Apenas cinco meses atrás, la supervivencia del Gobierno estaba puesta en duda. La fractura expuesta entre el Presidente y la vicepresidenta y las posiciones críticas de esta respecto de la gestión del ministro de Economía de entonces (en especial, con una crítica feroz hacia la única herramienta macroeconómica disponible, como es el acuerdo con el FMI) impedían un tránsito normal de la gestión. La administración estaba paralizada, la corrida contra el peso hacía tambalear la estabilidad política y hasta se llegaron a imaginar salidas institucionales para un cambio de gobierno.
Cuando el animal percibe la inminencia del final, reacciona, escapa del fuego, se protege. El animal político también. Así, el músculo de la disfuncional coalición oficial despertó y habilitó la llegada de Sergio Massa a la gestión. Una señal que iba mucho más allá de contar con un nuevo equipo económico. Abrir el juego a un socio (minoritario, pero socio al fin) implicaba asumir un giro político muy fuerte. Massa venía a hacer lo que Guzmán no supo o no pudo: cumplir con los compromisos del acuerdo con el Fondo, lo que significaba, ni más ni menos, que arriar las banderas del no-ajuste que pregonaba el cristinismo. En ese universo se comenzaron así a ocultar ciertos términos, en línea con la nueva etapa que se abría…
Pero, en rigor, lo que le permitió a Massa alejarse (unos metros apenas) del abismo y obturar la crisis fue contar con un activo básico, elemental, del que –no hay dudas– carecía Guzmán: política. Primero, para superar las barreras internas y sumar áreas de gestión fundamentales para una razonable y más coordinada gestión económica. Luego, para acordar políticas con distintos actores económicos, administrando las tensiones sociales y las demandas de los gobernadores.
Quien llega al quinto piso de Hipólito Yrigoyen 250 sabe que hacer creíbles sus primeras palabras resulta clave. Enfatizar, como hizo Massa, que cumpliría con la meta de déficit primario exigido por el Fondo para el año (2,5% del PBI) era una apuesta fuerte en medio de la crisis, porque la dinámica del gasto reflejaba otra cosa y la huida del peso era persistente. Así, en forma silenciosa, se puso en marcha un fuerte ajuste real del gasto primario, en todas las partidas, con subas en las tarifas públicas (algo vedado hasta entonces) y una reprogramación inicial de los pesados vencimiento de deuda del Tesoro. Luego vinieron las fuertes subas en las tasas de interés, una mayor devaluación diaria del peso, las alquimias cambiarias en las dos versiones del “dólar soja”, los Precios Justos, el compromiso de que el gasoducto Néstor Kirchner estará operativo el próximo junio. Y cumplir con las metas trimestrales del acuerdo con el Fondo, un modesto reaseguro para no pasar por un nuevo estallido.
En este contexto, el cierre de 2022 luce mejor de lo imaginado meses atrás, incluso para los funcionarios más optimistas. El temido diciembre pasó con algún cimbronazo cambiario (a seguir con atención durante el verano), y no mucho más. La inflación –el termómetro– muestra cierta desaceleración, superior a lo proyectado. En noviembre los precios-núcleo (que no consideran regulados ni productos estacionales) crecieron al 4,8% después de promediar 5,5% en septiembre y octubre. El Tesoro ha logrado refinanciar deuda en una proporción muy superior a lo esperado. La economía habrá crecido más de 5 puntos en 2022, con una leve contracción en el último trimestre. Un final decoroso de año, para lo que se presagiaba.
Sergio Massa asume que para que el oficialismo llegue con algún grado de competitividad al momento de las elecciones la inflación tendrá que ubicarse en el entorno del 3% mensual. Aún más bajos, los niveles actuales siguen imposibilitando una recuperación moderada del poder adquisitivo de los ingresos. El objetivo del 3%, en el supuesto de alcanzarse, debe percibirse, además, que es sostenible algún tiempo. La variabilidad, no solo el ritmo de incremento, también es importante a la hora de entender cómo afecta la inflación.
Es factible, de cualquier modo, proyectarla en porcentajes algo inferiores para 2023, pero solo si se mantiene (¿profundiza?) una quirúrgica administración del mercado de cambios, tanto oficial como de los dólares financieros. Debe tenerse siempre en mente que estos niveles de brecha cambiaria son potencialmente explosivos.
Si la inflación fuese esa “variable estrella” para determinar cuán competitivo está el Gobierno de cara a las elecciones, ¿cómo rankea el esquema Massa en comparación con otros momentos electorales? A priori, es uno de las más desinflacionarios de las últimas cinco presidenciales, aunque con una tasa mensual de inflación tres veces superior a las del pasado. Veamos por qué.
Desde 2007, en los meses previos a las elecciones, la inflación tendió a desacelerar. Pero los factores que la explican y su importancia fueron variando. Si se consideran los instrumentos más típicos de las políticas de ingresos (salario real, tipo de cambio real, gasto primario y actividad), desde 2019 casi todos ellos pierden fuerza como factores explicativos de la inflación.
La crisis de deuda externa que comenzó en 2018 condiciona fuertemente el curso de la macro desde entonces. En sus restricciones, esta es una economía mucho más parecida a la de las elecciones de 2019 que a otras del pasado. En particular, porque ya no hay espacio para medidas expansivas (especialmente del lado del gasto) dentro del acuerdo con el FMI. No habrá “Plan Platita” ni apreciaciones cambiarias que mejoren de manera ficticia el salario real en la carrera hacia las elecciones. A la contracción fiscal la seguirá acompañando una caída de los agregados monetarios, y si, además, se logra mantener la relación entre las reservas internacionales y las importaciones, tampoco existirán presiones cambiarias relevantes. En tanto, los salarios reales no se recuperarán (apenas empatando los registrados) y, por tanto, tampoco lo haría el PIB. Todos estos factores “desinflan” los precios.
Dado que el desfiladero macro seguirá siendo muy estrecho y que nada está consolidado, la política económica preelectoral mostrará una configuración muy diferente a la que el peronismo estaba acostumbrado. Restricciones por doquier, adaptación a la escasez, convivir con el ajuste. En cómo gestione la eterna tensión entre los pesos en exceso y los dólares escasos radica el éxito de Massa. Ser un piloto de tormentas más eficiente que los de 2019, sabiendo que el verdadero programa de estabilización y crecimiento, con los consensos y leyes necesarios, solo llegará en una nueva gestión gubernamental.
*Economista y presidente de Analytica Consultora.