Las relaciones internacionales tienen desde su origen en la Universidad de Aberystwyth (Gales) en 1919 con un principio normativo intrínseco: generar las condiciones para la paz y evitar la guerra. A su vez, fue una disciplina que nació con un sentido de aplicación práctica sobre su objeto de estudio.
Incluso mucho antes de su consolidación, pasada la Segunda Guerra Mundial, aparece en 1900 la obra World Politics, de Paul Reinsch, y luego se crean dos instituciones: el Carnegie Endowment for International Peace y la World Peace Foundation. Ambas exponen la necesidad de la paz internacional, por cierto, situadas en un espacio de poder muy específico. Luego de la Segunda Guerra, la atención en la creación de lugares académico-políticos se visualiza en el Royal Institute of International Affairs y el Conncil on Foreign Relations.
Ante la situación actual, la teoría normativa internacional como campo de estudio debería retomar su fortaleza para echar luz sobre el estado actual de la guerra contra Ucrania, donde las justificaciones de la violencia aparecen en los discursos: “Rusia realizó una respuesta preventiva, fue una medida necesaria y la única posible en esta situación”, expresó Putin en su discurso al conmemorar el marco del 77º aniversario del Día de la Victoria Soviética sobre la Alemania nazi. Esta justificación de la invasión fue equilibrada al decir que hará “todo lo posible para que el horror de una guerra global no se repita”.
Sus palabras –en tan significante momento, que se celebraba la victoria frente al nazifascismo y el mundo dejaba atrás la posibilidad de una hegemonía del terror– fueron opacadas por las declaraciones de Dmitry Rogozin, jefe de la agencia espacial rusa (Roscosmos): “En una guerra nuclear, los países de la OTAN serán destruidos por nosotros en media hora”. Luego añadió: “Esta es una guerra por la verdad, y el derecho de Rusia a existir como un Estado único e independiente”.
La “invasión preventiva” se sustenta en la justificación del presidente ruso al decir que “Rusia siempre abogó por un sistema de seguridad global e indivisible, uno que es vital para toda la comunidad mundial” y que “en diciembre pasado propusimos cerrar un acuerdo de garantías de seguridad. Rusia llamó a Occidente a un diálogo sincero, a buscar soluciones y compromisos razonables por el bien común. Todo en vano. Los países de la OTAN no quisieron escucharnos, lo que significaba que de hecho tenían planes completamente diferentes y los vimos”.
Esta argumentación de carácter normativo pensando en la “seguridad existencial” de un solo país es una contradicción a la dimensión cosmopolita de la ética mundial y la seguridad internacional. Desde el razonamiento de John Rawls en su Teoría de la Justicia –que muchos internacionalistas dan como inicio del normativismo moderno– hasta la creación de la International Ethics Section de la International Studies Association, la dimensión ética de política mundial debe instalarse en el centro de la agenda como un subcampo de estudio, al decir de Nardin en International Ethics.
Desde el debate entre el cosmopolitismo y el comunitarismo, pasando por los diálogos entre el consecuencialismo y el deontologismo, el mandato “las normas importan” se ha vuelto central en el análisis de la guerra actual. Como sostiene Frost en Ethics in International Relations, las normas establecidas en la política mundial son extremadamente importantes, especialmente aquellas que prohíben el bombardeo a civiles inocentes.
Ante lo expuesto, resulta imperativo colocar en la mesa del análisis académico y de las decisiones del Consejo de Seguridad el concepto de “agente moral y la responsabilidad moral de sus acciones”. Luego del luto que recién iniciamos por la pandemia, algunas autocracias intentan curarlo con destrucciones sobre poblaciones enteras y amenazas nucleares extemporáneas.
Se impone volver al espíritu de Gales y repensar la dimensión moral de nuestra ciencia internacional.
*Politólogo y doctor en Ciencias Sociales. Profesor e investigador de la Universidad de Buenos Aires.