mundo. Su obra más apreciada es la saga de Kurt Wallander: ¿por qué lo queremos tanto?
Juguemos: yo digo “policía de edad madura, con problemáticas familiares, entrado en kilos y con ninguna intención de cuidado alimenticio”. Alguien no ávido en el mundo de Mankell quizás pensaría en el jefe Górgory. Pero en cuanto le agregamos sagacidad, destreza y agudeza en el análisis de cada caso, nos corremos enseguida de ahí y, con una pizca de ternura y de amor por la verdad y por lo que hace, aparece la figura del gran Kurt Wallander. La semana pasada su creador hubiera cumplido años y, sumado a la segunda temporada de la serie que se estrenó hace poco, mi amor detectivesco vuelve al protagonismo de mi rutina. ¿Y si lo leo otra vez?
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Que la muerte de Henning Mankell, a sus tempranos 67 años, nos angustió a sus lectores es un hecho. Demás está decir que toda su prolífica obra es extraordinaria. Pero leer la saga Wallander equivale –a ver quién me desmiente– a ponerte en el papel de Annie Wilkes, la protagonista de Misery, de Stephen King. Bah, yo era/soy medio así; qué se puede hacer ante la necesidad de satisfacer la vertiginosidad de una trama policial tan bien llevada. Devorar un libro detrás del otro. Como si no hubiera un final. Pero lo hubo, y así como el final del detective, en El hombre inquieto, fue un sacudón (no confirmo ni niego que Wallander muera: lean las novelas, que valen la pena, y descubran con sus propios ojos porqué digo lo que digo), la ausencia física de Mankell produce una falta literaria desde 2015.
Con el recuerdo de su natalicio, repaso mentalmente su obra (y con mis ojos sonrientes el estante que tiene con exclusividad en mi biblioteca), pero sobre todo recupero un interrogante que es colectivo, compartido por cuanto lector con ojo crítico en el género policial sé que se pregunta: ¿por qué lo queremos tanto a Wallander? ¿Qué lo hace ser un personaje tan entrañable y especial? ¿No es, acaso, ese hombre al que queremos invitar a cenar y a sabiendas de que él llegaría con una botella, no solo porque la cultura sueca marca que no se puede caer con las manos vacías a casa ajena, sino porque le sale naturalmente (a veces con ayuda de Ebba, la secretaria que quisiéramos clonar y poner en cada mostrador de la administración pública) el ser correcto?
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Y creo que ahí hay un punto de inflexión, porque en su corrección se encuentran todos los matices propios de la bajeza del ser humano. La corrección en él tiene un límite, que se anima a traspasar y a correr constantemente. La dicotomía entre el bien y el mal lo perturban y una, del otro lado de las páginas, no siempre sabe cómo acompañarlo y salir moralmente impune. ¿Por qué, con ese perfil a cuestas, Wallander convoca? Porque lucha contra sí mismo y contra sus demonios, y a veces falla. Porque trata y trata, y en ocasiones no puede. Porque, en definitiva, es humano. Y por eso se parece a cualquiera de nosotros, seamos policías o no. Es fácil extrapolar su esencia de personaje tenso, desolado e insatisfecho a una cotidianidad rutinaria y común. Yo creo que por eso lo queremos.
La pluma de Mankell impregnó a su alterego (no tengo pruebas ni dudas de que Wallander lo es) de una empatía y de un humanismo que ni siquiera rozan lo heroico, y me parece que es justo ahí donde se esconde la magia de Kurt Wallander. Con todas (¡pero todas, eh!) las de la ley literaria para ponerse la capa del redentor del género detectivesco… este personaje sabe estar en un segundo plano, más terrenal, más mundano y, por eso, más nuestro. ¿Nos hubiera gustado, como fanáticos sedientos de más clímax policial, una narración en primera persona, al estilo de Kostas Jaritos? Obvio, pero no hubiera sido el Wallander al que abrazamos.
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Claramente hay un concepto que sobrevuela cualquier historia de policías y detectives, y que me permití callar hasta aquí: la corrupción. En la cuarta entrega, El hombre sonriente, al quedar cara a cara con esta faceta turbia de una parte de la sociedad, Wallander se cuestiona su incapacidad de ser sincero. Y esa reflexión es otro de los grandes motivos que nos enamora de Kurt, porque logra, con su presteza inconmovible frente a lo podrido que está el sistema (sí, sí, hablamos de Malmö, Suecia), desde su lugar –ese despacho desordenado que cada lector habrá reconfigurado en su cabeza más de una vez para tratar de bajar el nivel de nerviosismo y ansiedad cuando el detective necesita una simple lapicera con la cual tomar notas– Wallander conoce, descree, discrepa, critica, argumenta, se enoja, da portazos… y empieza cada día sabiendo que es una pieza más de esta máquina que, al menos, no empeora al sistema. Kurt Wallander es, en definitiva, un poquito de la grasa que hace que cada engranaje gire para el lado que le corresponde y nos deja, al final de cada historia, cerrar el libro con la certeza de que, a veces, queda un poco de esperanza en la humanidad.
A tu salud, Henning querido.
* Daniela Gaitán. Lic. en Gestión Educativa y en Enseñanza de la Lengua y la Literatura. Candidata al Doctorado en Diversidad Cultural. https://www.linkedin.com/in/daniela-gaitan/