La vida no es un suplicio, pero requiere esfuerzo. Nuestro sufrimiento tiene fuentes diversas, algunas inevitables. Por ejemplo, ¿quién está a salvo de la enfermedad física? En nuestros días, si bien vivimos obstinados en mantenernos sanos, lo cierto es que la ampliación de la expectativa de vida incluye que buena parte de esta la hagamos con alguna enfermedad crónica. En esta época salud y enfermedad dejaron de ser dos modos opuestos, quizá la pregunta actual sea: ¿cómo pensar una vida sana que no sea apenas la conservación del organismo, sino que implique plenitud? ¿Cómo conservar la jovialidad cuando ya no se es joven?
Física y mental. Este tipo de preguntas nos llevan del campo de la salud física al de la salud mental. Aquí tenemos que un motivo frecuente de sufrimiento es la relación con los demás. El amor nos hace sufrir, no solo en el sentido erótico de la pareja (para quienes buscan y no encuentran; para quienes están en un vínculo conflictivo, etc.), sino también en el seno de una familia, en el contexto de una pasión vocacional que no encuentra el entorno social en el que desarrollarse, etc. La vida con otros nos confronta de manera permanente con el dolor, y este puede ocasionar que, en busca de una respuesta, se consulte a un terapeuta.
La vida con otros es fuente de dolor, ¿por qué nos cuesta tanto vivir con los demás? En principio, porque quieren cosas diferentes a las que queremos nosotros. Esto puede parecer una obviedad, pero los problemas comienzan cuando queremos establecer una serie de prioridades o acuerdos, incluso cuando invocamos un “sentido común” y, del otro lado, nuestro interlocutor nos dice que no. Por esta vía la relación interpersonal se puede volver tensa, eventualmente agresiva; aunque sin llegar a tanto, alcanza con decir que la presencia del otro es el origen de las más diversas frustraciones. A veces tenemos que esperar, otras cancelar alguna expectativa, reformular un interés íntimo, pero ¿no sería más fácil acusar al otro de “loco”, o simplemente alejarnos? Es lo que muchas veces, sin más rodeos, hacemos. Sin embargo, la situación se repite a la vuelta de la esquina. Ni hablar cuando algo de esto ocurre con una persona a la que amamos.
Expresiones. “No puedo entender que no quiera que tengamos un hijo”, “Ya le dije mil veces que no me gusta que me llame por teléfono cuando estoy en el trabajo”, “Me cansé de gritar en esta relación”, etc., son algunas expresiones que los psicoanalistas escuchamos en boca de nuestros pacientes cuando nos hablan de sus frustraciones. ¿Qué podemos hacer en circunstancias semejantes? Primero, lo que nunca habría que hacer y que, sin embargo, es lo que más frecuentemente se hace: justificar la frustración a partir de algún tipo de versión malvada del otro. “Lo que ocurre es que tu pareja es un psicópata”, “lo que pasa es que él (o ella) es una persona tóxica”, etc., son enunciados que socialmente a veces están muy difundidos, incluso con cierto aire “psi”, pero que pueden ser muy perjudiciales desde una perspectiva terapéutica. Por un lado, porque llevan a una suerte de victimización implícita, que se basa en una disociación trivial: el otro es malo yo soy bueno. Dejemos en claro, en este punto, que no es que no existan las víctimas, sino que las víctimas no suelen victimizarse, por eso deben ser reconocidas como tales. Por otro lado, junto a esta disociación, tenemos otro mecanismo que acompaña la dificultad para transitar una frustración y que consiste en buscar gratificaciones sin matices, que se den tal como las esperamos, porque de lo contrario pensamos que perdimos algo que era muy importante. Esta idealización de la satisfacción no solo nos hace poco tolerantes a lo inesperado, sino que nos conduce a verlo anticipadamente como algo negativo, sin considerar que esa decepción puede ser el inicio de una experiencia novedosa.
Ahora sí, entonces, digamos cómo se orienta el trabajo con este tipo de coyunturas, que son cada día más frecuentes, en torno a la frustración que nos impone la presencia del otro, con su voluntad inasimilable y un deseo enigmático. Por supuesto que todas las situaciones anteriores son más que atendibles (querer tener un hijo, no ser interrumpido en el trabajo, querer conversar en calma), en todo caso lo complejo del malestar con que se asocian radica en que el intento de que el otro sea diferente, la impotencia con que se denuncia la frustración, muestra que aquella se relaciona mucho mejor con una relativa dificultad personal: nos cuesta cambiar, somos más o menos rígidos, nuestro carácter es una especie de coraza que, con el tiempo, hizo que viviésemos una vida automatizada y en la que hay poco lugar para los demás.
Ejemplos. Revisemos los ejemplos: ella quiere tener un hijo y se queja de que él no quiere, pero no se trata de que él no quiera, sino de que él no quiera cuando ella quiere, entonces ella se fastidia y acusa su desamor, pero ¿qué clase de amor es este? Por cierto, un tipo de amor muy infantil, basado en la renuncia y en la prueba que se reduce al consentimiento caprichoso.
Veamos el otro ejemplo: el padre le dijo mil veces a sus hijos que no lo interrumpieran cuando está en el trabajo, pero en realidad lo que le molesta no es la interrupción sino la pérdida de concentración que lo enoja porque lo saca de un modo de hacer las cosas en el que no hay chance de que haya otra mirada; está acostumbrado al ensimismamiento, y todo aquel que se cruce en su camino es un obstáculo, al que le cobra sus distracciones, como cuando se puede poner de malhumor por no haber terminado lo que tenía previsto y, entonces, descarga su ira en los otros, sus hijos, su pareja o quien sea. Nuevamente, se trata de un caso de rigidez de carácter. Él se puede nombrar como exigente y superdetallista, rasgos que explican su éxito relativo, pero un terapeuta no podría soslayar el costo psíquico de esta forma de ser, su condición restrictiva y eventualmente difícil en la relación con los demás.
Pasemos ahora al tercer ejemplo, en la medida en que elegí estas tres situaciones ya que pueden variarse y representar una serie diversa de casos. Alguien dice que se cansó de gritar en las conversaciones (con su pareja, con sus padres, su jefe, etc.), pero usa ese cansancio como una conquista. En esta declaración, antes que abatido, se muestra con la altura moral que solo otorga la autocomplacencia. Esta es otra modalidad que adquiere la rigidez de carácter, junto con el capricho y la exigencia. De esta manera puede perfilarse que la vía de trabajo de las frustraciones se relaciona con poner en la mira no lo que los demás hacen, sino el carácter como una estructura definida, que atenta contra los vínculos, pero mucho más contra nuestra capacidad de experiencia.
En última instancia, la fijación del carácter es una estrategia adaptativa que apunta a que el mundo se vuelva predecible y relativamente organizado. Todos lo necesitamos de alguna manera, pero esto no deja de tener un costo. Con el tiempo, la respuesta que al principio era facilitadora se empieza a anquilosar, ya sea porque se usa en demasía y se vuelve inflexible, o bien porque no permite producir nuevos medios para situaciones en las que podríamos crecer, volvernos diferentes a nosotros mismos si conserváramos el criterio de la jovialidad, que consiste en permanecer flexibles psíquicamente a pesar del tiempo (que no es lo mismo que la edad).
Corteza. La mayoría de nosotros, con los años, pierde su capacidad creativa; se apega a esa corteza de la personalidad que es el carácter y renuncia -ya sea por miedo, ansiedad u otros factores que nos hacen necesitar la tranquilidad y lo estable- a la plasticidad emocional. Como dije antes, esto nos predispone a mayores frustraciones y hace que la vida con los demás se vuelva especialmente sufriente. Al mismo tiempo, hace que vivamos con un esfuerzo mayor del necesario, del indispensable para mantenerse vivo y, además, nos priva de conocer diversas fuentes de placer (no idealizadas) que nos enriquezcan. En la práctica terapéutica, esta cáscara caracterológica se pone de manifiesto en el inicio del tratamiento cuando muchas veces algunos pacientes cuentan que aquello que su analista les dice no les gusta; es decir, viven la palabra del analista como algo invasivo, que los hiere, que los interpela.
En definitiva, un tratamiento psicoanalítico no deja de apuntar a que alguien se depure de sí mismo, a que se reencuentre con sus aspectos más lúdicos y, para que algo así pueda ocurrir es preciso desarticular ciertas convicciones indulgentes que nos acompañan y nos blindan ante los otros. Para volver a jugar, se trata de que primero nos animemos a poner un poco en cuestión, a dejarlo a veces de lado, ese “yo” (victimizado, veleidoso, hiperexigente y autocomplaciente) que nos inventamos para decir “soy así”.
Si sufrimos tanto en el amor y en el vínculo con los demás, entonces, quizá no sea solamente por los otros, sino por aquello que en nosotros mismos se cierra al cambio y hace que interpretemos como frustraciones todo lo que no confirma lo que esperamos.
*Doctor en Psicología y Filosofía.