OPINIóN
Samuel Glusberg

Palabras cruzadas

En Cartas sobre la mesa. Correspondencias editoriales en la Argentina moderna (1900-1935), publicado por Eudeba, Ana Mosqueda redescubre el luminoso epistolario del editor Samuel Glusberg –trenzó vínculo con los intelectuales más destacados de su época–, testimonio inmejorable para la preservación de la memoria y para calibrar nuestra formación identitaria.

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Samuel Glusberg. | PABLO TEMES

El editor Samuel Glusberg guardaba las cartas y los textos autógrafos que recibía de los escritores con el mismo cuidado que otros hombres dedicaban a “los papeles que se cotizan en bolsa”, según escribió en Gajes del oficio, un libro de notas y recuerdos. El valor de esos materiales, hoy reunidos en un fondo del Centro de Documentación e Investigación de Culturas de Izquierda (Cedinci), puede ser apreciado en Cartas sobre la mesa. Correspondencias editoriales en la Argentina moderna (1900-1935), un ensayo de Ana Mosqueda que redescubre no solo aquellos papeles sino un género tan poco estudiado en Argentina como el de las cartas de editores.

Glusberg (1898-1987) nació en la actual Moldavia, y en 1904 llegó a Buenos Aires junto a sus hermanos. Editor de las revistas Babel (1921-1929), La Vida Literaria (1929-1931) y Trapalanda (1932-1935), también creyó que “un solo lector puede valer por mil”, y ese principio definió el perfil de un editor que, destaca Mosqueda, privilegió los lazos sociales por encima de los comerciales y la difusión de ideas antes que la rentabilidad del negocio. Entre 1935 y 1973 vivió en Santiago de Chile, donde prosiguió su actividad.

La editorial de Glusberg, llamada también Babel, era tan humilde que ni siquiera tenía local propio. Sin embargo construyó un catálogo en sentido estricto –Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Ezequiel Martínez Estrada y Alfonsina Storni fueron algunos de sus autores–, combatió la piratería y se preocupó por cuestiones como el pago de derechos de autor y de las colaboraciones que solicitaba. “El oficio de editor entre nosotros –apenas si hay dos o tres, los demás son meros agentes o impresores– es, como el del crítico, una función de heroísmo y sacrificio”, afirmó, con plena conciencia de su trabajo.

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Ana Mosqueda encuentra en Glusberg “una figura paradigmática de los intelectuales-editores que florecieron en las primeras décadas del siglo XX”, y los documentos se encuentran en la correspondencia. “Una de las razones que llevó a Glusberg a conservar su epistolario fue el deseo de guardar testimonio de sus vínculos con los intelectuales más destacados de su época, pero también el propósito de trascender, de dejar huella para los que quisieran seguir su camino. Glusberg tenía conciencia de la historicidad de las cartas”, dice la autora de Cartas sobre la mesa, doctora en Historia Social de la Cultura Escrita por la Universidad de Alcalá de Henares (España) y directora de la Editorial Ampersand, en diálogo con PERFIL.

“Como otros editores, Glusberg no daba importancia a sus propias cartas, por lo que la mayor parte del corpus que investigué está compuesto por correspondencia pasiva, es decir la recibida. A veces, la pérdida de esa otra parte de la correspondencia influye en la comprensión de la que ha sobrevivido”, agrega Mosqueda. Para el libro, publicado por Eudeba, acudió además a borradores de memorias y al diario personal de Glusberg y a cartas resguardadas en los archivos de Waldo Frank, de José Carlos Mariátegui y de la Academia Argentina de Letras, en este caso a propósito de la correspondencia con Victoria Ocampo.

—¿Por qué es importante conocer las cartas de editores?

—La conservación de estos archivos personales no solo sirve para la preservación de la memoria sino para la formación identitaria. Constituye la memoria escrita de la sociedad, que lo conserva, lo ordena y lo estudia. La cultura del siglo XX será probablemente, como dice Luigi Crocetti, bibliotecario y editor italiano, la última que pueda ser documentada en los modos clásicos: papeles, libros y objetos físicos en general. Incluso la biblioteca de un autor o de un editor se vuelve “documento”, ya que forma parte de la historia cultural de un individuo, y el testimonio de la cultura en una época y sociedad determinadas. A partir del creciente interés por las escrituras autobiográficas, por un lado, y del desarrollo de la historia de la edición y de la historia social de la cultura escrita, por el otro, han empezado a ser valorados los archivos de editores o de otros intelectuales, aunque no fueran escritores, al comprobarse que esas fuentes privadas podrían arrojar luz sobre distintos aspectos de la cultura.

—Y en el caso de Glusberg, ¿cómo funcionó la correspondencia?

—Para Glusberg, las cartas no solo sirvieron para crear lazos intelectuales y afectivos, sino que constituyeron su mayor capital simbólico, puesto que lo unieron a autores como Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Ezequiel Martínez Estrada, Waldo Frank, Alfonso Reyes y muchos otros. La carta editorial representa un documento que puede pensarse como texto, discurso en el que se despliegan estrategias de todo tipo y hasta como un hacer de los editores, en un sentido performativo. A través de las cartas se intercambiaban opiniones, se autorizaban publicaciones, se criticaba a otros autores, se pedían favores, se felicitaba o recriminaba al editor o al autor por alguna falta o demora. Las misivas entre autores y editores son “archivos de la creación”, como dice Brigitte Diaz, registros del proceso de construcción de una obra. Asimismo es una correspondencia de negociaciones, de relaciones de fuerza, allí se despliegan las estrategias de la mediación editorial en el proceso de construcción de la obra. Se diferencia de otros corpus porque se pueden encontrar allí documentos anexos como contratos y pruebas de imprenta. En las editoriales esa información debe guardarse en muchos casos entre cincuenta y setenta años luego de la muerte del autor, debido a los derechos.

Entre lo público y lo privado 

En la primera parte del libro, Mosqueda expone las distintas perspectivas de análisis que se despliegan hoy sobre las cartas como tipo de textos. La valoración de la correspondencia en los estudios culturales y literarios data de los años 80 del siglo XX; si hasta entonces las cartas no parecían dignas de interés, ahora son leídas como testimonio, como parte de la obra de un autor, como fuente para la reconstrucción histórica y en particular para la historia de la edición, como huella del proceso de creación artística y hasta como una especie de literatura del yo, en vecindad con las memorias, las autobiografías y los diarios íntimos.

—Se supone que las cartas no se escriben para ser publicadas ni leídas más allá del remitente y del destinatario. ¿Habría entonces una cuestión ética y de contextualización para su lectura?

—Dice Loïc Chotard que toda carta publicada es una carta violada, por su carácter esencialmente privado. Pero esto es discutible, porque muchos personajes de la intelectualidad y la política escriben cartas que desean difundir públicamente. Lo que definiría este tipo de cartas, según Gerard Genette, es la presencia interpuesta, entre el autor de la carta y el eventual público, de un primer destinatario (un corresponsal, un confidente, etc.) que no es percibido como un simple mediador sino como un “destinatario total” a quien el emisor se dirige con la segunda intención de que el público sea testigo de esa interlocución, de que la misiva se sitúe en el ámbito del debate público. En los otros casos, en los que la correspondencia ha sido privada, ¿es lícito que lo que se dice allí sea leído por terceros? En algunas instituciones, como el IMEC (Institut Mémoires de l’édition contemporaine, de Francia), se necesita un permiso especial para ver las cartas; en otros casos, los donantes de un archivo pueden solicitar que su comunicación sea diferida por una determinada cantidad de años luego de la muerte del escritor o del editor. En las pulsiones que se generaban dentro del incipiente campo editorial argentino de principios del siglo XX, no solo tenían peso las cartas enviadas entre unos y otros, sino más aún las cartas publicadas. Una carta publicada que ofendía a alguien debía ser respondida de la misma manera, si fuera posible en el mismo medio en que se había publicado la primera. Glusberg nutre sus revistas de material epistolar, y publica cartas privadas. En algún caso, de perseguidos políticos, como la carta de Mariátegui en el número 24 de Babel, fechada el 30 de abril de 1927, antecedida por un texto que explica que el pensador peruano está en prisión y que su revista Amauta ha sido censurada. A veces Glusberg aclara que se trata de una indiscreción de su parte pero que persigue un bien mayor, y es por eso que publica correspondencia destinada solo a él.

—¿Hay ficción también en la correspondencia?

—Para estudiar la relación epistolar es preciso prestar atención a aquellos dispositivos textuales y materiales que la conforman. En primer lugar existe una distancia, elemento determinante de la relación; la carta es producto de una ausencia. De cierta manera, es una escritura de ficción porque intenta hacer desaparecer el distanciamiento espacial y cronológico entre remitente y receptor. La carta es una representación de su autor, en el sentido de aquello que está en lugar de otra cosa. Por otro lado, como el diario, la correspondencia es un documento producido en la cotidianeidad, por lo que implica una perspectiva inmediata de los sucesos que se narran. Pero a la vez es un acto de comunicación que contiene una llamada, espera una respuesta y anuncia o continúa un diálogo. Todas estas características deben ser tenidas en cuenta al estudiar las cartas. Por último, no se debe perder de vista que ese diálogo se produce dentro de un género fuertemente reglado y en un medio social determinado, por lo tanto las estrategias discursivas y las formas de representación de quienes las escriben están influidas por los modelos y parámetros sociales de la época, es decir que representa a un individuo pero también a la sociedad en la que la carta es producida y leída.

Un modelo vigente

—¿Cuál fue el contexto cultural en que actuó Glusberg?

—“Modernidad y mezcla cultural” es la definición que da Beatriz Sarlo respecto de Buenos Aires en 1920: cosmopolitismo, nuevas tecnologías, creciente alfabetización y progreso económico transformaron la ciudad por aquellos años. Un nuevo público proveniente de las capas medias urbanas, de criollos e inmigrantes que deseaban integrarse socialmente, comienza a afianzarse; no era todavía un público lector de libros, sino un público que ejercía diversas prácticas lectoras. Circulaba en Buenos Aires todo tipo de impresos efímeros, además de libros: folletos, publicidad, compilaciones, almanaques, diarios y revistas. Era común que las personas se agruparan ante las fachadas de los periódicos para leer o escuchar de otros las noticias del día. En 1910 había alrededor de 500 librerías en la ciudad, aunque estaban destinadas a intelectuales y personas de una elite. En los barrios comenzaron a aparecer las bibliotecas populares, que crecieron notablemente entre 1920 y 1945 y formaron una verdadera red, que servía para difundir la cultura pero también para controlar la lectura de los concurrentes.

—¿En qué estado se encontraba entonces la edición de libros en Argentina?

—Entre fines del siglo XIX y comienzos del XX surgió una nueva noción de editor, al mismo tiempo que se profesionalizó la labor del escritor. El periodismo y la traducción fueron prácticas comunes que sirvieron a escritores como Roberto J. Payró, Horacio Quiroga y Manuel Gálvez para ampararse económicamente. Los escritores gentlemen, quienes también podían financiar la publicación de sus propias obras, dejan de ser mayoritarios en el campo intelectual argentino, y de esta forma se abren paso los intelectuales de orígenes inmigratorios que escriben en periódicos y revistas culturales, e incluso los fundan. A partir de 1920 la industria editorial argentina experimentó un sostenido desarrollo, debido en parte a que la Primera Guerra Mundial había interrumpido la edición europea –principalmente francesa– de libros en español, y en parte a la ampliación del mercado; sin embargo, todavía a finales de esa década el libro importado de autor extranjero seguía aventajando a su par nacional, que resultaba caro por las bajas tiradas, los costos del papel importado, las dificultades de distribución y las elevadas tarifas postales para el transporte de libros y de propaganda impresa. A pesar de estas dificultades, los editores de Buenos Aires ensayaban estrategias para atraer a los diversos públicos lectores, desde el diseño de colecciones populares hasta la creación de “bibliotecas” (como se llamaba a las colecciones) de escritores nacionales y de autores extranjeros consagrados que se incluían como folletines y libros en los periódicos. La labor de Glusberg fue mucho más allá del trabajo editorial; armó la Exposición del Libro, antecedente de nuestra prestigiosa Feria, acompañó la fundación de la Sociedad Argentina de Escritores, organizó visitas internacionales y conferencias, encuestas y concursos literarios. Su preocupación constante fue la difusión de publicaciones y actividades de los distintos grupos de pensadores con los que estaba en contacto a lo largo y a lo ancho del continente, de los que nombro solo algunos de los que ya eran consagrados: Lugones, Quiroga, Frank, Mistral, Alfonso Reyes. Y en su relación con escritores noveles, Glusberg resultaba un “mediador” entre ellos y las grandes revistas o periódicos como Nosotros, Caras y Caretas o La Nación, y a la vez un árbitro con las competencias necesarias para juzgar la producción intelectual de los nuevos autores.

—En la experiencia de Glusberg la empresa de cultura fue más importante que el negocio. ¿Sus valores y sus estrategias siguen vigentes en una coyuntura tan crítica como la actual?

—Glusberg puede ser considerado un intelectual-editor, a la manera de los letterati-editori del Novecento italiano, pues elegía y financiaba la publicación de los autores con los que se sentía comprometido, no solo argentinos sino también extranjeros. Adopta las cualidades de un agente cultural moderno, pues define las características de sus publicaciones según los intereses de los nuevos públicos, establece qué textos publicar en nombre de una comunidad de lectores y organiza su producción en series y colecciones. Glusberg fue, además, un emprendedor cultural y un “editorialista”, como lo llama Fernanda Beigel, entre otras grandes figuras latinoamericanas, como Mariátegui y García Monge, que hicieron de la edición una forma de militancia para forjar una nueva identidad americana. Sus valores siempre estarán vigentes, aunque no sean los mismos que algunas de las editoriales más comerciales ni por supuesto los de los grandes grupos editoriales que publican best sellers. La pasión de estos intelectuales por editar es la misma que puede verse hoy en tantas pequeñas editoriales que luchan por mantener un catálogo acorde con sus ideas.

 

Una sociedad imposible

En Cartas sobre la mesa, la correspondencia de Samuel Glusberg permite seguir el desarrollo de los planes que llevó adelante a través de la publicación de revistas y de su editorial, y también los proyectos que resultaron finalmente frustrados, como el intento de asociarse con Victoria Ocampo en una revista que reuniría a los más importantes escritores del continente.

El escritor norteamericano Waldo Frank, “con quien Glusberg compartía un ideario americanista, antiimperialista y socialista”, destaca Ana Mosqueda, fue el enlace entre el editor de Babel y Ocampo y el promotor de una sociedad que pronto se reveló como imposible. El viaje que Frank realizó por Argentina entre septiembre y noviembre de 1929 fue en buena medida posible por las gestiones de Glusberg, quien se ocupó de la búsqueda de los fondos para la travesía, “además de otros temas como la preparación de conferencias y eventos, y la publicidad”.

Uno de los objetivos del viaje era concretar la revista latinoamericana de proyección continental. “Pero varios episodios de malentendidos entre Victoria y Samuel, que se reflejan en la correspondencia entre el editor argentino y el estadounidense, terminan por hacer fracasar el proyecto –señala Mosqueda–. Tal vez Glusberg carecía por su origen social de aquellos rasgos que distinguían a la elite intelectual que rodeaba a Victoria, como dice María Teresa Gramuglio. Por otro lado, la amistad entre Frank y Ocampo siguió en pie hasta la muerte de este, en 1967; a él le dedica Victoria la carta publicada en el primer número de Sur, en enero de 1931. En el consejo editorial de la revista figuraban todos aquellos que pertenecían a la red de relaciones personales de Victoria, de la que Glusberg no formaba parte”.

Distantes en términos ideológicos, estaban cerca respecto de lo que querían difundir. “Glusberg soñaba con una América unida y antiimperialista; Ocampo quería difundir el pensamiento y los valores de la civilización occidental –puntualiza la investigadora–. Ambos lo hicieron a su manera, pero no podían hacerlo juntos. Las cartas sirven para conocer los propósitos y perspectivas de cada uno respecto del proyecto de Frank, y además son útiles para documentar un período fértil en intercambios culturales”.

 

Archivos, se buscan

En sintonía con el creciente interés que provocan los “escritos privados” y las correspondencias de escritores y editores, diversas bibliotecas e instituciones culturales de Europa y EE.UU. desarrollan políticas destinadas a la preservación de archivos. La importancia de estos sitios es tal que se convierten en instancias de consagración: “Ser aceptado por el IMEC –el Institut Mémoires de l’edition contemporaine– es como ser publicado por Gallimard”, según una fórmula de Jacques Derrida.

En la Argentina, mientras tanto, la cantidad de archivos de editores que se conservan “es ínfima, y si existen son en muchos casos inaccesibles para los estudiosos”, dice Ana Mosqueda en Cartas sobre la mesa. Según puntualiza la editora de Ampersand, la Biblioteca Nacional posee la correspondencia de Carlos Casavalle (1825-1905), “el editor más importante del siglo XIX”; las de Luis Emilio Soto, César Tiempo y Dardo Cúneo, escritores y editores; la del Centro Editor de América Latina y Eudeba, y la de Aníbal Ford, referida a la revista Crisis. Una parte del archivo de la Editorial Haynes puede consultarse en la Biblioteca del Congreso de la Nación.