OPINIóN
participación ciudadana

¿Por qué votamos o protestamos?

¿Qué mueve a las personas a salir a la calle y sumarse a una protesta cuando eso implica tiempo, esfuerzo y, a veces, el riesgo físico de sufrir represión? ¿Por qué van a las urnas pese a no confiar en los políticos?

20210529_colombia_protesta_afpcedoc_g
Colombia. Manifestaciones en Colombia. ¿Qué lleva a tanta gente a hacer oir su voz? Ante una situación que se siente injusta y produce enojo o indignación moral, “quedarse en casa” genera sentimientos de vergüenza o angustia. | AFP Y cedoc perfil

Es difícil exagerar lo que está en juego en la participación popular en elecciones y protestas. Si la concurrencia a las urnas hubiera sido mayor en ciertos lugares de Míchigan, Pensilvania y Wisconsin el 8 de noviembre de 2016, Hillary Clinton podría haberse convertido en la cuadragésima quinta presidente de los Estados Unidos. Si la concurrencia hubiese crecido un poco entre los votantes jóvenes británicos el 23 de junio de 2016, el Reino Unido tal vez habría decidido permanecer en la Unión Europea. Si en el invierno europeo de 2013-2014 no se hubiera desatado una ola de protestas en Kiev, el gobierno de Víktor Yanukóvich quizá habría podido permanecer en el poder en vez de caer, tal como sucedió en febrero de 2014 y, en ese caso, Rusia no habría invadido Crimea ni habría estallado la guerra en el este de Ucrania. Los cambios en el nivel de participación popular pueden modificar la historia mundial.

Teorías. Sin embargo, para explicar por qué la concurrencia a las urnas sube o baja y los movimientos estallan o se desinflan, los científicos sociales –y hasta cierto punto, las campañas y los activistas– se apoyan en teorías e ideas insuficientes. Algunas dependen de supuestos que toman poco en cuenta la psicología humana. Otras omiten predecir regularidades que observamos en todo el mundo.

La elección presidencial estadounidense de 2016 y sus secuelas ilustran con claridad esas deficiencias. La campaña se distinguió por un lenguaje duro contra los musulmanes y los inmigrantes mexicanos. En esos momentos, muchos ciudadanos musulmanes que no se habían molestado en registrarse para votar lo hicieron, y muchos inmigrantes mexicanos iniciaron los trámites para adquirir la ciudadanía estadounidense. Una explicación natural es que la cruda retórica de campaña enojó e infundió miedo a integrantes de esos grupos, que vieron entonces la importancia crucial que la elección venidera tenía para ellos. Durante décadas, “muchos musulmanes no veían demasiada diferencia entre los partidos”, explicó un hombre que participaba de una campaña de empadronamiento en una mezquita de Oakland, California. Una mujer que acababa de retirar seis formularios de empadronamiento, para ella y para integrantes de su familia, dijo: “Esta es la votación más importante de nuestras vidas”.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

En enero de 2017, un día después de la asunción presidencial de Donald J. Trump, se produjo la protesta más grande en la historia de los Estados Unidos. Entre 3.200.000 y 5.200.000 personas participaron en manifestaciones en más de 650 ciudades de todo el país. Aunque promocionadas como la Marcha de las Mujeres, muchos hombres tomaron parte en ellas y, a juzgar por los carteles y las consignas, lo que impulsaba a muchos a salir a la calle eran la ira y la repugnancia contenidas frente al tono y el contenido de la campaña de Trump, así como la consternación ante su victoria.            

Sin embargo, las teorías que prevalecen en las ciencias sociales acerca de la participación política rechazarían estas explicaciones de la concurrencia de la gente a las urnas y de los motivos de su protesta. La idea de que lo que impulsa a los individuos a participar en una acción colectiva es su impresión de que hay mucho en juego para ellos (o a mantenerse apartados cuando estiman que se juega poco) no tiene fácil cabida en los marcos predominantes. Más aún, el miedo, la ira y otras emociones son fundamentalmente ignoradas. Las principales teorías se esfuerzan por entender la dinámica que parece funcionar de manera tan evidente en la mezquita de Oakland o en las calles de Washington DC, Nueva York y otras ciudades. Los ciudadanos que antes veían poca diferencia entre los partidos y sus programas se habían mantenido al margen de las urnas. Pero mostraron mayor disposición a votar cuando comenzaron a percibir una diferencia real y a sentir que les importaba mucho más cuál sería el candidato ganador y cuál el perdedor. Los manifestantes estaban irritados con el presidente entrante y temían las probables políticas de su administración. Por ende, se sentían dispuestos a hacerse cargo de los costos y riesgos de lanzarse a las calles.                    

A muchos científicos sociales la participación política los desconcierta

Desconcierto. En rigor, desde un punto de vista teórico, muchos científicos sociales consideran desconcertante la participación política, aunque el desconcierto está menos difundido entre los observadores legos. A menudo, nosotros mismos entablamos conversaciones incómodas y hasta graciosas con nuestros amigos, parientes y estudiantes para tratar de explicarles por qué es sorprendente que voten y se comprometan en otras formas de participación masiva. “Debería desconcertarte”, explicamos con paciencia, “el hecho de que la gente se moleste en participar, dado que sus acciones no van a modificar el resultado y ellos mismos van a beneficiarse (o a perjudicarse) de igual manera, ya sea que participen o no”. “Pero no te preocupes”, nos apresuramos a agregar, “¡podemos explicar ese extraño comportamiento!”. Si votan, tal vez estén expresando su identificación partidaria, pero ¿a quién se la expresan? ¿Y qué pasa si no simpatizan con partidos políticos? Otra posibilidad es que obedezcan una norma democrática que indica que tienen el deber de participar. Si protestan, quizá formen parte de una red social que valora el activismo y hace que los apáticos se avergüencen. Pero ¿qué pasa si su mente no evoca las imágenes de la bandera nacional en cada jornada electoral? ¿Y qué si a veces rechazan la sutil presión de los amigos que los inducen a concurrir a la manifestación, pero en otras oportunidades sí deciden participar? ¿Por qué en algunas ocasiones las normas o el impulso de autoexpresión política empiezan a hacer efecto y la presión social es eficaz para motivar la acción colectiva, pero en otras ocasiones no?

“Bueno”, responden los científicos sociales, “tal vez algunas elecciones o movimientos simplemente no les parezcan importantes”. “Pero, espera”, contraargumenta el interlocutor, “acabas de recordarme que mis acciones individuales no modificarán los resultados. Así que, al parecer, no tengo una razón concreta para participar, aunque me importe mucho”.                

Obstáculos. El factor que cambia de una elección a otra y de pequeñas manifestaciones a levantamientos de masas tal vez radique, entonces, en los obstáculos puestos en el camino de los potenciales participantes: el grado de dificultad existente para empadronarse o la probabilidad de que un manifestante tenga un desagradable encuentro con los garrotes y los carros hidrantes de la policía. Estas disuasiones pueden concebirse como costos de participación y sin duda marcan una diferencia en los índices de participación. Dichos costos, que son variables, a menudo constituyen el recurso “apto para todo servicio” que usan los científicos sociales cuando quieren explicar por qué la concurrencia a las urnas sube o baja o por qué una pequeña manifestación deriva, o no, en una protesta masiva. Sin embargo, si los costos de participación constituyeran la totalidad de la historia, nunca esperaríamos verlos en alza al mismo tiempo que crece la participación.    

Si la participación creciera y decreciera en función de su costo –cuánto tiempo, dinero y planificación insume y cuánto riesgo entraña–, por supuesto las barreras legales a la presencia de los votantes deberían reducir la concurrencia a las urnas. Pero la realidad nos dice otra cosa. En los Estados Unidos, las leyes tendientes a dificultar el voto de ciertos grupos, como los afroamericanos, sin duda han sido eficaces durante varias décadas. Pero las investigaciones demuestran que las recientes leyes para controlar la identidad de los votantes han sido relativamente ineficaces. Incluso si estas leyes desalientan la concurrencia a los lugares de votación, también pueden constituir una oportunidad para que los dirigentes movilicen e impulsen a esos grupos determinados.    

También en las protestas los costos de participación se elevan claramente cuando los manifestantes se enfrentan a tácticas policiales duras: aerosoles de pimienta y gases lacrimógenos, balas de goma, garrotazos a granel. Sin embargo, en el mundo entero la represión suele tener el efecto contrario al previsto. No es infrecuente que las tácticas policiales duras conviertan pequeños mítines en levantamientos masivos. Al parecer, sucede algo que es más complejo que el aumento y la caída de los costos de participación.

La teoría que desarrollamos en este libro se concentra en la interacción entre los costos de participación y lo que llamamos “costos de abstención”. Representan una carga: los primeros, para el bolsillo y los planes de la gente; los segundos, para su equilibrio psíquico y su tranquilidad. Concentrarse exclusivamente en el primer tipo de costos es contar solo la mitad de la historia. La participación está determinada por el efecto neto de los costos de participación y de abstención. 

            

¿Por qué estudiar en conjunto las decisiones de votar y protestar? Por qué la gente va a votar y por qué participa en protestas son interrogantes que usualmente se estudian por separado. Los politólogos examinan la participación electoral, y los sociólogos y psicólogos sociales, la participación en movimientos. Cualesquiera sean sus motivos, esta división académica del trabajo no debe su origen al hecho de que las decisiones de los potenciales participantes tengan enormes diferencias en uno y otro escenario. Ya se trate de la decisión de votar o de la de manifestar, es posible que se interpongan las restricciones económicas y temporales. Más aún, las dos implican un esfuerzo cognitivo: la persona tiene que hacerse una idea de lo que exigen los manifestantes y resolver si está de acuerdo con sus objetivos, o decidir cuál de los candidatos es honesto o propone políticas que podría apoyar. Los resultados, tanto de las elecciones como de las protestas, redundan en bienes para la comunidad, de modo que, con referencia a esas dos actividades, las personas bien pueden preguntarse: ¿para qué molestarse?    

Seamos claros: hay diferencias entre votar y protestar. Los costos implicados en la protesta tienden a ser mayores: en promedio, la participación en manifestaciones exige más tiempo y presenta mayores riesgos que el hecho de votar. Las personas pueden sentir que es un deber participar en ambos escenarios, pero lo que difiere es el deber hacia qué o hacia quién: la sociedad en general, en el caso de los votantes; los amigos, los conocidos y los compañeros de ruta, en el de los manifestantes. En uno y otro caso, los potenciales participantes son sensibles al contexto estratégico cuando toman su decisión. Pero esos contextos estratégicos son diferentes. Por ejemplo, la previsión de que una elección será reñida puede impulsar a los votantes a acudir a las urnas, mientras que la gente quizá decida participar en una protesta en función de las dimensiones de la multitud que espera ver en las calles: en este último caso, cuanto mayor sea la cantidad de participantes, mejor.    

El aspecto clave es que los potenciales votantes y los potenciales manifestantes toman en consideración los mismos factores cuando deciden participar o quedarse en casa, aunque esos factores tengan un peso diferente en sus decisiones en cada caso. En términos más técnicos, los parámetros fundamentales son los mismos, aunque interactúen de distinta manera y sus valores sean típicamente diferentes.    

Unidad. Al poner dentro del mismo marco esos dos instrumentos cruciales de la participación popular, hacemos notar una unidad subyacente entre esferas dispares de la acción política. Las personas se sienten atraídas al lugar de votación o el mitin cuando consideran importante el resultado, aunque este redunde en bienes para la comunidad. Tal vez las impulsen a actuar respuestas emocionales a las acciones de las élites. Al respecto, demostraremos que una emoción clave, la ira, es un poderoso propulsor de la acción colectiva, consista esta en votar o en manifestar. Los participantes potenciales en esos dos tipos de acción pueden ser sensibles a una idea de obligación moral de actuar; sin embargo, dejaremos en claro que esas obligaciones morales son más situacionales que absolutas.        

Los teóricos democráticos asignan valores bastante diferentes a esas dos formas de acción popular. Luego de elaborar y someter a prueba una teoría que, en una forma modificada, da cuenta y razón de las dos, al final del libro aludimos brevemente al valor de las elecciones y las protestas como instrumentos de la democracia. Mientras muchos teóricos de la democracia ponen las elecciones en el centro y las protestas en la periferia –o fuera de los límites–, por nuestra parte las consideramos complementarias: cada una compensa los defectos de la otra como instrumentos de rendición de cuentas, representación e igualdad política.

En este libro no nos limitamos a afirmar que en las decisiones de las personas respecto de su participación en esos dos diferentes ámbitos de la acción colectiva influyen factores similares. Tratamos las aserciones como proposiciones comprobables y las sometemos a prueba. Lo hacemos con datos novedosos de diversos tipos –encuestas por muestreo, experimentos dentro de encuestas, entrevistas en profundidad y observación de campo– y recopilados en diversos lugares: los Estados Unidos, el Reino Unido, Suecia, Brasil, Turquía y Ucrania. Técnicas de avanzada nos permiten desentrañar cuestiones espinosas. Para dar algunos ejemplos, se ha demostrado con amplitud que ciertas elecciones importantes (presidenciales, nacionales) generan una concurrencia a las urnas más alta que otras de menor importancia (locales). ¿La explicación consiste simplemente en que los candidatos a altos cargos trabajan con más empeño y sus partidos vuelcan más recursos a la movilización de votantes cuando es mucho lo que está en juego? ¿Cabrá pensar también que los votantes son sensibles a la importancia del cargo que debe cubrirse, con independencia de los esfuerzos de las élites partidarias por movilizarlos? Con datos observacionales es difícil decidir entre las dos explicaciones. Las técnicas experimentales que desplegamos nos permiten mostrar que hay fuerzas intrínsecas que inducen a la gente a participar en elecciones importantes, aun cuando las élites no la movilicen.

A su vez, los teóricos de los movimientos sociales han hecho críticas pertinentes de los modelos de protesta basados en el “reclamo”, que postulan que las características del entorno social (la desigualdad, pongamos por caso) generan reclamos y los agraviados se ven dispuestos a enfrentar mayor riesgo de acción colectiva. Se ha señalado que los investigadores partidarios de este modelo no han logrado medir los niveles de reclamo entre quienes participan en manifestaciones y quienes se quedan en su casa. Para superar este problema, realizamos encuestas por muestreo en ciudades claves donde hubo grandes protestas. Esto nos permite comparar a participantes con no participantes. De igual manera, los modelos en cascada de los movimientos sociales se apoyan en la intuición de que muchas personas concurren a un mitin cuando prevén que será grande, pero se quedan en casa cuando estiman que será pequeño. Sin embargo, sorprendentemente, se han recopilado pocas pruebas sistemáticas para confirmar esa sospecha. Por nuestra parte, hemos reunido datos de ese tipo. También indagamos con mayor profundidad en lo que hay detrás de las cataratas de protestas.

*Politólogo turco. **Politóloga estadounidense. Fragmento de su libro ¿Para qué molestarnos en hacer oír nuestras voces? (Siglo XXI).