OPINIóN
Libertad de Más allá del escándalo

Las humanidades, el pensamiento crítico y el aplazo de La Matanza

El episodio debería servir para resignificar la importancia de las humanidades e impulsar una racionalidad no ideológica, una razón abierta a la complejidad del mundo y respetuosa de la opinión diferente.

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Clase. Hubiese pasado desapercibida con una discusión político-partidaria adecuadamente enmarcada o la vehemencia de sus valoraciones genuinamente alimentada. | cedoc

El caso de la profesora de La Matanza interpela particularmente a quienes ejercemos la docencia en disciplinas humanísticas. Por desgracia, estos espacios están desprestigiados, y poco ayudan situaciones semejantes. Muchos coinciden en que la profesora en cuestión se merece un aplazo, pero no hay acuerdo en los motivos.

Errores. Para algunos, el principal error tuvo que ver con el ejercicio de adoctrinamiento político-partidario. Indudablemente, ninguna escuela debe permitir este tipo de prácticas. Ahora bien, si queremos que los jóvenes sepan votar con criterio y responsabilidad, no resulta impropio que los docentes ofrezcan espacios para la discusión y reflexión en torno a las alternativas político-partidarias en juego. Claro está, las iniciativas debieran tener clara intencionalidad pedagógica, estar enmarcadas institucionalmente y ser adecuadamente diseñadas. Nada de esto parece haberse cumplido en este caso.

Otros conciben que el error fue más profundo: no se enseña el pensamiento crítico promoviendo la adhesión a un determinado punto de vista. Llevada al extremo, esta posición declara que las humanidades deben ser valorativamente neutras, estar esterilizadas. Se trata de una concepción procedimental de las humanidades que promueve exclusivamente el desarrollo de habilidades formales de pensamiento (aprender a pensar, a argumentar, a debatir). No se espera del docente una manifestación de sus propias ideas, mucho menos cuando afrontamos asuntos sensibles y delicados.

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Limitaciones. Esta concepción de la enseñanza choca con dos limitaciones evidentes. Por un lado, quienes enseñan humanidades no pueden dejar sus propias valoraciones y cosmovisiones sustantivas en la puerta del aula. Estas se ponen en juego en la misma selección de los temas, acontecimientos, autores, expresiones literarias o artísticas que serán objeto de tratamiento. También, en el modo de preguntar o repreguntar; en los acentos, matices y hasta gestos que se ponen al descubierto durante el desarrollo de las clases. 

Hay un motivo más profundo para desaconsejar la concepción procedimental de las humanidades. La adolescencia marca el despertar de un tipo de inteligencia más reflexiva, profunda y ávida de sentido. Los profesores que dejan huella no son los que enseñan exclusivamente procedimientos rigurosos sino, principalmente, los que acompañan el desarrollo de estas habilidades con ideas profundas, valoraciones honestas y una gran pasión. Esta mezcla es poderosa, contagia entusiasmo, agudiza la mente, abre mundos y amplía el horizonte de intereses. La lectura de Borges se convierte en una ocasión para hablar sobre el amor o la muerte, sobre la realidad y la ilusión.  El estudio de la Revolución Francesa despierta sensibilidad respecto del sentido de equidad, la libertad o la justicia. 

Racionalidad ideológica. La clase de la profesora de La Matanza hubiese pasado desapercibida a la opinión pública si la discusión político-partidaria hubiere estado adecuadamente enmarcada, o si la vehemencia y el entusiasmo de sus valoraciones hubiese estado bien conducido y genuinamente alimentado. Si estas condiciones no se lograron, es porque -en su ejercicio- ha quedado presa de un pernicioso defecto: la racionalidad ideológica.

Estar ideologizado no es lo mismo que adherir a un conjunto de ideas o valoraciones con firmeza y vehemencia. Es tener una forma mentis, un cierto patrón reflexivo caracterizado por varios rasgos distintivos que dan forma a la racionalidad ideológica.

Esta se expresa en un pensamiento lineal y simplista, que no reproduce la complejidad de lo real, sus diversas dimensiones, tensiones o aspectos problemáticos. Tiene vocación sistémica en tanto decodifica la realidad a partir de un entramado consistente de principios, causas y consecuencias; pero esta decodificación abusa del “sesgo de confirmación“, esto es, se especializa en detectar y señalar sólo aquellos argumentos y evidencias que confirman sus propios supuestos. 

La racionalidad ideológica es, por ello, naturalmente reduccionista. En consecuencia, tiende a la absolutización de percepciones parciales y rehúye de la incertidumbre mediante un atropello de tautologías e invocaciones en primera persona del singular (“como yo siempre digo”). 

Una persona ideologizada rotula en extremo. En su lenguaje hay cabida para unas pocas categorías, escasamente elaboradas y no siempre explicitadas, que tienden a aplicarse de manera binaria y con alta carga emocional. 

La racionalidad ideológica detesta los grises y ama el contraste entre el blanco y el negro. La tonalidad blanca representa sus pensamientos, autoevidentes. El negro tiñe cualquier pensamiento discordante, lo que ayuda a identificar fácilmente al enemigo.

La racionalidad ideológica, precisamente por ser endeble, intenta compensar su debilidad argumentativa con falacias ad hominem que apelan a la subestimación, denigración y descalificación de la posición discordante. Para una mente ideologizada resulta frustrante tener que convencer sobre asuntos autoevidentes. Esta frustración justifica la precipitación a la condena moral. “Si no pensás como yo, no sos digno de respeto”. En última instancia, la racionalidad ideológica conduce a la anulación del otro en tanto otro y alimenta las más variadas formas de intolerancia. 

Síntoma. Tal vez lo más importante a destacar del caso de La Matanza sea su carácter sintomático. Hay muchos docentes que tienen ese temperamento, precisamente porque hay muchos adultos que, en nuestro país, han asimilado -de uno y otro lado de la grieta- la racionalidad ideológica. Se percibe en las conversaciones familiares, en los chats de amigos y en los virulentos hilos de Twitter. Nos hemos sobre-acostumbrado a ello. 

Ojalá el aplazo a la profesora se convierta en un llamado de atención a todo el mundo adulto. Ojalá constituya, también, una ocasión para resignificar el sentido e importancia de las humanidades, espacios privilegiados para promover una racionalidad no ideológica, una razón abierta a la complejidad del mundo y respetuosa de la opinión diferente.

*Doctor en filosofía. 

Vicedecano de la Escuela de Educación de la Universidad Austral.