OPINIóN
lucha armada - segunda nota

No matarás: los radicales y el “mandato sacrificial”

Honrar a los caídos por la causa y llegado el caso dar la vida siguiendo su ejemplo, marca los orígenes del radicalismo y puede rastrearse hasta los Montoneros.

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Revolución del parque. Los boinas blancas disparan desde los balcones cercanos a la plaza Lavalle. Hubo al menos 150 muertos, que la UCR siempre honró. | cedoc

El sábado 26 de julio, a las tres de la mañana, llega Alem al Parque de Artillería (ubicado frente a plaza Lavalle) y penetra en su interior sin inconvenientes. Aristóbulo del Valle, Lucio V. López e Hipólito Yrigoyen salen para Palermo, donde sublevan a cadetes del Colegio Militar y al Regimiento 19 de Artillería. La primera escaramuza se produce en Corrientes y Paraná, donde los cívicos balearon un tranvía cargado de vigilantes. A las diez de la mañana el fuego se había generalizado en los alrededores del parque. Levalle avanzaba por la calle Charcas para penetrar en la Plaza Libertad, cuando se hizo presente en el teatro de operaciones el propio Carlos Pellegrini, montado en un brioso caballo. El combate fue sin tregua, y pronto quedaron la Plaza Libertad y algunas calles adyacentes llenas de muertos y heridos. Los hombres y caballos muertos cubrían principalmente la cuadra del mercado que queda sobre Charcas. 

Los radicales se habían instalado en algunos balcones y azoteas, desde donde hacían fuego contra las fuerzas oficiales. En uno de esos cantones aparecen figuras descollantes de la Juventud Radical de aquellas horas: Marcelo T. de Alvear, José Luis Cantilo, Hipólito Yrigoyen, Roberto Payró. 

De pronto los revolucionarios se dieron cuenta de que estaban haciendo fuego contra sus propios correligionarios. Dijo Alvear: “Necesitaríamos un distintivo que nos caracterice como revolucionarios”. El escritor Roberto Payró respondió: “Yo iré en busca de ese distintivo”. Desafiando el peligro de las balas, Payró se dirigió a la calle Corrientes. De repente, se detuvo frente a la fábrica de sombreros de su amigo Arrayúa y le explicó que buscaba un distintivo para los radicales. Alguna cinta de color fuerte para colocarse como divisa en el sombrero. Contestóle el vasco: “Tengo un lote de boinas blancas que ningún lechero ha querido comprarme. Lléveselas”. 

“¿Cuánto valen?”. “Nada. ¡Yo también soy radical!”.

Insurgencia. El relato, extraído del libro Sangre y ajedrez en el parque, de Juan Sebastián Morgado, pertenece al episodio conocido como la Revolución del Parque, protagonizado por la Unión Cívica, el 26 de julio de 1890, que, aunque fue derrotada, igual produjo la renuncia de presidente Juárez Celman. Las fuerzas rebeldes sumaban alrededor de 1.300 soldados y 2.500 milicianos civiles. Los registros de la época hablan de 150 muertos y centenares de heridos.

¿Por qué si mi primera nota se refiere a la violencia en los 70, estoy hablando aquí de la Revolución del Parque? Primero porque este hecho marca el inicio del nuevo siglo, que después de varios conatos más desembocará en la ley Sáenz Peña de sufragio universal. Segundo, para señalar que el radicalismo tuvo sus orígenes de sangre y fuego y sus mártires fueron reivindicados durante muchos años. Y en esta reivindicación de los mártires hay un lazo cultural con los años 70, el “mandato sacrificial”. 

La insurgencia, el derecho a la rebelión o derecho a la resistencia, el magnicidio son parte de la historia de la humanidad. Incluso Santo Tomás de Aquino, en su obra Magister sententarium, afirma que “aquel que mate un tirano en orden para liberar a su país será alabado y recompensado” y “el tiranicidio es un acto legal y honorable bajo ciertas circunstancias”.

Contrariamente a lo que sugiere el título, no pongo en discusión el uso de la violencia, que en muchos casos se plantea como inevitable ante situaciones de opresión. La intención de estas notas es poner en debate el contexto, la oportunidad, los límites y el costo-beneficio del uso de la violencia.

El mandato sacrificial. Dice el historiador Francisco J. Reyes: “Devenido en bandera identitaria, el acontecimiento mítico-fundacional será progresivamente exaltado por las mismas conmemoraciones, entendido como condensación de un conjunto de valores, lo cual iba de la mano de la sacralización de los combatientes caídos, los ‘mártires de la causa’. Éstos eran presentados como un modelo a seguir por parte de los ciudadanos-soldados de la UCR, quienes debían guardar su memoria y estar siempre dispuestos a dar la vida por la Patria. Consecuentemente, el seguimiento de dicho mandato sacrificial se consideraba un deber moral del militante radical, en tanto la obra de ‘regeneración’ no estaba aún concluida. Así, para el miembro del Comité Nacional Ángel Ferreyra Cortés: ‘Los muertos no hablan para agradecer o reprochar, pero tienen un poder inmenso sobre la conciencia de los vivos’. El ejemplo de Atilio Palma es elocuente: este estudiante del Colegio Nacional de Buenos Aires se hacía cargo, en la conmemoración de 1894, del mandato sacrificial propuesto por el radicalismo, al expresar en el discurso en nombre de sus compañeros: ‘Que la juventud argentina se inspire en estos grandes modelos, para saber llegar hasta el sacrificio cuando lo exija la Patria (…) morir como sus mártires inmolados al bien de sus libertades’. Marcelo de Alvear, en 1895 en la Recoleta, afirmará: ‘No basta con cubrir de flores las tumbas de los mártires. Es necesario además sentir sus anhelos, proseguir y terminar la jornada en que cayeron’”.

Montoneros. Aunque muy pocos militantes setentistas conocieron este relato de la historia del radicalismo, me atrevo a arriesgar que el “mandato sacrificial” fue la causa de gran parte de las muertes posteriores al 24 de marzo de 1976. 

Cuando describimos el contexto represivo del terrorismo de Estado instaurado por los militares, la reiterada pregunta es: ¿por qué se quedaron dentro de la organización y dentro del país? 

La terrible maquinaria represiva clandestina montada por la dictadura seguía el procedimiento que los franceses habían aplicado en Argelia: captura-tortura-información-nueva captura. Con este mecanismo, repetido infinidad de veces, se avanzaba muy rápidamente hacia los niveles más altos de la organización.

En 1976 son secuestrados y desaparecidos 3.800 militantes. En lo que parece una muestra de siniestra burocracia represiva, se repite el número de 300 a 350 secuestros mensuales y si se los mira por día, son de diez a quince.   

Rodolfo Walsh, en su informe de inteligencia del 05-01-77, dice: “En el último trimestre de 1976 el número de muertos osciló de 200 a 300”. Y disintiendo con el clima triunfalista de la Conducción Nacional, afirmaba: “Tras el aniquilamiento de la conducción del ERP en julio, el enemigo se concentró en Montoneros. El enemigo se apresta en 1977 a pasar a la fase 4, que denomina de exterminio”.

Contexto. Lejos de los pronósticos que hicieron las conducciones del ERP y Montoneros, el golpe militar no motivó la reacción popular que llevaría a una guerra civil, con miles de trabajadores sumándose a la lucha armada. Fue justamente lo contrario, un retraimiento de la lucha y el aislamiento cada vez mayor de los grupos guerrilleros. El ERP había sido casi desmantelado en diciembre del 75 en el ataque a Monte Chingolo y en julio caían combatiendo Santucho y el resto de su conducción.  Montoneros mantenía su organización más preservada, pero antes de finalizar el 76 ya habían caído conducciones regionales completas, y los “combates” eran casi exclusivamente defensivos, es decir militantes que resistían a balazos los allanamientos y detenciones.  

A los pocos meses del golpe, los militantes, sin tener claro todavía el procedimiento, veían que las “caídas” pasaban de semanales a diarias. Que ir a “cubrir las citas” era sinónimo de captura. Que se universalizaba el uso de la pastilla de cianuro. Que ante cada caída había que “levantar casas” y quedar literalmente a la intemperie, durmiendo en colectivos u hoteles alojamiento. Walsh advertía que mantener las estructuras organizativas solo servía para que cayeran en efecto dominó. Los militantes lo percibían, algunos se “desenganchaban”, pero la mayoría permanecía casi a la espera de que le llegase el momento de caer. Ese era el contexto. 

Derrota. Pero, ¿que los ataba a permanecer en un clima de absoluta derrota dentro de la organización? Sin duda la razón principal era el “mandato sacrificial”. Si en un grupo de cinco caía uno, los cuatro restantes quedaban unidos por la sangre del que había caído. Luego quedaban tres y así sucesivamente.  

Jorge Rulli cuenta un caso: “En Mar del Plata un día encontré a Juan Jacinto Burgos, que era un alto dirigente montonero de la Patagonia. Era un gran tipo. Le pregunté: ‘Si pensás así, ¿por qué no te apartás de la Orga?’. Me dijo: ‘Porque no puedo, son tantos los compañeros muertos que no puedo. No creo en nada, no creo en la conducción, son unos hijos de puta. Pero qué querés que haga, yo ya estoy jugado, no puedo abandonar’. No lo pude convencer y nunca más lo vi, lo mataron al poco tiempo. Muy penoso, porque estaba tan solo atado a sus muertos. Creo que la conducción de Montoneros utilizó también esos sentimientos como una extorsión moral de los combatientes”. 

Ese “mandato” se sintió mucho en los militantes exiliados que volvieron en las “contraofensivas”. En su libro El tren de la victoria, Cristina Zuker recoge varios testimonios. “Fito” dice: “No vinimos engañados... todos participamos del voluntarismo. Se trataba de agarrar la bandera y seguir hasta las últimas consecuencias para que el sacrificio de los compañeros no quedara trunco. En la decisión de volver el peso estuvo puesto en esos compañeros”. El relato de “Fito” sigue: “A los dos meses deserté y volví a Madrid por mi cuenta. A un año del Mundial, en medio del juvenil de Japón, con Maradona jugando, este país estaba de fiesta futbolera. Por primera vez me sentí un terrorista, alguien que venía a producir hechos de terror para demostrar que todavía estábamos, pero sin ninguna trascendencia política, y además aislados totalmente”.

En coincidencia con el pensamiento de Rulli, Cristina Zuker señala que uno de los reclutadores de la contraofensiva, “Alcides” (que sobrevivió y vive en Córdoba), era especialista en eso de “tirar con los muertos” para hostigar moralmente; sus latiguillos habituales eran: “Vos tenés tus muertos, tu historia. Si no vas sos un cagón”; “peor que vos están los presos y los desaparecidos, y este es un sacrificio que debemos hacer por ellos”. 

No todos estuvieron de acuerdo con la invitación de Perdía en Madrid de “subirse al tren de la victoria”. Y rompieron públicamente con Montoneros. Primero fue el grupo de Galimberti, Juan Gelman y otros, y un año después el grupo de Bonasso y Jaime Dri.  

Como dijo en 1895 el miembro del Comité Nacional radical Ángel Ferreyra Cortés, “los muertos no hablan para agradecer o reprochar, pero tienen un poder inmenso sobre la conciencia de los vivos”. Por cierto, “tienen un inmenso poder”. 

Otro de los testimonios del libro de Zuker es el de Eduardo Gluj, que explica por qué decide no sumarse a la “contraofensiva”: “El sacrificio, aunque implicara tu vida, era en nombre de los compañeros caídos. Pero ellos no te llevaban a una inmolación”.  

Una buena pregunta para la época sería: ¿querrán mis amigos muertos que yo vaya tras ellos?

*Autor de Salvados por Francisco y La lealtad. Los montoneros que se quedaron con Perón.