La vida pública en la República Argentina permanece atravesada por lo que se conoce como el “escándalo de las vacunas” No voy a ingresar en el terreno de la especulación derivada de la judicialización del caso. Me interesa reflexionar sobre la cuestión ética.
Convicciones. El acceso privilegiado a la vacuna contra el Covid-19 no es un hecho aislado. En las últimas semanas los ciudadanos asistimos a muchos debates en la arena pública acerca del comportamiento de funcionarios públicos que no fueron capaces de honrar la promesa de lealtad a la Constitución Nacional. Los significados de esa promesa son múltiples, pero uno de ellos los condensa. En efecto, la actividad de los funcionarios públicos tiene un horizonte normativo universal. El funcionariado se guía por el interés general en el que se inscriben las políticas públicas. Ninguno, de acuerdo con la Constitución, puede hacer cosas en beneficio particular. Aquellos que lo hacen no necesariamente incurren en un delito, aunque violan la ética republicana.
Max Weber en La política como vocación distinguió la ética de la convicción de la ética de la responsabilidad. En el primer caso se trata de políticos que anteponen sus principios morales ante cualquier decisión. En el segundo caso, el político mantiene sus principios, pero siempre tiene en cuenta el impacto de su acción en la sociedad. Para Weber, quien actúa solamente guiado por sus convicciones es un tanto irresponsable porque no repara en las consecuencias de sus actos. Quien solamente tiene en cuenta las consecuencias de sus decisiones, sin ningún tipo de ancla moral, simplemente se guía por frías nociones de cálculo. Weber afirmó que ambas éticas se complementan y que trazan los contornos del hombre con vocación política que supone, además, tres cualidades: pasión, sentimiento de la responsabilidad y de la proporción.
Público y privado
Si pensamos el “caso de las vacunas” como un concepto; es decir, alejándonos por un momento de las discusiones contingentes, el hecho explica en términos generales la relación entre los intereses públicos y privados en nuestra sociedad y, en definitiva, la sedimentación del poder político. Revela una distancia entre las reglas formales y las prácticas reales o, más sencillo, una distancia entre el deber ser y el ser. Nuestra vida pública está habitada por el uso particular de las cosas comunes a todos. Ello alcanza al funcionario policial que utiliza el cargo para conseguir una pizza, a quienes usan los autos oficiales para sus quehaceres personales y a los que utilizan para fines propios la información privilegiada a la que se accede por el trabajo en el Estado. De hecho, en el campo judicial existe una práctica también de usar el expediente con fines particulares, como expliqué en mi libro República de la Impunidad.
Se trata de reglas informales, pero altamente institucionalizadas que conviven con las normas legales. El hombre de pie percibe que algunos actores institucionales dicen una cosa y hacen otra. Significa que ciertos dirigentes no viven para la política, como decía Weber, sino que viven de la política. Básicamente porque conocen a la perfección cómo funcionan esas reglas informales que permiten el acceso privilegiado a algunos bienes públicos.
Desconfianza
Ese formato del poder político tiene muchísimas derivaciones, pero para resumir su traducción más tangible, digamos que lleva a una separación entre gobernantes y gobernados anclada en la desconfianza.
Los representados, aunque son los verdaderos titulares del poder político, perciben que existe el mundo real y el mundo de los políticos. Aquel grupo de dirigentes, a la par, naturaliza esa crisis de representación y se desempeña como si efectivamente hubiese un mundo distinto que el real en cuyo ecosistema hay ciertos permisos que no tiene la gente común. Acotando al máximo el razonamiento, me parece que en algunos casos se percibe que los cargos traen aparejada una esencialidad que justifica excepciones a las normas legales. Quizá por eso algunas personas cambian cuando acceden a cargos públicos, ya que se mudan de mundo.
A mediados de los años 90 Guillermo O’Donnell escribió un texto muy iluminador, “Ilusiones sobre la consolidación” (Nueva Sociedad N° 144, 1996). En lo que aquí interesa, se preguntaba por qué razón en algunas democracias solo un grupo selecto de ciudadanos accede a la “ciudadanía plena”; es decir, por qué pocos pueden gozar efectivamente de los derechos que nos acuerda a todos la Constitución Nacional.
Se lo preguntaba porque lo guiaba desentrañar el significado de otro concepto problemático de la politología ¿Qué es una democracia consolidada? No puedo detenerme en el texto con profundidad. Pero entre las particularidades que tienen algunos regímenes políticos (como el argentino), O’Donnell resaltaba el “particularismo”. Esto es, una serie de comportamientos informalmente institucionalizados que desafían “el paquete completo” de reglas de la democracia y que, en última instancia, funcionan como un yugo que constriñe la posibilidad de hacer efectivas todas y cada una de las promesas de la Constitución. El interrogante es ¿por qué?
Particularismo
El particularismo no constituye simplemente una conducta “desviada” Es una forma de ejercer el poder político que convive con otra institución altamente formalizada como son las elecciones libres y razonablemente limpias. En su combinación surge el problema. Elecciones razonablemente limpias por un lado y un camino para acceder a los roles de gobierno estructurado en base a comportamientos particulares por el otro ¿Qué sucede? Que son pocos los conocen ese camino informal. La gran mayoría de los ciudadanos tan solo percibe que existe. De ese modo, las relaciones políticas no universales atravesadas por favores, nepotismo, patronazgo, trazan el camino que permite competir libremente por los roles de gobierno. La competencia electoral, aunque limpia, está acotada a los que saben cómo llegar a competir.
Esta combinación de reglas formales para elegir y de informales para construir poder, lleva a la expropiación del poder político y de las instancias comunes para unos pocos. Allí reside el germen que permite que algunos gocen de la ciudadanía plena. Pero allí estriba también un esquema de poder que cristaliza desigualdades socioeconómicas que encorsetan la vida pública en manos de unos pocos. En esa clave, aunque se trate de comportamientos que subvierten la ética republicana, es perfectamente comprensible en términos racionales el acceso privilegiado a vacunas.
Ética pública
En el fondo, “el escándalo de las vacunas” como concepto interpela a los argentinos acerca de nuestra ética pública; en particular, sobre las formas de conseguir metas individuales y colectivas. Permitir el despliegue de nuevas subjetividades o la nueva combinación de perspectivas de futuro, exige conocer las causas de la realidad que se impugna. Quizá en el paso del predominio de lógicas de acción individual y colectivas particularistas, hacia la pasión, el sentimiento de responsabilidad y de la proporción del que hablaba Max Weber se aloje la semilla de una moral que reconcilie el país real con el país legal.
*Fiscal penal de la Nación.