OPINIóN
25 de mayo

Diario de la peste: el virus original

Miguel Roig mantiene un registro de la cuarentena desde la capital de España.

Madrid en cuarentena
Madrid en cuarentena. | AFP

Cuestiones prácticas de la primera fase de desescalada que empieza hoy. Escucho con atención la logística de un amigo que vive en Cataluña. En la semana visitará a otro amigo en común, el cual vive al pie de la montaña y su casa tiene un amplio porche con vistas al parque. Idílico. Piensa llevar una pizza y no contempla entrar a la casa. Discuto con mi novia. Me habla de la posibilidad de visitar a una amiga y le pregunto si está segura, me responde que alguna vez habrá que salir y que no podemos estar así toda la vida. Otro amigo, pintor, me dice que está yendo a su taller y que me acerque cualquier tarde de estas. Aduzco, de momento, atraso en el trabajo, pero que voy ni bien pueda.

Mi sobrino, en París, hoy empieza el colegio; está en cuarto grado. No son más de quince alumnos por clase. Anoche al conversar con él no conseguí vislumbrar demasiado entusiasmo en el regreso. Alguien, en su cuenta de Twitter, colgó un hilo de fotografías de distintas aulas de niños en clase y, si las miran, se comprenden las dudas de mi sobrino con solo ver el rostro de los chicos, uno a un metro o más del otro; algunos, incluso, con la distancia reforzada a través de un metacrilato transparente a modo de escudo, rodeando el pupitre. Además, en el caso de Francia, hay otra cuestión que, afortunadamente, el niño ignora: el ministro de Educación ha dicho que la decisión de abrir las escuelas es política y no científica.

Los políticos han pasado de ser figuras decorativas de la gobernanza global económica a portavoces de los científicos para, de momento, en su desplazamiento, detenerse en un pragmatismo que no es malthusiano, es solo la demostración del principio de Peter: todo empleado asciende hasta alcanzar su propio nivel de incompetencia.

En un libro luminoso, la escritora Yasmina Reza cuenta su experiencia acompañando al entonces candidato presidencial Nicolas Sarkozy en la campaña electoral que lo llevó al Eliseo. En una charla íntima, cuando ya Sarkozy se permite la distención cómplice, le confiesa que no hay que confundir ambición y deseo. «Mira, lo tengo todo para estar contento», confiesa Sarkozy a Reza, «soñaba con tener un partido y lo tengo, soñaba con ocupar los más bonitos cargos ministeriales y los he tenido, soñaba con estar aquí y ya estoy. Pero no tengo emoción. Es rudísimo. Ya estamos en la presidencia. Ya no estoy antes».

¿Podemos pensar que a Donald Trump le asiste, además de la incompetencia, la inercia de quien está sentado en la última silla posible en el imaginario del poder humano? ¿Tal vez Boris Johnson comprendió aquello de que con sangre la letra entra cuando ingresó afectado por el coronavirus, grave, a una unidad de terapia intensiva? Sin duda es la incompetencia –y ya se verá hasta donde llega en víctimas–, el criterio del gobierno sueco para no tomar medidas drásticas ante la Covid–19. No solo es el país escandinavo con más muertes, sino que ya, una responsable de epidemiología y enfermedades infecciosas, ha declarado que la estrategia ha sido un error. Nada indica que las cosas en Suecia vayan a cambiar de rumbo. Noruega, Finlandia y Dinamarca han comenzado a levantar las restricciones de forma progresiva, pero sin contemplar el ingreso de ciudadanos suecos a sus países.

Ayer, John Gray, el filósofo y polítólogo de la London School of Economics, en un largo artículo publicado en España, llenó de pesimismo el domingo dejando solo abierto el optimismo de la voluntad. «La vieja vida de relaciones despreocupadas entre las personas se desvanecerá rápidamente de la memoria», escribe Gray, quien no duda en rotular la pandemia como una especie de apocalipsis soft, en el que la automatización y la inteligencia artificial seguirán devorando puestos de trabajo. Lejos de ver los utópicos sueños que inflaman los eslóganes de los gobiernos del tipo «esta crisis nos hará más fuertes», opina que todo esto acelerará el proceso en marcha desde hace un par de décadas erosionando aún más los restos de vida burguesa. Me recordó a aquella señora de Abaddon el exterminador que dice: «Si viene el comunismo yo me voy a la estancia». Los que tengan una, que vayan pensando en instalarse allí.

Hoy, Victor Lapuente, un politólogo español que investiga en la Universidad de Gotemburgo, en su columna de El País, [7] recuerda un experimento que el neurocientífico Sam Harris realizó hace unos años. Harris preguntaba en su investigación que haríamos si el médico nos comunica que padecemos un virus mortal, que mata a todos los infectados y que actúa de manera repentina mediante una afección cardiorrespiratoria repentina, camuflado bajo un cáncer lento, o de cualquier manera caprichosa. Si esto nos pasara a cualquiera de nosotros, seguro que nos replanteamos la vida. Eso es lo que tendríamos que hacer ya mismo. Porque lo que Harris proponía no es otra cosa que lo que en realidad nos ocurre: nacemos para morir y todos estamos sujetos a esa condena. Más que a la del pecado original como dice el catolicismo, a la del virus original. Con o sin Covid–19, hoy empieza el resto de nuestras vidas.