Casi todos los genios humanos nos han dejado algunas palabras sobre el indeleble valor de la educación. Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, afirmó que “invertir en conocimiento siempre genera los mejores intereses”. Albert Einstein, que cambió para siempre nuestra comprensión del tiempo y del espacio, declaró a su vez que “lo más importante es no dejar de cuestionar”. En el mismo sentido, el escritor Mark Twain sentenció oportunamente: “El hombre que no lee buenos libros no tiene ventaja sobre el hombre que no sabe leer”.
Hablemos, entonces, de educación, que sufre hoy la mayor calamidad del siglo. En efecto, las cifras de Naciones Unidas son asombrosas: la pandemia interrumpió los trabajos de más de 1.500 millones de niños en edad escolar en todo el mundo y alrededor de 463 millones de estos estudiantes no pudieron acceder a cualquier tipo de educación a distancia. Muchos de ellos nunca volverán a tener clases, muchos de ellos se quedarán –para siempre– atrás.
Tras vacunar a las poblaciones contra el covid-19, la educación debe ser la prioridad número uno de los gobiernos. Se trata de nuestra mejor arma para evitar un agravamiento explosivo de las desigualdades dentro de los países, así como de la brecha internacional entre el Norte y el Sur.
Sin embargo, difícilmente podremos recuperar el tiempo perdido e invertir en las generaciones venideras con la escuela pública que tenemos hoy. Una escuela todavía contaminada por el centralismo napoleónico, que toma a todos los alumnos como si fueran iguales y que tantas veces condiciona el pensamiento en lugar de liberarlo. Una escuela incapaz de “educar al soberano”, como decía Domingo Faustino Sarmiento.
Uno de los conceptos claves para definir la escuela del futuro, algo que está desarrollando la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, se llama “brújula del aprendizaje”. La premisa fundamental de este enfoque es la siguiente: los estudiantes deben aprender a “navegar”, de manera responsable y efectiva, en contextos que no les son familiares, en lugar de recibir, acríticamente, instrucciones fijas de los profesores. No hay un camino, sino varios, y se espera que cada alumno encuentre el suyo.
Sin hacer ninguna propuesta curricular concreta y tampoco universal, la OCDE define componentes esenciales para el aprendizaje: además de escritura y aritmética, la enseñanza debe cubrir competencias digitales, fortalecer la salud física y mental de los jóvenes y desarrollar habilidades sociales y emocionales.
Otro aporte que merece nuestra atención son las recomendaciones del Banco Mundial para reformar la enseñanza en el marco de la pandemia. Según el Banco, la inversión en educación “genera interés” si 1) los alumnos están motivados para aprender; 2) la carrera de los profesores es basada en el mérito y exige formación continua; 3) las prácticas pedagógicas garantizan que cada estudiante recibe la enseñanza en el nivel que necesita; 4) las escuelas son espacios seguros e inclusivos, y 5) los sistemas educativos se encuentran bien administrados.
Más allá del debate sobre si la educación debe ser presencial u online, el eje central del trabajo del Banco son “las redes de educación”, formadas por profesores, estudiantes, familiares y las comunidades locales, cada uno de ellos ofreciendo distintos aportes al aprendizaje a lo largo de toda la edad escolar.
Invertir en educación, con criterio e impulso reformador, es por lo tanto más urgente que nunca. Para aquellos que todavía tienen dudas, recordemos las palabras del ex presidente de la Universidad de Harvard Derek C. Bok: “Si cree usted que la educación es cara, pruebe con la ignorancia”.
*Politólogo. Ex embajador en Portugal.
Producción: Silvina Márquez