OPINIóN
Cuba III

Las revoluciones y el mito de la revolución

Vivimos en un clima cultural marcado por el desencanto del desencanto y provocado, en parte, por la crisis de las esperanzas fundadas en la creencia del progreso indefinido y en el mito de la revolución universal.

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Berlín. Un derrumbe que fue mucho más allá de un muro. Fue también la caída de una ilusión que atravesó el mundo. | cedoc

En 1987, cuando estudiaba en Tubinga, en la entonces Alemania Federal (RFA), advertí que ciudadanos de Alemania Oriental (RDA) sintonizaban la televisión oficial de la otra república. Entonces me pregunté qué podía significar para ellos advertir las diferencias en el estilo de vida. En 1988, en Berlín, participé en dos seminarios. Uno sobre la división de Alemania: el muro era el símbolo del mundo partido entre el este y el oeste, que aún no registraba la distancia entre el norte y el sur. El otro fue sobre la apertura democrática en países que estaban detrás de la cortina de hierro. El profesor reconoció que el sindicato Solidaridad, creado en 1981 en Polonia, era un factor desencadenante de la perestroika de Mijail Gorbachov. 

El día que visité Berlín Oriental descubrí que había dos muros y una zona intermedia en la cual quedaban baleados los que intentaban salir. Y noté que sólo jubilados salían de la RDA. Ellos miraban con asombro a los que nos movíamos libremente. Cuando cayó el muro en 1989 pensé el influjo que habrían tenido no sólo la lucha económica y espacial, la guerra de las galaxias, entre la Unión Soviética y Estados Unidos, sino también situaciones cotidianas: las libertades personales, el encuentro con los parientes, el acceso a los bienes, la elección en una democracia de partidos, una vida sin control ni miedo. 

Ante lo que pasa en Cuba me pregunto por el influjo de dos situaciones vividas allí desde fines de 2018: el acceso a internet por el teléfono móvil y las restricciones impuestas a la vida artística. También, la incidencia de la falta de alimentos y medicamentos agravada con la pandemia. En las protestas contra el régimen que lleva 62 años hay jóvenes y artistas que reclaman “Patria y Vida”. El poder “revolucionario” los acusa de “subversión ideológica” y los reprime brutalmente. Por cierto, no confundo la realidad de los que querían participar del milagro alemán hace décadas y de quienes desean una vida más justa en un mundo desigual y en una América Latina más empobrecida en los dos últimos años. 

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Progreso e igualdad. Hace medio siglo el papa Pablo VI escribió en su último documento social: “Al mismo tiempo que el progreso científico y técnico continúa transformando el marco territorial de la humanidad y sus modos de conocimiento, trabajo, consumo y relaciones, en estos nuevos contextos se manifiesta una doble aspiración, más viva a medida que se desarrolla la información y la educación: la aspiración a la igualdad, la aspiración a la participación; formas ambas de la dignidad de la persona humana y de su libertad”. 

Los derechos humanos universales, del alimento a la información, de la libertad a la participación, cuestionan los sistemas corruptos. Algunas revoluciones surgieron de luchas legítimas contra gobiernos injustos y corruptos. En sus comienzos, las causas de Cuba y Nicaragua fueran apoyadas por la Iglesia. Cuando el gobierno cubano se sovietizó comenzó a encarcelar a disidentes y religiosos en unidades de trabajos forzados. En 1995 el rector del seminario de La Habana me contó que había espías infiltrados que podían permanecer mucho tiempo como seminaristas con tal de proveer información al régimen. 

Desde hace décadas el ethos de los derechos humanos cuestiona la doctrina de la no injerencia ante estados que los violan. Emilio Mignone denunciaba los delitos de lesa humanidad, se fundaba en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, con argumentos religiosos, filosóficos y jurídicos, reivindicaba la dignidad del ser humano sobre la soberanía estatal. Conocimos las protestas de Francia, Estados Unidos, Suecia y otros países contra las desapariciones del gobierno argentino y el silencio de la Unión Soviética y Cuba. Cuando una revolución se vuelve dictadura no denuncia a otras dictaduras.

El mayor historiador del concepto de “historia” mostró que la Revolución Francesa de 1789 encumbró tres categorías: historia, progreso y revolución. Reinhart Koselleck reconstruyó el proceso intelectual por el cual la idea de Revolución creció y llegó, incluso, a sustituir la noción de Historia. En 1798 Kant interpretó filosóficamente esa gesta histórica. La consideró como el gran signo de su tiempo porque indicaba el progreso constante hacia un nivel superior de sociedad en un Estado de ciudadanía cosmopolita. La revolución señalaba la irrupción de una libertad instauradora de un nuevo régimen. En esa orientación al futuro cierta filosofía de la historia era hija de la profecía judía y la escatología cristiana. 

Una nueva sociedad. Durante dos siglos la revolución fue concebida como el acontecimiento absoluto que fundaría una nueva sociedad. Un cambio total, profundo y acelerado. En la Argentina de los años sesenta ese imaginario era un pasado presente. Había que subirse al tren de “la” historia y prepararse para “la” revolución. Muchos querían sentirse inmersos en su curso irreversible y tocarla con las manos. Ese clima entusiasmó a muchísimos jóvenes y los llevó a inscribir su precoz praxis política en una gran utopía revolucionaria. Su primer gran símbolo era la revolución bolchevique, cuya fascinación colapsó con la caída del Muro. 

El 28 de junio de 1966 algunos hicieron un golpe de Estado al que llamaron Revolución Argentina. A partir de 1967, en la revista Cristianismo y Revolución, otros alentaron la lucha armada desde una posición católica. Luego otros vivieron el mayo francés de 1968 o el Cordobazo de 1969 como el comienzo de la revolución latinoamericana. El 25 de mayo de 1973 muchos creyeron que comenzaba una Patria liberada. El 24 de marzo de 1976 otros quisieron reorganizar la Nación e implantaron el terrorismo de Estado. El último ciclo militar comenzó con un régimen llamado Revolución y terminó con otro denominado Proceso. El fervor revolucionario embriagó a personas de ideologías distintas. Las expectativas mesiánicas se potenciaban si el futuro era esperado como la llegada de un Reino de Dios secular. 

Las revoluciones norteamericana y francesa confluyeron en el primer gran meta-relato político moderno bajo el signo de la emancipación. Luego sucedió el ciclo independentista de nuestros pueblos. Con la revolución rusa el marxismo-leninismo monopolizó el mito de la revolución. El pensamiento de Karl Marx comprendió la historia como una lucha de clases y postuló un futuro reino de la libertad que, paradójicamente, advendría con la dictadura del proletariado. Consideró a la clase proletaria como portadora de una misión redentora universal. El marxismo sedujo porque unía una supuesta cientificidad empírica, que parecía conocer las dinámicas estructurales de la sociedad, con una mística que convocaba a la transformación. Ese relato ordenó la narración ideológica de muchos hechos históricos hasta 1989.

En América Latina el chileno Eduardo Frei intentó “la revolución en libertad” orientada a una reforma social moderna de inspiración demócrata cristiana (1964-1970). El fracaso del reformismo y el surgimiento del militarismo, ya con el golpe en Brasil de 1964, coincidió con el auge de la revolución cubana. Esta “latinoamericanizó” el mito de la revolución socialista, lo situó en el conflicto Este-Oeste en plena guerra fría, lo encarnó en una frontera caliente del sur, lo divulgó desde 1963 exportando el método foquista al cono sur y el ámbito urbano. Ese constructo conceptual se desplomó junto con los regímenes centroeuropeos que asociaron el socialismo totalitario y el ateísmo militante. 

En 1980 los obreros polacos del sindicato Solidaridad levantaron tres cruces en unos astilleros llamados Lenin en la ciudad de Gdansk. Afirmaron su fe en Cristo y su pertenencia a la Iglesia católica. Marcaron el fracaso del sistema dominado por la Unión Soviética y contradijeron el relato sobre el proletariado como sujeto liberador de la alienación religiosa. Luego, la caída del Muro de Berlín fue el suicido del Mito de la Revolución. No obstante, siempre habrá revoluciones religiosas, culturales y sociales, incluso inspiradas en relatos míticos. La historia es más compleja que las ideas que intentan comprenderla.  

No había ni hay un nexo necesario entre la revolución, como cambio radical, y la violencia armada, como método político. La revolución musical del beat, el pop y el rock, simbolizada en Los Beatles, promovía el pacifismo. El tema Revolution de John Lennon, en 1968, dice que querían cambiar el mundo, pero no destruirlo, ni dar dinero para armar a personas que odian, ni aplaudir las manifestaciones con el cuadro de Mao. La canción Sunday Bloody Sunday del grupo U2 recuerda el domingo sangriento en el que se reprimió una marcha pacífica de católicos en Derby, Irlanda del Norte, en 1972. La letra se pregunta hasta cuándo seguirá la violencia y eleva un clamor por la paz diciendo que “la verdadera batalla acaba de empezar para reclamar la victoria que Jesús ganó”. Escuché arengas de Bono, su líder y cantante, contra la apología de la violencia proferida desde ambos lados y contra el hecho de que irlandeses norteamericanos financiaran la compra de armas del Ejército Republicano Irlandés, el IRA. 

Crisis de esperanza. Vivimos en un clima cultural marcado por el desencanto del desencanto y provocado, en parte, por la crisis de las esperanzas fundadas en la creencia del progreso indefinido y en el mito de la revolución universal. Estamos inmersos en la revolución de la comunicación digital. El concepto “revolución” designa variadas transformaciones. En cuanto implica un cambio radical de la persona y de la sociedad ha sido empleado por el cristianismo. En las comunidades surgidas en los bajos fondos de puertos del imperio romano, como Corinto, varones y mujeres, judíos y griegos, esclavos y libres se llamaron hermanos y se sentaron a una misma mesa. En la Edad Media se dio la revolución de los hospitales y las universidades. En su filosofía de la historia Hegel mostró que en el espacio oriental la libertad era el patrimonio de uno, en el mundo mediterráneo llegó a ser el derecho de algunos y en el cristianismo se convirtió en un bien de todos, aunque pasaron siglos hasta que la modernidad logró su realización efectiva.

En 1962, el papa Juan XXIII y el Concilio Vaticano II iniciaron una revolución inédita en el catolicismo con alcance ecuménico e interreligioso en las vísperas del milenio global. Los papas han usado aquel término para expresar la novedad del Evangelio. Benedicto XVI convocó a los jóvenes a dejarse transformar por la revolución de Dios y Francisco sostiene que la fe en la ternura del amor es revolucionaria.

*Decano de la Facultad de Teología de la UCA.