Miles de cubanos salieron a las calles estos días para protestar por la escasez de alimentos y medicinas; fue la mayor muestra de disenso que se ha visto en el país en décadas. Y los cubanos no están solos: en toda América Latina, hay un agravamiento de crisis sociales, políticas y económicas, con graves consecuencias. La Unión Europea debe empezar a prestar atención.
En toda la región, y desde hace tiempo, se viene dando un proceso de debilitamiento económico y ascenso del populismo. Pero la crisis del covid ha hundido a América Latina en la peor recesión económica del siglo. La pandemia ha diezmado la clase media y aumentado, en consecuencia, la desigualdad en una región que ya encabezaba la desigualdad del mundo: un tercio de los latinoamericanos ha pasado a vivir en la pobreza extrema (con 1,90 dólares o menos al día, según la definición del Banco Mundial).
Puede parecer inapropiado, incluso falto de rigor, hablar de América Latina como una realidad uniforme, dada la enorme diversidad socioeconómica de la región. Pero destacan las coincidencias en términos de los desafíos que enfrentan.
De Chile y Ecuador a Venezuela y Perú, el gran reto se centra en las identidades nacionales. En un contexto de corrupción generalizada y captura del Estado, los latinoamericanos desconfían de sus instituciones, tendencia que ha contribuido al derrumbe de los partidos políticos tradicionales y a una oleada de candidatos extrasistema populistas. Abundan el desencanto y el retroceso democrático.
Para revertir estas tendencias, la región necesita cambios estructurales profundos. Y la comunidad internacional (sobre todo Estados Unidos y la UE) tiene que ayudar.
Durante la Guerra Fría, América Latina fue a menudo calificada de mero peón en el tablero de ajedrez geopolítico global. Y en gran medida todavía sucede, aunque ahora es China y no la Unión Soviética la que compite con Estados Unidos por ejercer influencia. De hecho, durante los últimos años, China ha incrementado en detrimento de Estados Unidos su participación en el comercio de la región, y va camino de convertirse en el principal socio comercial de América Latina en 2035.
Sin perjuicio de esta situación de objetivación por las grandes potencias, América Latina ha destacado como influyente actor global por derecho propio. La región, que envió casi la mitad de las delegaciones presentes en la Conferencia de Bretton Woods (1944), tuvo un importante papel en la definición de las bases del orden mundial liberal.
Más recientemente, América Latina ha sido fuerza impulsora para la adopción de acuerdos internacionales históricos, que van de la Agenda de Desarrollo Sostenible 2030 al Acuerdo de París sobre el clima. Y la región alberga muchas economías aclamadas hasta hace poco por su potencial de crecimiento.
Estas constataciones interpelan a la comunidad internacional, y en particular las democracias occidentales ricas, a aunar esfuerzos para contribuir a que la región supere la andanada de desafíos a los que se enfrenta. Pero no lo han hecho; y el descuido de Occidente resulta evidente en el caso de la UE.
La política del bloque europeo hacia América Latina ha sido básicamente un remiendo en su proyección exterior. Hubo que esperar al ingreso de España y Portugal en 1986 para que surgiera algo parecido a una política regional definida. Pero 35 años después, esa política sigue siendo embrionaria. La Comisión Europea proclama orgullosa que la UE es el principal socio de América Latina para el desarrollo. Pero esta afirmación tiene más de declarativo que otra cosa.
Piénsese en la suerte que ha corrido el acuerdo de libre comercio entre la UE y el Mercosur (el bloque formado por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay). El pacto, firmado en 2019 como parte de un Acuerdo de Asociación más amplio entre las dos regiones, alentó en su momento grandes esperanzas. Se esperaba una reducción de más del 90% de las barreras arancelarias en el transcurso de una década.
Lo triste es que, hasta hoy, no se ha ratificado: está suspendido por cuestiones ambientales (en particular, la destrucción de la Amazonia en Brasil). La política comercial de la UE ha incorporado estrictas normas ambientales y laborales que, sumadas a la nueva estrategia del bloque para financiar la transición a una economía sostenible, implican que es difícil que el pacto se materialice si no se le agregan nuevas cláusulas y condiciones.
Es verdad que hay un buen motivo para ello: una gestión razonable de los recursos naturales es esencial para la prosperidad a largo plazo. Pero Europa no puede darse el lujo de ignorar la importancia estratégica de América Latina, o dar por sentado el interés del Mercosur en el acuerdo, cuya negociación demandó veinte años; sobre todo en vista del esfuerzo que está haciendo China para consolidar su presencia en la región. Al fin y al cabo, China no dejará que cuestiones ambientales la detengan.
El último informe de Conclusiones del Consejo de la UE da cuenta de la necesidad de que Europa refuerce su vinculación con el mundo. El documento lleva por título Una Europa conectada a escala mundial e “invita” a la Comisión y al Alto Representante para asuntos exteriores y política de seguridad, Josep Borrell, a “definir y ejecutar un conjunto de proyectos y acciones de gran impacto y proyección pública a escala mundial”. Pero, aunque se hace mención explícita de varios países asiáticos, América Latina sólo aparece como de forma marginal.
Las Conclusiones tampoco hacen mención de China. Pero no es por descuido, ya que hacerle contrapeso a China es la principal motivación de las recomendaciones del documento. Lo mismo puede decirse de la Estrategia de la UE para la Cooperación en la Región Indopacífica, que también evita hacer mención explícita de China aunque su presencia impregne todo el documento. Escrito entre líneas.
*Ex canciller española. Profesora invitada en la Georgetown University.