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Diego duerme

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Bella Vista. La familia y los íntimos de Maradona lo despidieron privadamente en el cementerio. | AFP

Durante el mundial 2018 en Rusia, Maradona se irguió como un profeta desquiciado en las tribunas, se abalanzó hacia la cancha con gestos obscenos, amarrado por una suerte de guarda espaldas que lo sostenían en su delirio, y terminó la noche frente a las cámaras entrando a una ambulancia en camilla.

“¿Qué pasa si Maradona muere?” preguntó uno de los presentadores cuando salíamos ya del estudio tras grabar el programa. “La tierra va empezar a girar en dirección contraria” le contesté, con absoluta seriedad.

Mi colega se refería a qué pasa con el programa, porque a la hora de grabar habíamos estado risueños y en línea con el tono editorial la discusión sobre Diego en la cancha fue jocosa y burlona.

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Que se lo llevaron en camilla fue una noticia que llegó tarde, cuando ya no grabábamos, y al final lo que pasó fue que el productor cortó ese segmento y los oyentes se quejaron de que no se habló de Maradona.  Con razón, dado que el evento copó los titulares mundiales ese día y varios más.

Anticipando lo peor, The Guardian me pidió una nota sobre ‘la trágica’ situación, por si pasaba algo durante la noche.

“Lo que Maradona podía hacer con la pelota es la única prueba necesaria de que el futbol en su mejor expresión, es un arte.  Su ser entero: cuerpo y mente, podía hacer con la esfera lo que grandes compositores de la historia han hecho con notas musicales; los mejores artistas con el pincel y la tempera, los escritores eternos con pluma y papel”.

El texto fluyó con facilidad. Diego es la contradicción personificada, el bien y el mal a la vez, los dos goles contra Inglaterra en un puñado de minutos.  Es la prueba empírica más contundente de que una lógica bivalente no es adecuada para simbolizar la condición del humano.  En ese sentido todos somos Diego, y nos valida nuestras propias contradicciones. Un genio dañado cuya condición de hombre es tan contundente que no queda otra que otorgarle deidad.  Un Dios sucio como dijo alguna vez Galeano. Ídolos con los pies de barro.

Dalma tuiteó “No sé si te extraño más adentro de la cancha o afuera... Qué difícil... ¡Creo que en los 2 lados! ¡Lamentablemente, en los 2 lados!”.

La cité; una hermosa síntesis. La realidad puso su fragilidad en evidencia; la fragilidad de su vida que es también la fragilidad de nuestras propias vidas. La nota fue un éxito, leída millones de veces alrededor del mundo.  Pero como en tantas ocasiones, Diego se burló de las simplificaciones terrenales, y pronto apareció diciendo “fue vino blanco nada más” y que siga el baile.

Pasados algunos meses el periódico me pidió un texto actualizado, protocolar, obituario. Para tener, por si acaso. Pero sin el evento en sí desencadenando pensamientos de pésame, se me hacía difícil. En la vida real, cotidiana, la muerte del Diego era incontemplable. Todas las observaciones racionales se basaban en un tipo vivo, más vivo que la vida misma. Un ave fénix capaz de resurgir, reinventarse, y continuar gambeteando al destino. Una persona caracterizada por el desdén por lo protocolar, las reglas caretas, y las estructuras formales. Pero con muchos comportamientos difíciles de aceptar. Cada vez que aparecía en las noticias era por algo aún más deplorable o penoso que la vez anterior. Su voz patinada ya era viral con el chiste de pasarla a doble velocidad. Me era imposible encontrar el tono solemne adecuado para un obituario: un escrito en el que se resaltan logros y virtudes. Un obituario es casi como un perdón. Sentía algo así como que perdonarlo en un texto era más o menos condenarlo a morir.

El obituario de Elizabeth Taylor fue escrito durante siete años por una periodista que lo actualizaba de manera recurrente hasta que terminó muriendo antes que la Taylor. Cuando finalmente se publicó apareció la aclaración al pie de página. Empecé a creer que esta asignatura venía engualichada; quizás escribirla sería como decretar mi propia muerte.

Hasta que llegó este tiempo pandémico tan raro. Como si la tierra efectivamente haya empezado a girar en dirección contraria. Un tiempo real que nadie inventa nos envolvió –como dijo Benedetti– y no pudimos olvidar aquellos festejos, quedando lejos también el pesar que desalienta.

Incluso paró el fútbol, porque paró todo. Ninguna muerte es inimaginable, todas son de repente más que posibles, probables.  La propia, la de los seres queridos, y la del mismísimo Diego. Quizás solo ante un evento cuasi apocalíptico de estas proporciones podía finalmente suceder lo que tantos no creíamos sucedería jamás.

Estamos en la hora de la muerte, que nos acecha. Ninguno somos isla, ni siquiera Maradona. Las campanas doblan ya por todos nosotros en un frenesí de olé de cancha, y en el medio de nuestra tierra en terror: perdón y gracias al Diez.

Silencio, que Diego duerme.

 

*Periodista deportiva. Publica en medios británicos y argentinos. Vive en Buenos Aires y Londres.