Las imágenes del pasado 6 de enero, con la “turba” (mob, como la calificaron los medios incluso antes que los políticos) irrumpiendo en el edificio del Congreso estadounidense, han generado variados comentarios, todos centrados en torno a la democracia y su fragilidad, nada menos que en la mayor potencia mundial. Un llamado de atención que se produce en una nación a la que el discurso de su dirigencia y sus publicistas de todo el planeta ha reiteradamente identificado con el sistema democrático, ese “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” como lo definía el gran republicano Abraham Lincoln.
El fantasma de la cruz gamada. Para los propios estadounidenses, a uno y otro lado de la evidente polarización que esos hechos pusieron en escena, se trata de la peor crisis institucional de la que tengan memoria, (Watergate inclusive). Y no faltan, dentro y fuera de Estados Unidos, quienes recordaron los acontecimientos de la Alemania de entreguerras, como el Putsch de Múnich en 1923, primer intento fallido del nacionalsocialismo por hacerse del poder.
Alguien a quien no puede acusarse de “izquierdista”, el ex gobernador republicano de California y actor Arnold Schwarzenegger, equiparó el “asalto al Capitolio” con la Kristallnacht, con trágicos recuerdos familiares de su Austria natal. Seguro ha mezclado dos situaciones separadas entre sí por cinco años: la quema del Reichstag, el Parlamento alemán, en 1933, que le permitió a Hitler obtener poderes de excepción que usó para consolidarse como Führer todopoderoso, y el megapogrom antisemita de 1938, la “Noche de los cristales”, ejecutado ya en pleno Tercer Reich. Pero el mensaje del actor y político es claro: la democracia estadounidense corre el riesgo de sufrir el establecimiento de un liderazgo análogo al del nazismo.
Totalitarismo y sus primos autoritarios. Bajo una mirada más general, a lo largo de los últimos cien años la democracia, como idea y como sistema institucional, ha atravesado una serie de crisis y reconfiguraciones que conviene tomar en cuenta antes de abordar la situación en el corazón del imperio. Cien años atrás, en la primera posguerra pronto convertida en “período de entreguerras”, el mundo atravesaba la crisis de los sistemas institucionales liberales, a los que suele identificarse con la democracia. Comenzaba la época de los totalitarismos que irían extendiéndose por Europa y Asia, primero, para convertirse en protagonistas del escenario mundial a partir de la crisis generalizada en la década de 1930.
También en países que no tuvieron regímenes a los que se pueda calificar sin más de totalitarios, en aquella época la norma la constituyeron el autoritarismo y la denegación de principios republicanos básicos como el sufragio. Baste pensar en la realidad latinoamericana, donde ni la “Suiza sudamericana”, la República Oriental del Uruguay, se libró de aquel proceso, como lo atestigua el gobierno de facto de Gabriel Terra entre 1933 y 1938. Incluso en naciones que conservaron la vigencia de los mecanismos institucionales, la república estuvo al menos parcialmente afectada por prácticas que fortalecieron el rol del Ejecutivo y de organismos públicos o mixtos, que en mayor o menor medida respondían a las directivas del gobierno, dejando en evidencia el debilitamiento de instituciones democráticas y participación ciudadana.
En ese sentido, tanto el New Deal de Franklin Delano Roosevelt (FDR) o las políticas de los gabinetes ministeriales del Reino Unido entre 1923 y 1937, con la alternancia entre el conservador Baldwin y el laborista Ramsay MacDonald, pudieron comprobar que el mayor intervencionismo estatal no se refería sólo a la economía sino que abarcaba ampliamente instancias de decisión que antes correspondían a la actividad privada, a la acción parlamentaria o a las facultades de los gobiernos locales.
Estado de Bienestar, democracias y populismos. Con la derrota de las potencias del Eje (Berlín-Roma-Tokio), el fin de la Segunda Guerra Mundial convirtió a las democracias en el canal de construcción del Estado de Bienestar, partiendo de esas estructuras se introdujeron formas de participación o representación ampliada. De igual modo la versión socialdemócrata-laborista-socialista como la socialcristiana apostaban a medidas que debían sacar a la institucionalidad republicana de su crisis, por vía de la ampliación de ciudadanía en los planos político, social, económico y cultural, estableciendo un progreso general que asegurara a las grandes mayorías una vida mejor y garantizara una mejor convivencia, por medio de la negociación y búsqueda de consensos.
Para la Iglesia y los católicos era la reivindicación de su Doctrina Social, que desembarazada de las acusaciones de “reaccionarismo” del reciente pasado, cobraba nuevo impulso, hasta llegar a la renovación consagrada en el Concilio Vaticano II.
En los países donde tenían mayor adhesión esas ideas, Italia y Alemania Federal, sus partidos se llamaron demócratas cristianos como muestra del prestigio que, tras la guerra y las experiencias totalitarias, recuperaba el término.
Tan fuerte era la atracción ejercida por la expresión democracia, que hasta los regímenes instalados en el Este europeo, Ejército Rojo mediante, se autoproclamaban “democracias populares”. Mientras tanto en Estados Unidos, se iniciaba un boom que abarcaba a la producción, al consumo y hasta a la natalidad, y la vigesimosegunda enmienda constitucional de 1947, al limitar los períodos presidenciales a dos per cápita, ponía fin a la consolidación de liderazgos fuertes como había sido el de FDR y, con ello, buscaba fortalecer el carácter democrático de la República.
En las sociedades periféricas, el Estado de Bienestar fue obra, mejor o peor lograda según los casos, de regímenes catalogados de “populistas”. Si las naciones del centro podían, relativamente, presentarse como las representantes virtuosas del modelo, en los países periféricos las condiciones de partida habían sido más complicadas: bajos niveles de inversión, de productividad y de desarrollo tecnológico y desigualdades sociales muy grandes más desequilibrios regionales, formaban un combo de altos niveles de conflictividad y fuertes resistencias a los cambios. Tuviesen o no sus gobernantes voluntad de negociar o consensuar entre grupos y sectores, las políticas económicas, sociales y culturales ligadas a la ampliación de ciudadanía, en la mayoría de los casos se aplicaron por vía de imposición mayoritaria en el mejor de los casos y autoritaria en el peor. Lógicamente esta variante, obtuvo éxitos parciales y de breve duración y también fracasó como sistema, al no lograr que convivieran por mucho tiempo el capitalismo, la inversión, la eficiencia económica, la incorporación de tecnología y la justicia social.
El sueño llega a su fin. Los avisos de que el sueño llegaba a su fin aparecieron en la segunda mitad de la década de los sesenta, con la creciente población juvenil que no hallaba horizontes, tanto en sociedades de la “periferia”, para usar la expresión de Prebisch, sino también en el “centro” formado por los principales beneficiarios de ese boom, como Europa occidental, Estados Unidos y Japón. La “globalidad” del fenómeno también alcanzó a Europa oriental, donde su epicentro no eran las entonces más pobres como Bulgaria o Rumania, sino las más modernizadas Checoslovaquia y Polonia.
La crisis era sobre todo de naturaleza social, política, cultural y pronto afectaría a la economía. La salida del patrón oro dispuesta por el presidente Nixon –pateando el tablero de los reaseguros internacionales al comercio y las finanzas establecidos en los acuerdos de Bretton Woods de 1944–, seguida por la “crisis del petróleo” y sus consecuencias globales, iniciaron lo que fue el colapso de los modelos de Estado de Bienestar democráticos de Occidente y de las democracias populares de matriz socialista.
Con la inviabilidad de continuar el Estado de Bienestar, desde fines de los setenta y comienzos de los ochenta surgió y ganó el escenario el neoliberalismo, o neoconservadurismo como prefería llamarlo, entre otros, Raúl Alfonsín. Más allá de que en la Argentina los conservadores siempre se considerasen liberales y que en nuestro país las autodefiniciones no se correspondan bien con el uso de esos términos en otras partes del mundo, la advertencia es válida porque los cambios operados en las últimas décadas, especialmente en Estados Unidos, han trastocado lo que parecía “natural”.
Por ejemplo, la identificación entre asalariados y el Partido Demócrata, y entre la dirigencia de discurso progresista y de impulso a la producción industrial. El escenario, hace ya varios años, muestra a asalariados votando por candidatos conservadores republicanos y hasta de extrema derecha, mientras que los políticos más ligados a las altas finanzas globales pertenecen a las filas demócratas, cuyo ejemplo más conocido –pero de ningún modo el único– es el matrimonio Clinton.
Óxido sin horizonte. Fue entonces cuando la globalización provocó la relocalización de empresas, la preponderancia de los sectores terciarios en su economía, y en especial, la impresionante expansión del sector financiero. Resultado: las antiguas zonas industriales vieron crecer, desde antes de que finalizara el siglo pasado el crecimiento exponencial del llamado Rust Belt, el cinturón de óxido de las fábricas cerradas, con sus instalaciones y maquinarias abandonadas.
En muchos casos la pérdida de empleos se explica por una mayor robotización o la aplicación de nuevas tecnologías; en otros se debió al traslado de procesos productivos o plantas enteras a áreas periféricas, con menores niveles salariales y de recorte a los derechos laborales. Pero esta periferia no sólo es de fronteras hacia afuera: varios estados del Medio Oeste o incluso condados de Virginia, Carolina del Norte o Wisconsin vieron crecer la ocupación industrial y manufacturera en estos años. El motivo es la falta de sindicalización y de negociación colectiva de convenios de trabajo en esas áreas del país. Dicho en lenguaje noventista, “flexibilización” y “reestructuración” laboral. Las consecuencias afectaron sobre todo al antiguo proletariado industrial blanco.
En términos relativos, son los más empobrecidos, los que más han caído en cuanto a nivel de vida y, sobre todo, de expectativas, incluso más que afroamericanos e hispanos. Al menos una cuarta parte de los trabajadores estadounidenses forman la clase que lentamente fue calificada despectivamente de white trash (“basura blanca”). Son los hijos y nietos del orgulloso proletariado industrial blanco de los años cincuenta, sesenta y setenta, que era “progresista” en términos norteamericanos, sindicalizado y que votaba regularmente por los demócratas desde el New Deal. El Partido Demócrata hoy expresa más los intereses de las élites financiera, tecnológica, comercial, burocrática e intelectual, olvidando a sus antiguos votantes que los ven cómo sus peores enemigos, mientras sobreviven con trabajos considerablemente por debajo de la calificación laboral y sin cobertura médica ni previsional.
Para la mayoría de ellos, la posibilidad de acceder a la vivienda propia desapareció con las burbujas inmobiliarias, cuyo estallido los dejaron además sin acceso a crédito que no sea usurario. La aspiración al ascenso social por vía generacional se ha convertido en un sueño imposible: no hay margen alguno para reunir un “fondo de estudios” para los hijos, con lo que el futuro se muestra tan o más oscuro que el presente.
Es un caldo de cultivo ideal para que se reproduzcan los sentimientos de frustración, el rechazo a la “política tradicional” y “los políticos”, la convicción de estar siendo maltratados por gente que los consideran sus “inferiores”, de allí la adhesión a ideologías y organizaciones ligadas a la “supremacía blanca” y demás formas de racismo. Por eso asumen la defensa a ultranza de los que interpretan como los últimos derechos para hacer frente a tantas amenazas, la Segunda Enmienda de la Constitución: el de poseer y portar armas.
El ocaso americano. Es esa gente la que, junto con sectores tradicionalmente más conservadores, como los de zonas de producción agrícola y ganadera, llevó al triunfo “imposible” de Donald Trump en las elecciones de 2016. En noviembre pasado, no pudo repetir el resultado, sin embargo llegó al 47 por ciento de los sufragios, más de 74 millones de votantes en unos comicios marcados por una inusitada participación.
No todos ellos se movilizaron al Congreso, incluso no todos los manifestantes de ese Día de Reyes “asaltaron” el edificio. Muchos de ellos hasta se mostraron disgustados con los “atropellos de la turba”, como se encargaron de reiterar en su cobertura las cadenas televisivas, cuyo relato sonaba a que los bárbaros habían violado el sagrado recinto de los Padres de la República. En todo caso, los sucesos del 6 de enero de 2021 muestran la crisis institucional de la primera potencia mundial, la desesperación creciente de una parte numerosa de su población, descreída de muchos políticos de los mecanismos de consenso y dispuesta a creer todo tipo de teorías conspirativas. Y lo que es peor: lo suficientemente enojada como para actuar en consecuencia.
Cuando la política falla en articular una sociedad compleja, sus fuerzas se polarizan, la conflictividad crece y se inicia un movimiento que tiende a acelerar el camino hacia una debacle económica. Esta, a su vez, realimenta el ciclo de conflictividad y polarización. La salida drástica, por vía de imposición totalitaria, autoritaria o populista, es una tentación latente cuando el sistema institucional dejó de contar con la confianza, el respaldo y el respeto de una parte significativa de la población, que deja de sentirse ciudadana o asume que, en las condiciones dadas, lo es sólo de “segunda clase”. Una tentación que no sólo rige para sociedades periféricas sino, al menos la historia lo ha mostrado, también para países centrales.
Lo ocurrido en Estados Unidos nos alerta sobre el rol del sistema democrático. Ningún hombre o mujer puede valorar el sentido de las instituciones si no puede comer, educarse y vivir dignamente.
No es sólo un problema de los políticos también lo es para la sociedad.
Sin valores éticos y espirituales ninguna civilización puede sobrevivir, estos valores expresan el respeto al prójimo, a la naturaleza o sea al humanismo y a la palabra empeñada. Cuando un sistema cualquiera engendra agresiones contra natura se produce una lógica destructiva fuente de toda violencia.
El ocaso de un sistema siempre se inicia con fuertes tensiones políticas y sociales, la desesperación ante la ausencia de comportamientos éticos y la entronización de la decadencia nos formulan interrogantes preocupantes.
¿Acaso alguien imaginó que Washington tuviera que blindarse para el acto de asunción de un nuevo presidente?
*Secretario General CATT.