El 10 de diciembre de 2019 Alberto Fernández asumió la presidencia. Hoy El jueves 10 de diciembre se cumple un año de su gobierno. Una fecha simbólica, “redonda”, que suele usarse como mojón imaginario para hacer balances.
Es difícil hacer una evaluación del primer año de gobierno de Alberto sin mencionar el contexto. Cualquier intento de objetividad debe hacer frente con el hecho de que le tocó lidiar con una pandemia mundial inédita. Y esa pandemia es particularmente severa en nuestro país, que venía arrastrando una crisis económica anterior. Aunque es habitual que los Presidentes argentinos asuman en situaciones complejas (lo cual, a su vez, dice bastante de la situación de crisis recurrente en la que se encuentra nuestro país) Alberto la tuvo más difícil.
A pesar de esto, detrás de la urgencia, hay un Presidente que lleva un año en el poder. Se pueden extraer algunas certezas de esta experiencia.
Qué nos deja el primer año del gobierno de Alberto Fernández
La primera certeza es que al gobierno le costó unificar un discurso y una línea de acción. Son muchos los temas en los que muestra indecisión. La ambigua posición argentina en relación a Venezuela, por ejemplo, es una muestra cabal de esta indeterminación. A su vez, la política económica se bambolea entre los intentos de Guzmán de generar confianza para aumentar la inversión privada y medidas contrarias a este objetivo como el Impuesto a las grandes fortunas (independientemente de la valoración sobre esa ley, parece difícil suponer que la ley no aumentará esa desconfianza y desalentará la inversión privada). Las tensiones entre el Ministro de Economía y el Presidente del Banco Central en torno a la política monetaria también son ejemplos de esta dificultad.
Otra certeza: la gestión del gobierno es muy floja en muchos temas. La improvisación y la descoordinación son muy evidentes. No hay que estar demasiado lejos del Frente de Todos para notarlo: la vicepresidenta mencionó la existencia de “funcionarios y funcionarias que no funcionan”. El Gobierno se jactaba de su gestión de la pandemia y con cierto grado de chauvinismo se comparaba con otros países. Hoy, ante su fracaso evidente (tanto en la economía como en la salud) parece haber dejado la gestión sanitaria a la deriva. La alabada “Cuarentena o Muerte” terminó siendo un rotundo fracaso. En ese contexto promete cifras de vacunación colectiva de imposible cumplimiento. A pesar de que prolifera la evidencia de que es necesario reabrirlas, las escuelas argentinas llevan un año cerradas con los monumentales costos en capital humano y profundización de la desigualdad. A su vez, el Canciller es acusado de inventar diálogos con figuras mundiales. Por último, la Ministra de Seguridad es constantemente desautorizada por su equivalente bonaerense. Estos botones de muestra solo reafirman una idea instalada en la sociedad: el Gobierno hace gala de una ineficiencia palmaria. El velorio de Maradona fue el ejemplo extremo de esta incapacidad que ofrecimos al mundo.
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En la explicación de esta situación se encuentra, en primer lugar, la marca de orillo del Frente de Todos. La evidencia argentina sugiere que los gobiernos de coalición son complejos. La improvisación y los tironeos son la norma. El FdT, además, tuvo en su origen un objetico claro: ganarle al macrismo. Pero no mucho más.
A eso hay que sumarle la pregunta insidiosa que sobrevuela la política argentina desde que asumió el actual gobierno: el rol de la Vicepresidenta. Luego de un año, está claro que ella no gobierna. El gabinete lo armó exclusivamente el Presidente, y éste es el responsable exclusivo de la gestión desastrosa en lo sanitario o educativo, por ejemplo. Pero también está claro que Cristina no es una vicepresidenta clásica. Tiene intereses de gestión, y ha sido bastante exitosa en llevarlos adelante. Dicho de otro modo: las únicas iniciativas que prosperan en un gobierno bastante inefectivo son las que le interesan a la vicepresidenta y que refieren al Poder Judicial.
¿Qué escenario tiene Alberto por delante? El Presidente necesita generar un sello propio, incluso diferenciándose del cristinismo. Precisa consolidar una dinámica propia al interior del heterogéneo Frente de Todos. Para ello necesita recuperar al “Albertismo”: la agenda progresista e institucional que esbozó hace un año. Pero estos planes están muy supeditados a mejorar la situación económica.
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A su vez, la mejora en la situación económica necesita un plan de estabilización, que trabaje en la construcción de confianza, con señales claras en relación al déficit fiscal y a la relación con los actores privados. El mismo Alberto sugirió en un evento reciente que la recuperación necesita del sector privado, y el Ministro de Economía comenta la necesidad de un plan macroeconómico.
Y aquí Alberto se enfrenta a su dilema. La dolorosa decisión a la que se enfrenta es seguir haciendo equilibrio al interior del Frente sin solucionar nada o darle la impronta propia de racionalidad e institucionalidad al gobierno que él mismo sugirió en su discurso de asunción y que sigue mencionando en algunas oportunidades. Esto fue parte central de su contrato electoral. Y esto puede implicar algún conflicto al interior de su coalición. En este sentido, la historia recurrente de conflictos entre los presidentes y sus vices en nuestro país no es un buen antecedente. Con una vicepresidenta tan fuerte políticamente la pregunta no es si aparecerán conflictos, sino cómo se resolverán.
La situación es crítica. La economía, la salud, la educación han colapsado, por la pandemia pero también por falencias propias. El balance es negativo. Depende de Alberto imaginar los tres años que restan.