Como buena socióloga (y permítanme ese autoelogio), no soy muy amiga de sacar conclusiones de carácter meso o macro a partir de lo que experimento o me sucede en primera persona. Es evidente que desde que la sociología y el análisis político son considerados ciencias, se trata de evitar la falacia de generalizar a partir de un solo caso. Pero verán que lo que les propongo en esta breve columna busca trascender la simple experiencia personal, y abordar un problema público de dimensiones –¡sí, otro más!– que debemos resolver: el acceso a la vivienda de alquiler en contextos de alta incertidumbre e inflación.
Hace muy poco terminé un largo proceso de búsqueda de vivienda familiar de alquiler en Buenos Aires que consumió ocho largos meses de pandemia, y les aseguro que estos cotizan diferente.
En Argentina, según la Encuesta Permanente de Hogares, en su informe del segundo semestre 2021 del Indec, el 18,7% de los hogares encuestados de los 31 aglomerados urbanos del país alquilan la vivienda; lo que equivale al 16,1% de las personas que componen la muestra. En CABA, este porcentaje sube hasta alcanzar el 34,8% de los hogares y ha ido en aumento en los últimos años. Estos números muestran a las claras que se trata de un fenómeno de gran relevancia social tanto nacional como local, y eso, sin hablar de las malas condiciones de hábitat que afectan a muchos de esos hogares. Me refiero sobre todo a la insuficiente cobertura y acceso al gas. al que accede según la última EPH el 70% de los hogares. o a la red cloacal, presente en el 72,5% de los mismos. La disponibilidad de agua corriente presenta mejores guarismos, no obstante hay un 10% de los hogares que no cuentan con este recurso vital. Ni hablar de la existencia de infraestructura de calidad cercana a los domicilios.
La actual Ley Nacional de Alquileres que se aprobó a mitad de 2020 buscó intervenir sobre ese escenario. En aquel momento, y en plena crisis por pandemia, implicó un gran avance para el resguardo de los derechos de las personas que alquilan: ¿por qué? Básicamente por tres puntos: 1) permite la actualización anual y no semestral del alquiler, lo que a su vez hace posible una planificación más ordenada, 2) utiliza una fórmula de indexación que conjuga la inflación y el aumento salarial, por tanto busca el equilibrio que beneficia a ambas partes, y 3) establece que los contratos se registren y se facturen los pagos, lo que conduce a aminorar la evasión impositiva que favorece la capacidad del Estado y establece un piso de igualdad.
Sin embargo, algunos de sus efectos no fueron los buscados. ¿Por qué? Son muchos los motivos. Más allá de la crisis pandémica que todo lo complejizó, la oferta se retrajo bajo el leitmotiv “lo que no es bueno para mí, no es bueno para nadie” y el mercado –se sabe– no suele ponerse en el lugar del otro, más bien hace de la especulación una práctica rigurosa. Los alquileres aumentaron en muchos casos casi tres veces su valor. La demanda creció sin respuesta, pero fundamentalmente se volvió a hacer evidente la incapacidad del Estado para poder controlar a la cantidad de privados –más y menos institucionalizados– que se saltan la ley y hacen y deshacen la norma a su antojo, donde siempre pierde el inquilino. En este derrotero es habitual escuchar cosas tales como “el contrato es a tres años pero no facturamos”, “es en dólares y con ajuste semestral”, o “si usted no puede, pues esta horma no es para sus zapatos”…
Lejos del ámbito de los derechos, el mercado también demuestra su incapacidad una y otra vez. Está claro que la inflación genera una incertidumbre que no ayuda a ninguno de los sectores involucrados; pero la especulación es grande y creciente. Urge evitar la miopía y generar soluciones duraderas.
*Doctora en Teoría Social y Política, profesora Investigadora Undav.