En el barrio de Once, una pareja contrae matrimonio y celebra una fiesta. Sin duda se trata de ortodoxos, ¿quién más podría pensar en casarse hoy en día? Y no es cuestión de que al mundo lo azote una peste, sino que la institución matrimonial está en crisis desde hace mucho antes en nuestras sociedades. En todo caso, la pandemia demostró en estos meses la fragilidad de los vínculos amorosos: ¿cómo compartir un mismo espacio? ¿Qué pasa con el sexo? Y si, encima ¿hay hijos?
Deserotismo. En efecto, uno de los primeros escenarios donde se hizo sentir el impacto de la cuarentena fue en las parejas de separados con hijos, situación que llevó a que algunos ex decidieran volver a convivir. Decir “parejas de separados” puede parecer contradictorio, pero las separaciones en nuestro siglo ya no acostumbran ser divorcios escandalosos de personas que ya no quieren volver a verse; sino que en estos últimos años aparecieron muchas parejas de ex que se llevan bien, comparten espacios y continúan como parejas de crianza, es decir, son “parejas parentales”. Es interesante esta declinación, la pareja conyugal quedó destituida por la parentalidad, ¿habla esto de que el deseo era frágil? ¿El amor pasó a los hijos y se olvidó del otro? Puede haber múltiples determinaciones, pero si hasta hace unos años una pareja no dudaba en hacer de los hijos rehenes de la ruptura erótica de sus padres, en estos tiempos nos encontramos con que los padres se vuelven rehenes de sus hijos ¿Cómo los niños no van a ver a uno de sus padres durante más de un mes? ¡Volvamos a juntarnos! Y en algunos casos no se trató del intento de sacar provecho de la situación para volver a deslizarse en una cama compartida, sino que sin propósitos subrepticios, la buena intención terminó en relatos de personas que contaron cómo se volvieron a pelear con su ex por aquellas mismas cosas por las que se peleaban antes de separarse. Es que quizá esa búsqueda abnegada de bienestar para los hijos fue lo que llevó a deserotizar la pareja sexual. Definitivamente, cuando los padres quieren hacer lo mejor para sus hijos, no solo se arruinan ellos, sino que suelen arruinar la vida de estos últimos.
Vivir en un reality. Otro escenario de pareja de este tiempo, también en el inicio de la cuarentena, fue el de aquellos que estaban recién iniciando una relación y, con el anuncio oficial, antes que un matrimonio celebraron una unión de hecho, sin imaginarse que llevarían hoy dos meses de convivencia. Aquí hay diferentes matices para destacar: ¿qué tan real es estar con alguien a quien se conoce de una manera tan artificial? De repente, están los que dicen vivir un enorme desgaste, porque la relación aún no había salido de su instancia de seducción inicial; no se pueden relajar, “es como vivir en un reality”, me dijo alguien que, luego, agregó: “Hace dos meses que no puedo ir al baño tranquilamente, espero se vaya a hacer alguna compra”. Al mismo tiempo, estas parejas se preguntan cómo será la vida después de la cuarentena: ¿seguirán conviviendo? O, mejor dicho, ¿cómo decirle al otro que se quiere seguir con la relación, pero no vivir juntos? Porque el temor es que esto sea vea visto como un retroceso.
Uno de los primeros escenarios donde se hizo sentir el impacto de la cuarentena fue en las parejas de separados con hijos, situación que llevó a que algunos ex decidieran volver a convivir
Inseguridad. La pareja de nuestro siglo, que ya no cree en el matrimonio, es una pareja acosada por miedos: temor al abandono, a la pérdida de amor, a la infidelidad; si el otro hoy está presente, mañana puede no estarlo, ¿qué lazo simbólico nos une? Por eso es común que a las personas hoy en día les cueste mucho hablar en sus relaciones, sin caer en el miedo a que el otro se enoje, cuyo correlato es la inseguridad de quien puede acusar traición en cualquier momento. ¿Cuál es la estrategia más habitual para reducir esa inseguridad? El control, la expectativa de saber todo sobre el otro; después de todo, ¿no es esta sociedad la que se caracteriza por revisar teléfonos, hackear claves, etc.? Si el matrimonio era una institución basada en el respeto conyugal y la herencia, la pareja de nuestra época busca asegurar la presencia del otro a través de la expectativa de transparencia: el otro puede ser un extraño en cualquier momento, mejor asediarlo, fijarme si está “en línea”, que nada suyo se me escape. Ahora bien, ¿cómo tolerar esa presencia cuando es efectiva? Porque todas esas formas de controlar al otro suponen su eventual ausencia, pero si está acá, al lado mío, ¿cómo conservar el erotismo de la relación? En este punto, las convivencias forzadas de cuarentena demostraron que los temores de muchas personas, en torno a la pérdida del amor, el abandono y demás, tienen un fuerte componente de excitación; es decir, que el miedo va de la mano del deseo. La mejor demostración de esto último es que el síntoma más común de muchas parejas son los celos. ¿Quién no los sufre? Pero ¿de qué sufren los celosos? De querer saber, de querer investigar lo que en el otro es ausencia, ese punto en que el otro es otro y puede ocultar algo. Y esa investigación implica un deseo enorme, una gran curiosidad, es decir, los celosos necesitan que el otro esté presente, pero no tanto. Por lo tanto, ¿qué pasó con la cuarentena? De repente hay quienes empezaron a sentirse aplastados, ¿qué se puede espiar en quien está completamente con uno? Incluso para algunos fue difícil hacerle lugar a repartirse las compras e ir por caminos distintos. La pareja del siglo XXI es simbiótica: si el otro no quiere estar conmigo, no me quiere. Este es el mayor desafío para quienes apuestan a construir una relación de amor, ¿cómo aceptar que puedo ser su compañero sin que esto implique ser lo que prefiere (el objeto de su deseo)? Sin que esto se entienda como un amor degradado, en la medida en que una pareja puede ser para que cada uno apuntale al otro no solo en un proyecto común, sino en los proyectos personales. Nuestro siglo ya no es el del matrimonio, sino el de los contratos nupciales, el de la pareja como pacto revocable.
Lo anterior permite advertir algo que podría parecer una obviedad, pero no está de más recordar: una pareja no se basa en el tiempo que dos personas pasan juntas, sino en el que no; dicho de otra manera, una pareja no está hecha de la presencia del otro, sino que su espesor está en la ausencia y esta cuarentena, con su presencia permanente, produjo de manifiesto síntomas específicos. Dejo para otro artículo todo lo que podría decirse sobre el aumento de los casos de violencia de género, que requerirían una elaboración mucho más específica; aquí me refiero a los casos típicos y generales. Ya hablé de los ex que se juntaron, de quienes decidieron convivir a partir de la cuarentena, pero ¿qué ocurrió con todos aquellos que ya convivían desde antes?
Aquí también cabe hacer algunas distinciones. Por un lado, están las parejas cuyo equilibrio se basaba en tener que compartir un tiempo limitado. Por ejemplo, recuerdo el caso de quien me contó que pensó en irse a dormir al auto una noche. “¿Es necesario que sufra tanto?”, pensé. ¿Qué impediría que vaya a la casa de alguien que viva cerca y, con todos los recaudos y desinfecciones que hagan falta, descanse en un viejo sofá? Recuerdo que se lo pregunté, sin ánimo de sugerir que duerma en una cama; pero así fue que notó mi ironía. ¿De verdad no puede encontrar otro modo (menos masoquista) para resolver la culpa que le produce plantear un poco de distancia? Es que, por otro lado, hay otro gran tema en esta cuarentena: el sexo. ¿Qué pasó con el erotismo en las parejas que hace tiempo conviven, cuando no han hecho del deseo una rutina más, entre otras, pero esta vez de carácter sexual? Aquí de nuevo las aguas se dividen: están quienes contaron que no podían tolerar que la demanda de su pareja se hubiese acrecentado (sobre todo me refiero a las mujeres que han sabido ubicar bien que un varón puede servirse del sexo para expresar todo tipo de emociones, menos las amorosas) y que las buscase para una suerte de descarga. Están también quienes corroboraron que la pareja pendía de un hilo: dos meses juntos y casi sin tener relaciones, ¿qué extraña funcionalidad los une? Porque ya no estamos en la época del matrimonio, en que dos personas se enlazan y, después de cierta edad, si no los une el resentimiento, los une jugar a ver quién parte primero de este mundo. Nadie puede dudar de que el matrimonio sea una sociedad, sobre todo para la acumulación de bienes; la pareja de nuestra época, ¿no sería más bien una sociedad de socorro mutuo?
Autoerotismo compartido. Por supuesto que en estas líneas llevo al extremo las figuras mencionadas. Incluso lo hago con cierto tono paródico, menos para burlarme que para mostrar cómo la pareja se volvió un problema en nuestra sociedad, uno que la cuarentena puso de manifiesto en mayor medida.
Por cierto, que la recomendación de “sexo virtual” haya generado tanta incomodidad, quizá no se deba a que la hizo un infectólogo, sino a que tal vez muestra que la virtualidad es una característica general del sexo en nuestros modos de vida. Que distintas páginas pornográficas hayan habilitado sus contenidos Premium es una clara indicación de que el sexo que se lleva las palmas en nuestra cultura es el de la masturbación antes que el del cuerpo a cuerpo, cuando éste último no es una masturbación de a dos (con o sin penetración).
La nuestra ya no es la época del matrimonio, sino la del autoerotismo compartido. Cuando pienso en esta joven pareja ortodoxa que celebró una boda en cuarentena, más allá del carácter delictivo de su accionar, entiendo que hay una ley divina que está por encima de la de los hombres. En este caso, los novios terminaron detenidos. Si fueran a la cárcel, esposo y esposa terminarían en lugares separados, entregados a un erotismo complaciente. Serían una pareja más del siglo XXI. Así Dios lo quiso.
*Psicoanalista y Doctor en Psicología y Doctor en Filosofía por la UBA