El modo de producción industrial moldeó intensamente a la mayoría de la sociedad hasta el punto que la historia de cada persona llegó a ser en gran medida la historia de su inserción en ese modelo productivo.
El trabajo, o con más precisión el empleo asalariado, se constituyó así en la sociedad moderna en uno de los principales proveedores de la identidad de una persona.
Hoy en la sociedad post-industrial, se cuestiona cada vez más si el empleo tradicional configura definitivamente los roles sociales y las identidades personales. Efectivamente, el trabajo en la era industrial se sustentaba en algunos factores que parecen haberse agotado:
- la producción en serie realizada en grandes fábricas con tareas rígidas y rutinarias en que los operarios no requerían mayor calificación.
- existía una radical separación entre "los que piensan" un producto y "los que lo fabrican".
Ahora bien, en los países centrales, y en algunas otras regiones del planeta, la producción física se desplaza a otros lugares, y se priorizan otras actividades vinculadas a los servicios y surgen nuevas ocupaciones. En esta “sociedad post-industrial” el factor más llamativo ha sido el surgimiento de un conjunto de tecnologías que dan lugar a la "sociedad de la información" y a la "sociedad de los servicios" en las cuales el empleo y la perspectiva de vida serán muy diferentes, con efectos ambivalentes.
Supone, por un lado, en términos generales un cambio liberador superando condiciones penosas y alienantes del trabajo; por otro lado, provoca la exclusión de muchos y sobreviene el "desempleo tecnológico" que requiere que haya políticas públicas que lo tornen gradual y compensen a los perjudicados.
También la presente revolución tecnológica llega a los sistemas de administración permitiendo acopiar y transmitir datos en forma instantánea y a distancia. Así se evitan los tiempos muertos y el almacenamiento innecesario de productos. Esto exige inteligencia técnica y gerencial más que enormes instalaciones, numerosos planteles de personal y grandes concentraciones de capital.
Poco a poco se recupera la producción industrial
Todo esto afecta seriamente a la educación, y en particular a la formación para el trabajo, sea por motivos existenciales, o por las nuevas exigencias técnicas y económicas que hemos apuntado. Esta cuestión se vuelve más acuciante cuando nos referimos al mundo juvenil en sus extractos más desfavorecidos que posiblemente no obtengan empleo en toda su vida, a menos que se tomen medidas muy enérgicas y rápidas.
Al respecto suelen esgrimirse dos estrategias fundamentales. La primera considera que la solución es el diseño de propuestas educativas que satisfagan inmediatamente las demandas del mercado, preparando la mano de obra especializada que reclaman las empresas, ilusionando acerca de la obtención inmediata de puestos de trabajo. Más sinceramente habría que advertir que la generación de empleo, si bien necesita gente capacitada, no está al alcance del sistema educativo proveerlo, aunque no cabe duda que sí tiene que estar vinculado estrechamente al rumbo de la sociedad y a los cambios de la tecnología y del mundo del trabajo.
Precisamente por ahí va la otra estrategia que, si bien le sigue preocupando que los jóvenes encuentren empleo, piensa que el mejor modo de obtenerlo y conservarlo es prepararlos en las habilidades de largo plazo que requieren tiempos prolongados y exigentes. Al mismo tiempo apuntan a la integralidad de la formación que en los jóvenes requiere especialmente la delicada tarea que los haga personas autónomas y responsables, capaces, en definitiva, de un mejor y digno desempeño laboral.
En efecto, ya no se trata de formar simples operarios para un puesto de trabajo que será igual para toda su vida –hoy condenados en el mejor de los casos a las franjas inferiores de la remuneración salarial– sino que es imprescindible formar para una comprensión más global del proceso productivo que permita la movilidad y la capacidad de innovar ante las demandas cambiantes, trabajando en pequeños equipos de relaciones más horizontales e interactivas que requieren habilidades sociales y colaborativas. Sólo fortaleciendo el substrato básico cognitivo y de habilidades sociales es posible la incorporación gradual o simultánea de una capacitación tecnológica más específica y puntual.
En ese sentido, la educación para el trabajo, no es sólo una cuestión tecnológica e instrumental, sino que tiene un componente ético muy grande capaz de dar razones para vivir y brindar las competencias para el ejercicio de una plena ciudadanía que nos permiten ser personas independientes, capaces de imaginar alternativas y que nos recuerde que no se vive para trabajar, reproduciendo esclavitudes y alienaciones, sino que se trabaja para vivir. En definitiva, no se educa sólo para conseguir un empleo, sino para participar en una sociedad en la que el otro además de ser un compañero de labores es también un semejante. Se educa no sólo para satisfacer o seducir a un potencial cliente, sino para la convivencia con un vecino próximo que, en nuestras sociedades crecientemente plurales, al mismo tiempo puede ser diferente.
* Eloy Mealla. Vicerrectorado de Formación, Universidad del Salvador.