OPINIóN
Análisis

Hijas e hijos: las otras víctimas de la violencia de género y del femicidio

Detrás del sufrimiento de una mujer víctima de la violencia de género hay una cadena de sufrimientos asociados.

Violencia de género masculina 20200921
Violencia de género contra el hombre | Agencia Shutterstock

La ley 27.452 establece que los hijos y las hijas de mujeres víctimas de femicidio o de homicidio en contexto de violencia intrafamiliar y/o de género, deben recibir protección para poder crecer en un ambiente sano y libre de violencias. Por ese motivo tienen derecho a percibir una reparación económica mensual, y así acceder a una cobertura integral de salud y acompañamiento de manera integral durante su crianza.

Precisamente esta ley viene a intentar zurcir las fallas de otras leyes que no operaron eficazmente para que el daño no sea causado. Para vivir en la cultura es necesario que se acote la violencia personal en pos de la armonía comunitaria. Sigmund Freud desarrolla en su libro El malestar en la cultura la idea de que el ser humano debió de ceder algo de sus pulsiones singulares para ganar seguridad social. Desde entonces no hay lugar para ciertas acciones, determinadas como prohibidas, y que de suceder deberían ser punible. La violencia, legítima en otros tiempo, sufrió el acote impuesto por las leyes sociales. Aunque en algunos lugares del mundo siguen siendo válidas ciertas prácticas violentas amparadas por ideologías y religiones.

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El hombre que es violento no solo daña a la mujer sino que también deja marcas imborrables en el contexto familiar y en el campo social. Detrás del sufrimiento de una mujer víctima de la violencia de género hay una cadena de sufrimientos asociados. Es el efecto dominó, donde la primera y principal víctima es la mujer maltratada y luego, detrás, van cayendo las hijas, los hijos, la familia cercana, que sufren los daños colaterales. No es sin consecuencia vivir en un contexto violento y aunque sólo sea maltratada físicamente la mujer, quienes habitan el hogar también padecen los daños psicológicos y emocionales concomitantes. Y si bien la ley 27.452 contempla una protección para las víctimas, a su vez desnuda la ausencia de amparos eficaces que evitarían la recurrencia de actos violentos que en algunos casos concluyen con el femicidio.

El hombre que es violento no solo daña a la mujer sino que también deja marcas imborrables en el contexto familiar y en el campo social.

La violencia de género tiene su circuito, ya estudiado y sabido, que se inicia en actos violentos (físicos y / o psicológicos) del hombre dirigidos hacia la mujer, seguidos de un pedido de perdón y la consecuente aceptación (por miedo, por vulnerabilidad emocional) de la mujer. Luego llega el tiempo de la mal llamada “luna de miel”, que no es más que el sostenimiento de una nueva normalidad que pronto se ve conmovida por el retorno de la violencia cuando el macho en cuestión pierde el control de la mujer o decodifica, desde sus patrones mentales, un acto, una palabra o un gesto, como algo en su contra y como peligro de perder la vigilancia sobre su mujer. Circuito que puede reiniciarse muchas veces, cada vez con mayor escalada de violencia, hasta llegar al femicidio como recurso final, para ejercer el mayor de los controles posibles: la muerte.

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Pero en esos circuitos de violencias, alrededor, detrás, están las hijas y los hijos que sufren las consecuencias de esa violencia machista, algunas veces físicas, siempre psicológicas y emocionales, criaturas que irán creciendo con esas huellas metales marcadas a fuego, a golpes, a gritos. Y en ese crecer, según sea el caso, cada singularidad, sea una niña o un niño, tal vez se identifique al agresor o a la víctima, y de este modo tendremos a futuro quien reproduzca la violencia del hombre o quien busque una pareja que la agreda como fue agredida la madre. Pero si en el camino del vivir esas criaturas pueden ir elaborando lo sufrido, sanándolo un poco, comprendiendo en qué contexto se creció, estarán quienes podrán cortar ese circuito violento para estar en paz, para tener una vida emocional lo más sana posible. 

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Las leyes, el Estado, la sociedad, pueden contribuir para acompañar a las víctimas, pero el ideal es que se pueda desarticular la violencia, llegar a tiempo para que no debamos lamentar otra muerte y que ni una menos sea eso, un límite, una basta de maltratos y femicidios, un verdadero nunca más. Cada femicidio es la prueba de que se llega tarde, de que no operan como deben operar los aparatos estatales y judiciales que tienen que detener a tiempo a los violentos. Estamos en una sociedad que sigue alimentando desigualdades de género y que si bien hoy, gracias a la lucha de las mujeres, son más visibles los mecanismos ideológicos de producción de la violencia, todavía queda un largo camino por recorrer. Mientras se sigue luchando para desarmar los machismos y las toxicidades del patriarcado, es urgente cuidar a las víctimas, a los hijos e hijas de los femicidas, para que no se sigan multiplicando los efectos de la violencia, para desarmar las posibles identificaciones al agresor o a la agredida.