OPINIóN
Guerra en Ucrania

Moldavia, un pequeño país en el ojo del huracán

La invasión a su vecina Ucrania la puso en el radar de los medios. Sabe lo que es tener “repúblicas” rusas en su interior, pero su gente, que recibió a miles de refugiados por este conflicto, trata de seguir su vida normal.

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Chisinau. La capital del que está considerado como el país más pobre de Europa. | cedoc

Alguna vez estuve muy convencido de que mi abuelo materno había nacido en un pueblito perdido de Rusia, posiblemente en un shtetl judío en el occidente del imperio, bien a fines del siglo diecinueve. Pero cuando encontré un viejo documento de identidad argentino, que no sabía que existía entre los papeles familiares, descubrí que el zeide en realidad había venido al mundo en una localidad llamada “Edenech”. Ahí estaba ese nombre ignoto, escrito hacia 1930 en la libreta con la caligrafía empeñosa de algún empleado de la oficina de población de Bell Ville, en Córdoba, junto a la fotografía gastada de Mauricio con esos bigotazos y los ojos claros perforadores.

“Edenech” resultó ser Edinet, conocida en idish como Yedinetz, una pequeña ciudad en Moldavia, a pocos kilómetros de las fronteras con Rumania y con Ucrania, y que en algún momento había sido anexada a la gobernación de Besarabia, una parte del imperio ruso que hervía de actividad judía.

Así fue que, de repente, mis raíces dejaron de estar en el orgulloso gigante ruso y pasaron a ubicarse en un modesto país que, encima, es considerado el más pobre de Europa. Y, posiblemente la nación más desconocida del continente.

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Hasta ahora.

URSS y después. Con la invasión rusa de febrero y la guerra en Ucrania, el país quedó a tiro de las tropas de Moscú y pasó a ser noticia internacional. Como escribió un reportero del diario español La Vanguardia en una de estas ya obligatorias “crónicas moldavas”, publicada a principios de este mes, “Moldavia está en el ojo del huracán sin haber sido nunca un país de moda”.

Es que, después de décadas de ser parte de la Unión Soviética, los moldavos se sentían cómodamente lejos de los titulares de los diarios y relativamente a salvo gracias al enorme territorio ucraniano que actúa de colchón que los separa de Rusia, un país con el que ya tuvieron una guerra limitada, uno de los tantos conflictos “post-soviéticos” que vienen sacudiendo la región.

Era 1992 y la flamante independencia de Moldavia había sido recién reconocida oficialmente a nivel global con su ingreso a las Naciones Unidas cuando recrudecieron los choques entre separatistas pro-Moscú apoyados por el ejército ruso y el gobierno de Chisinau en la franja de Transnistria, un territorio de poco más de 4.100 kilómetros cuadrados en la frontera con Ucrania.

Después de algunos miles de muertos, incluyendo numerosos civiles, Transnistria se convirtió en la autónoma República Moldava del Dniester, formalmente parte de Moldavia pero, en los hechos, controlada por Rusia, que incluso mantiene allí un número no precisado de militares.

Desde entonces, la zona autónoma se convirtió en un continuo recordatorio del poder ruso para los moldavos y, hacia afuera del país, en un “simpático” enclave separatista visitado por turistas no convencionales que buscaban sacarse fotos en los puestos “fronterizos” y frente a las estatuas de Lenin que resisten el paso de la historia. 

De hecho, una de las pocas noticias globales que salieron de la zona en los últimos años fue la clasificación del equipo del Sheriff Tiraspol, de la “capital” transnistria, nada menos que a la fase de grupos de la Champions League del fútbol europeo en la temporada 2021/22, donde se llegó a dar el insólito lujo de vencer 2-1 al Real Madrid en setiembre del año pasado (las cosas volvieron a su cauce al mes siguiente, con un 3 a 0 de los españoles a domicilio).

Detalles. Esa anécdota del equipo de fútbol trajo consigo, para el que quisiera verlos, algunos pequeños detalles que ayudan a entender la letra más chica de los conflictos en la región. Para empezar, el club le debe su nombre a la empresa Sheriff, creada por ex agentes del espionaje soviético en un principio para dedicarse a temas de “seguridad” y que luego se expandió hasta convertirse en el conglomerado que prácticamente controla Transnitria, con negocios que van desde las estaciones de servicio a la construcción, pasando por los medios de comunicación y la distribución local de autos Mercedes Benz.

Por otro lado, a pesar de la amarga rivalidad entre el gobierno de Chisinau y las autoridades pro-rusas del enclave, el Sheriff Tiraspol no juega en una posible “liga transnitria” sino en la primera división del fútbol moldavo.

Esta zona del mundo a veces funciona como un Jerusalén gigante, donde poblaciones de distintos orígenes étnicos se ven obligados a convivir -con periódicas explosiones de violencia- bajo el peso asfixiante de siglos y siglos de historia y enfrentamientos.

Y ese es el escenario, hecho de fútbol, empresas corruptas, enclaves autónomos, gente que se pelea porque unos hablan ruso y otros rumano y tienen cuentas que saldar desde el 1800 o el 1700, o vaya a saber uno cuándo, que se reactivó en estas semanas, en especial desde que, a fines de abril, se escucharon unas misteriosas explosiones en Transnitria.

Nunca se supo realmente cómo y por qué ocurrieron, pero muchos temen que las explosiones puedan servir de excusa a las fuerzas rusas en Ucrania para avanzar, en algún momento, sobre Transnitria y, luego, sobre Moldavia.

Refugiados. Entretanto, Moldavia es uno de los principales países receptores de los hasta ahora casi seis millones de ucranianos desplazados por la guerra. Según los últimos datos de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), más de 458.000 personas se encuentran actualmente en centros civiles o viviendas particulares en Chisinau, o en carpas en campos de albergue provisional como el de la localidad de Palanca, muy cerca de la frontera con Ucrania.

Como dice la propia ONU en las páginas de su website dedicadas a la crisis de los desplazados ucranianos, Moldavia es “un país pequeño con un gran corazón”.

Algo de eso hay en mi especial atención por lo que pasa en el país y, en particular, por cómo afecta la situación a los amigos que dejé allá después de un viaje del 2016 con el que traté de emular -con éxito desparejo- al escritor estadounidense Jonathan Safran Foer, quien basó su primera novela, “Everything Is Illuminated”, del 2002, en su expedición “en busca de las raíces” a Polonia y Ucrania.

No voy a mentir: el libro no lo leí, pero sí vi la película que, basada en la novela, dirigió q con la actuación de Elijah Wood y Eugene Hütz, el cantante de los Gogol Bordello, desde entonces una de mis bandas favoritas. (Schreiber, vale la pena contarlo, y ahí están las fotos en su cuenta de Instagram para probarlo, estuvo hasta hace poco en el oeste de Ucrania cocinando litros y litros de borsch para los refugiados de un campo de albergue temporal).

Nazismo. Al parecer, aquellas incursiones sobre Europa del este como las de Safran Foer son, o fueron, una moda entre judíos estadounidenses medianamente jóvenes que viajan a la zona para encontrar los restos de sus orígenes que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. La película, muy bella por cierto, logra capturar ese extraño amor-odio por una sociedad donde los judíos prosperaban y creaban riqueza y cultura para después, periódicamente, ser masacrados por nazis, cosacos o fascistas domésticos.

En el caso de Edinet, un despacho de un reportero de la Jewish Telegraphic Agency (JTA) informaba el 18 de agosto de 1944, después de la liberación, que en la localidad quedaban apenas ciento treinta judíos.

“Yedinetz, alguna vez una de las ciudades más bellas de Moldavia con una gran población judía antes de la guerra, ahora no tiene más de 130 judíos. El resto ha sido masacrado por los alemanes o ha muerto en campos de concentración”, señalaba el cable de la agencia estadounidense.

“El corresponsal de la JTA, a su llegada aquí hoy -sigue la historia-, habló con los judíos sobrevivientes así como con la población no judía. Informan que cuando los alemanes entraron en la ciudad, inmediatamente emitieron una orden para que todos los judíos se presentaran en el cuartel militar. Allí los judíos fueron registrados y despachados en camiones. Los soldados alemanes fueron al mismo tiempo a sus viviendas llevándose todo lo que encontraron en ropa y en utensilios, dejando únicamente los muebles”.

No puedo dejar de pensar que muchos de esos judíos que fueron “despachados en camiones” desde Edinet hacia los centros de exterminio o los bosques de los alrededores para ser fusilados eran parientes de mi abuelo. Mauricio llegó a la Argentina posiblemente con el apellido cambiado (no hay ningún “Raimon” en los archivos de Edinet o de los campos de exterminio rescatados por museos del Holocausto como el de Washington DC o el Yad Vashem de Jerusalén, aunque aparecen algunos “Rajman” o similares) y dejó literalmente atrás su pasado, del que supimos muy, muy poco.

Una página de esa tragedia la pude observar en el cementerio de Edinet, adonde me llevó mi “fixer”, Alexandra Samcov, una joven moldava que habla su rumano natal, perfecto ruso y un excelente inglés. En el lugar, en una colina adonde el viento frío pegaba particularmente fuerte y la luz de la media mañana no se decidía a ser brillante o gris, un ruso alto, de pocos dientes, cuidaba el ingreso y las tumbas.

Contento después de recibir mi propina de unos euros para comprarse cigarrillos, el hombre me compartió un relato con la traducción simultánea de Alex del ruso al inglés, como para darle un toque de emoción cinematográfica. “¿Ves ahí? ¿ese memorial?”, me preguntó mientras apuntaba a un pequeño monumento al ras del piso. “Hasta ahí trajeron a un gran grupo de judíos de Edinet para fusilarlos”, siguió el cuidador, quien me aseguró que todo esto lo había escuchado de su padre, que lo había visto con sus propios ojos.

Después de ametrallar a esos primeros desgraciados, los nazis y sus colaboradores llevaron al lugar a otro contingente de judíos para que cavaran una fosa común. Una vez que la completaron, les dispararon también a ellos y los arrojaron al mismo pozo en la tierra.

Con Alex recorrí otros lugares de Edinet, conocí allí a su familia, al alcalde y a unos viejos judíos que hablaban ruso. Antes la había acompañado en el estreno de su licencia de conducir en el viaje en automóvil desde Chisinau y a una fiesta en un local muy hip de la capital con música balcánica y mucho Jägermeister con rodajas de naranja, que -me sorprendió descubrir- es una bebida más popular entre los jóvenes que el vodka, al menos en esa época.  

Después de la invasión. Hablando a través de la aplicación Telegram en estos días, Alexandra, que tiene su pequeña empresa de asistencia a startups internacionales, me puso al día sobre el estado de las cosas en Moldavia. Como era de esperarse, comenzó diciendo: “amo a mi país y no me veo dejándolo”.

Le pido que me resuma cómo es la vida cotidiana en Chisinau en estos días, para que se entienda mejor cómo afecta a los moldavos la crisis en Ucrania, y me cuenta que no tiene miedo, aunque confiesa que, “al principio estaba preocupada”.

Justo había terminado de comprar su nuevo departamento en febrero y estaba “lista para desempacar las cajas cuando llegaron los primeros refugiados que estoy alojando en mi casa”, sigue en los mensajes electrónicos. Entre el 24 de febrero, cuando comenzó la invasión, y fines de marzo, recuenta, “tuve veintitrés desplazados ucranianos en mi departamento, incluyendo varios niños, y también algunas mascotas”.

“Desde entonces sigo ayudando a refugiados” que llegaron hasta Moldavia, “pero no, no le tengo miedo a los próximos movimientos de los rusos”, promete. “Mi día a día sigue siendo muy ocupado con mi empresa y mis estudios de psicología, así que no tengo mucho tiempo para preocuparme”.

Eso sí, Alexandra, que tiene 33 años, reconoce que “lo que cambió es que estoy en contacto constante con muchos refugiados, ayudándolos a acomodarse en Moldavia, y eso a veces puede ser estresante”.

Dumitru Colesnivoc tiene 31 y es músico. Estudió biología, pero terminó armando su propia pequeña empresa de venta de repuestos para depósitos de refrigeración industrial. En general coincide con Alex y asegura que “la vida en Moldavia no cambió mucho” desde que comenzó la guerra de al lado.

“En cierto sentido -describe-, la cuestión de Moldavia y los rusos es como la de Japón y los volcanes: están preparados para las erupciones pero viven sus vidas cada día” de la manera más normal posible.

Las chances de que su país vuelva a estar bajo el control de Moscú existen, dice el músico, “pero son realmente muy bajas”, afirma. “Por lo que puedo saber a través de los medios rusos independientes -me cuenta-, sus ambiciones no se corresponden con su poder y posibilidades reales”.

Análisis. Por si el lector o la lectora no se dieron cuenta hasta ahora, en esa parte del mundo la gente prefiere Telegram (una compañía creada por un par de hermanos emprendedores rusos) antes que WhatsApp. Y es por ahí donde conversé con el interesante analista Valeriu Pasa, quien forma parte de la organización WatchDog.md y apunta que Rusia, tal como hace con Ucrania, “intenta mostrar a Moldavia como un país que no respeta a las minorías, en especial a los ruso-parlantes”.

“Eso no es verdad, Moldavia es un país pacífico”, remarca. Y cuando le pregunto qué puede pasar si las tropas de Moscú logran establecer un mayor control efectivo en el terreno en Ucrania, responde: “lo que definitivamente sabemos es que de manera militar, pero más posiblemente no militar, a través de chantaje y presión, Rusia tratará de empujar un cambio de gobierno en Chisinau y reemplazarlo por un títere en sus manos, de convertir a Moldavia en lo que se conoce como ‘países con soberanía limitada’, algo similar a lo que ocurre en Bielorrusia”.

En cuanto a la rutina cotidiana, Pasa dice que “la vida de todos los días cambió” en Moldavia, donde “la gente siente la presión de los precios que suben y de las dificultades en la logística para que lleguen mercancías al país”.

“Pero lo más importante es la incertidumbre -subraya-. En estos tiempos la gente no invierte, no gasta su dinero, porque no están seguros de lo que pueda pasar, de aquí a un año, o de aquí a un mes, en Moldavia”.

En todo caso, guerra o no guerra, con Putin más lejos o más cerca, el show debe continuar. Y así lo deja en claro Dumitru, quien en medio de sus inteligentes comentarios sobre la situación geopolítica se tira un lance. “¿Quizás me podrías ayudar compartiendo mis canciones en YouTube?”.

Colesnicov hace una especie de mix entre jazz-rock y grunge, con temas en inglés y en ruso, que realmente vale la pena escuchar. Está en el canal Dim The Light y su más reciente aporte es la canción “Eu vreu o femeie” (“Quiero una mujer”, en rumano), una posible banda de sonido para escuchar mientras se lee en algún diario la próxima “crónica moldava” desde el más nuevo país famoso de Europa.

 *Ex corresponsal en Washington, periodista freelance que escribe sobre temas de Estados Unidos, Medio Oriente y tendencias.