PERIODISMO PURO
entrevista

Roberto Mangabeira Unger: "Se debe aplicar una economía de guerra"

Profesor de Obama en Harvard y el docente más joven en tener una cátedra en esa universidad, ministro de Asuntos Estratégicos de Lula, miembro de la Academia de Artes y Ciencias de EE.UU. Experto en casos de economía de guerra, cree que en la emergencia sanitaria hay que aplicar recursos y un espíritu de innovación excepcionales. Imagina un futuro de nuevas alternativas políticas en Latinoamérica.

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Fin de un paradigma social: “Ningún país puede aspirar a ascender en valor agregado apostando al empleo y seguro precarizados”. | Juan Obregon

—¿Cómo cambia la vida de Boston, la ciudad con mayor proporción de estudiantes del mundo, la presencia del coronavirus?

—Estamos todos confinados. Y en el reino del tedio, los propios dioses son impotentes.

—El alcalde Marty Walsh implementó el lunes de la semana que termina nuevas guías de distanciamiento social más estrictas y un toque de queda a partir de las 9 de la noche. ¿Cómo se están arreglando con esa situación?

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—Hay solamente dos caminos posibles, el chino y el surcoreano. El surcoreano es uno de ellos. Se analiza a gran parte de la población, a partir de la idea de que todo el mundo está contaminado. Para eso es necesario gran equipamiento técnico, capacidad y sobre todo disciplina social. No es el caso en Estados Unidos; tampoco el de Brasil, por tanto estamos obligados a seguir el otro camino, que es de un confinamiento radical. Esperemos que se pueda soportar. Es preciso ir paso a paso.

“La crisis preanuncia un nuevo período de proyectos nacionales fuertes en todo el mundo.”

—En más de un texto te referiste a la cuestión de que ni el mercado ni el Estado o cualquier otra forma de organización social deben ser confinados a ciertos arreglos institucionales rígidos. ¿El coronavirus y la crisis económica mundial consecuente generarán una mayor importancia proporcional del Estado sobre el mercado?

—Muchos comparan esta emergencia, al mismo tiempo sanitaria y económica, a las emergencias anteriores: a la depresión de la década del 30 y a las consecuencias de las guerras. Hace mucho tiempo que estudio el significado de la economía de guerra, por ejemplo el Estado, especialmente en el lapso que va de 1941 a 1945. Todos los dogmas supuestamente sacrosantos en Estados Unidos fueron dejados de lado: se organizó la economía en base a una coordinación flexible entre el Estado y las empresas privadas. Se impuso una movilización radical de los recursos nacionales. El volumen de las compras militares en los primeros seis meses de 1942 superó al producto bruto interno de Estados Unidos de 1941. Y el nivel de tributación del ingreso personal en Estados Unidos, en la alícuota máxima superior, superó un 90%. El resultado de esa combinación de inmovilización de recursos de gran envergadura, con innovación institucional radical, fue sensacional. En cuatro años los Estados Unidos lograron la creación de producto. Nunca aconteció algo semejante. Esto muestra la capacidad de resiliencia, de resistencia, de audacia, de crear alternativas cuando los recursos son ínfimos. Ahora nos tenemos que lamentar los pueblos en esta crisis, evitando colapsos por la demanda y del lado de la oferta, de la producción. Esto exige todas las supuestas tecnologías, no basta distribuir dinero. Es verdad que el apoyo financiero del Estado es parte de la solución del problema, pero exige también condicionar este apoyo de las empresas a la manutención del empleo. Ir directamente a asistir a los agentes económicos independientes precarizados y no permitir que naufraguen en esta tempestad. Desde el aspecto estrictamente sanitario, es necesario utilizar los instrumentos de una economía de guerra. Requerir parte del proceso productivo y comandar la producción. Hoy en día, Estados Unidos no necesita automóviles, pero sí tubos de oxígeno y respiradores, y esto tiene que ser comandado. Lo que importa es que lo que se atiende en la situación de emergencia, puede servir para experimentos posteriores. No verlo solo como una situación de excepción, pero sí como un paradigma que tenga significado para el período posterior. Eso tiene un significado especial para nosotros, que tenemos el desafío de ir en camino de afrontar la mediocridad y el primitivismo: aquello de apostar todo a la naturaleza y no al casamiento de la inteligencia con la naturaleza.

“Estamos frente a una oportunidad para la economía del conocimiento y para la democracia.”
 

—Afirmaste que no solamente el consenso de Washington estaba muerto, sino que también el neoliberalismo daba demostraciones de haberlo sido.

—Es muy fácil para políticos de otros países condenar el neoliberalismo. Pero en nuestros países ese centrismo institucionalmente conservador, rotulado de socialdemócrata o socialliberal, tampoco consiguió demasiado. Es la principal fuerza que se malogró. Porque no tiene proyecto capaz de calificar la producción y la gente, ni elevarnos. No decidiendo hacia dónde debe ir aquello que compramos debido a las transferencias, los subsidios, la cooptación. Eso es lo que tuvimos en Brasil. Para los pobres se reservaron las transferencias sociales, con minorías organizadas corporativas con derechos adquiridos. También los grandes empresarios, a través del crédito subsidiado y los favores que los garantistas, las cajas de intereses económicos, que todo el mundo compró. En nuestros días existe una repulsa en Brasil contra ese sistema de cooptación que aumenta en volumen. La corrupción en la relación entre el dinero y el poder fue apenas uno de los corolarios de ese sistema generalizado de cooptación. Y es ese sistema el que tenemos ahora que derrumbar para crear un modelo de desarrollo basado en la democratización de las oportunidades, y de la formación, a través de la innovación institucional. La innovación institucional enfrenta uno de los principales obstáculos en nuestros países que padecen el colonialismo mental.

“Hay que cambiar una política no inversionista que no enfrenta los problemas estructurales.”
 

—¿La disrupción del coronavirus puede llevar a esa sociedad más libre, menos rígida, menos jerárquica, donde se permita una renovación constante de las formas institucionales basada en la meta de profundizar la democracia de la que tanto hablaste? ¿O volveremos a formas regresivas autoritarias?

—La crisis abre oportunidades. Para el bien y para el mal. La crisis no asegura el futuro. Un gran filósofo inglés del siglo XX, Alfred North Whitehead, dice que la tarea del futuro es ser peligroso. Esa es la realidad. Eso está implicado en la descripción que hacía en un principio. Lo malogrado de los experimentos precedentes crea un vacío, un espacio al que puede dar respuestas el populismo autoritario como es de Jair Bolsonaro. El populismo priorizó su derecha, pero no tiene proyecto económico. No tiene siquiera proyecto constitucional. Aprovecha los temores, las ansiedades, los resentimientos. Su gran oportunidad fue un vacío importante que persiste. Pero para ejercer la autoridad es preciso tener ideas. Pero falta un proyecto fuerte, una voluntad fuerte que rompa con el colonialismo mental. Ahora es un momento de afirmación nacional y la afirmación nacional, como es siempre un cambio en dirección de la globalización, una globalización que nos imponga a los pueblos como condición de la apertura económica, la subordinación. a un formulario restricto de instituciones. Nos debemos el máximo de apertura y de contacto entre los comercios con el mínimo de restricción a los experimentos institucionales necesarios.

“La crisis global es un llamamiento a la grandeza: se necesita imaginación y tolerar los conflictos.”
 

—Diste un curso en Harvard en los 80 que se llamó “Reinventando la democracia”. Pasaron cuarenta años. ¿Cuál es la democracia adecuada para este comienzo de la tercera década del siglo XXI poscoronavirus?

—Es muy común entre los formadores bien intencionados pensar que la reforma de la política en el Estado es la madre de todas las reformas, como condición precedente necesaria. Pero la realidad de la historia es que ningún país reforma su política y su Estado para después decidir qué hacer con la política una vez reformados. La reforma de la política en el Estado ocurre solamente cuando deviene de una necesidad y responde a esa necesidad social y económica. Se precisa de una democracia de alta energía que no necesite de crisis para permitir cambio. Somos parte de un mundo en el que hay relativamente pocas guerras. Muchos pueblos dependieron de las guerras para cambiar. No nos podemos dar el lujo de tener esa dependencia. El impulso del cambio debe ser a las instituciones. Algo que sucede exclusivamente en el campo de la economía del conocimiento y la innovación. La economía del conocimiento es uno de los experimentos permanentes. Cuando se profundiza, necesita la participación de la sociedad en un experimento permanente. La contrapartida política a esa economía del conocimiento inclusiva es la democracia de alta energía, caracterizada por tres conductos de innovaciones institucionales. Primero, elevar la temperatura de la política, del grado de participación organizada del pueblo en la vida pública. La idea conservadora es que tenemos que escoger entre una política institucional fría y una política antiinstitucional caliente. Tenemos que elegir entre James Madison y Benito Mussolini. Esa es la idea conservadora. Es necesario que la política sea institucional y caliente al mismo tiempo, por el financiamiento público de la actividad política, por el acceso a los medios de comunicación en masa, por los procesos electorales que favorezcan la participación. El segundo elemento es promover innovaciones institucionales. Es acelerar el paso de la política, es mantener el principio liberal y fragmentar el poder en muchas partes pero repudiar el principio conservador y desacelerar la política que perpetúa los espacios. El régimen presidencial en países como Brasil y Argentina permite una masa directa al centro del poder. Tiene un potencial plebiscitario. Pero el presidencialismo americano que copiamos en nuestros países fue diseñado para incidir en la transformación de la sociedad a través de las políticas, perpetuando los espacios. Cuando hay un impasse es necesario resolverlo prontamente a través de elecciones anticipadas, convocadas por cualquiera de los dos poderes o por plebiscitos programáticos. Y el tercer elemento es organizar en nuestros países, a través de grandes variables federativas, una forma de federalismo que permita reconciliar iniciativas en términos fuertes con alternativas en las provincias. Cada provincia tiene el poder para decidir hasta cierto punto sobre las soluciones nacionales, crear nuevos modelos del futuro nacional. Esto es lo que estoy llamando una democracia de alta energía. Que es propia para nuestro futuro e ideal por nuestra situación histórica. No estamos comprendiendo la primacía de las alternativas estructurales. Cómo los liberales, los socialistas en el siglo XIX comprendieron algo. Pero al contrario de los liberales y de los socialistas del siglo XIX, no podemos resignarnos a dogmas institucionales permanentes, rígidos. No criticamos esos dogmas en esas soluciones definitivas. Por tanto, un atributo fundamental de la economía, de la política, es que permitan descubrir el camino en el proceso de andar y que tengan esa característica experimental. Nuestros pueblos son anárquicos, sincréticos, eclécticos, insurgentes. No se puede suprimir esta rebeldía toda. Es necesario equipararla económica y políticamente. Y el medio para el cambio radical es la educación pública.

“Entre 1941 y 1945 todos los lemas sacrosantos de los Estados Unidos fueron dejados de lado.”
 

—La economía mundial está cayendo a niveles de dos dígitos en los países más desarrollados. En nuestros países, en Brasil y en Argentina, es probable que sea aún mayor. ¿Cómo imaginás que se resolverá el tema del rompimiento del contrato? Vos sos un especialista en la cuestión jurídica: ¿nacerá una nueva  teoría sobre el derecho de crisis?

—La gran crisis del crack del 30 fue para Brasil y Argentina una oportunidad. Fue lo que permitió al país reabrir, una reacción que sin embargo no es suficiente para ahora. Esa dependencia de los recursos naturales, de la agricultura, de la ganadería, de la minería no es suficiente para ahora. Precisamos un productivismo diferente, que no sea un estatismo autoritario, que funcione para la economía del conocimiento y para la democracia. El detalle de cómo se establezca tiene que ser organizado en el marco del derecho. Dicho de manera estricta, el derecho es una práctica de imaginación institucional. Es muy interesante ver el destino de la disciplina de derechos, en casos como el que nos aflige, por ejemplo. Después del repudio del dogmatismo jurídico en los países principales, veo una dogmática jurídica que idealiza el derecho como sistema de principios y políticas públicas. Esta es la nueva ortodoxia, y esta ortodoxia está encuadrada en la política de Estado libre de Alemania. Países como Brasil y Argentina aceptan esa línea como si fuese el camino del futuro. Pero ese instrumento de ese conservadurismo institucional, social liberal, socialdemócrata, es el que tendríamos que repudiar en la disciplina del derecho, repudiar esa dirección que viene de afuera y crear otra idea del derecho, como un microexperimentalismo institucional. De la misma forma debe actuarse en economía. Los economistas de izquierda o nacionalistas, cuando perdieron la fe en el marxismo, abrazaron el keynesianismo vulgar. Importaron el keynesianismo vulgar, la economía contracíclica. John Maynard Keynes no tenía una idea productivista, su concepto era la construcción de la economía por el lado de la demanda. Su llamada “teoría general” no era general, sino una teoría de una determinada crisis económica. Tendríamos que tener ideas económicas nuevas, distintas, que tratasen de las estructuras y de las alternativas estructurales. Para eso es necesario mucha audacia, mucha autoconfianza y no ese colonialismo mental que predomina entre nosotros.

“Al perder la fe en el marxismo, economistas de izquierda abrazaron el keynesianismo vulgar.”
 

—Escribiste, entre otros, los libros “El yo y la naturaleza humana” y “La religión y la condición humana”. ¿Religiones y creencias como el budismo y el confucionismo preparan mejor a los orientales para actividades que los llevan al desarrollo económico o para el disciplinamiento social para enfrentar crisis en la salud pública?

—A corto plazo puede parecer conveniente tener un gobierno autoritario que direcciona a las personas junto a un pueblo obediente y disciplinado que acepte un conformismo social justificado por una interpretación del confusionismo, por ejemplo. Es muy costoso eso. Es una pantalla que fácilmente se desarma. Lo más importante a mediano y largo plazo es la flexibilidad, la capacidad de reinventarse. Es muy difícil reinventarse, tanto para los pueblos como para los individuos. Pero para los individuos es más difícil que para los pueblos. Algo que descubrí en la acción política es que es más fácil cambiar un país que a una persona. Es muy difícil, pero a mediano o a largo plazo lo más importante es la capacidad de autotransformación y flexibilidad. Aprender con la experiencia. Ese punto de vista muestra indisciplina, no un sincretismo o rebeldía, que son la materia prima de una obra en construcción. Es necesario equiparla, proveer esta vitalidad humana de brazos, alas y ojos. Equipar es transformar en flexibilidad preparada, ese es nuestro proyecto. No me resultan un ejemplo aquellos pueblos que viven bajo regímenes autoritarios, en culturas del conformismo. Por el contrario, de lo que se trata es de lograr la alquimia que transforma la vitalidad anárquica en creatividad colectiva. Esto es lo necesario para nosotros y lo que precisamos organizar. La idea central de la política es siempre la de grandeza. La cuestión decisiva que separa a los conservadores de los progresistas es si crecemos juntos o separadamente. La idea del progresista de izquierda, de los liberales progresistas, es que nos engrandecemos juntos. Y para ello no podemos aceptar las instituciones del sistema como un horizonte insuperable. El principal aliado de la vitalidad es la imaginación. Eso es lo que deseo para la Argentina y para Brasil. Yo creo profundamente que todo lo que engrandezca a Argentina engrandece a Brasil.

“La corrupción fue apenas uno de los corolarios de ese sistema generalizado de cooptación.”
 

—¿China va a salir proporcionalmente fortalecida de la crisis del coronavirus u ocurrirá lo contrario? La misma pregunta cabe para Estados Unidos, ¿cuál será el balance entre las dos superpotencias?

—Nadie puede saber eso. Depende de la evolución. En el primer momento China sale relativamente fortalecida, pero la historia no terminó aún. Y la sociedad americana tiene gran resiliencia. No me refiero al gobierno, que está confuso. Pero sería un equívoco subestimar la capacidad de respuesta y resistencia de los americanos. Demostraron, como en el ejemplo de la economía de guerra,  que tienen la posibilidad de transformar eso en un momento de afirmación nacional.

—¿Cómo saldrá Europa de la encrucijada habiendo superado en contagios de coronavirus a China?

—En Europa hay una cuestión espiritual. Los europeos parecen parece acreditar que es natural para la vida humana ser pequeños. Durante el siglo XX tuvieron las guerras y después, restablecida la paz, se adormecieron. Y se distrajeron con el consumo. En la guerra el sacrificio heroico, en la paz el consumismo. El problema europeo tiene un sustrato espiritual. La Unión Europea es un proyecto en el que las reglas de organización económica y social son cada vez más centralizadas en Bruselas y en Berlín. El poder de determinar los instrumentos educativos de los ciudadanos es delegado en las autoridades nacionales y subnacionales. Tendría que ser exactamente al revés. La vocación de la Unión Europea es asegurar el equipamiento cultural y económico de sus ciudadanos pero garantizar a los miembros el mayor espacio de maniobra a fin de crear alternativas, muy necesarias para los países del sur en Europa, que para eso tendrían que hablar a las oposiciones en Francia y en Alemania. La crisis es un llamamiento a la grandeza y vamos ahora a la imaginación y al conflicto. Para eso se precisa tener una idea mayor de las posibilidades. Comprender mejor las calamidades del siglo XX. Deseo que nuestra experiencia en América sea diferente. Y que no usemos otros ejemplos y un manual de instrucciones de afuera para actuar. Que nosotros tomemos nuestro lugar en el mundo y una posición ejemplar. Demostrar cómo la libertad profunda se reconcilia rápido con la experimentación que capacita y cualifica. Y esto es lo que va a crear una experiencia nacional y regional diferente en nuestra parte del mundo. En las últimas décadas del siglo XX la parte del mundo más obediente fue América Latina. Consecuentemente fue la que más cayó en participación en el producto mundial. La historia enseña sin lugar a dudas que la rebeldía no siempre prospera. Que no siempre es premiada con resultados; pero la obediencia es castigada invariablemente. Precisamos comprender y para eso precisamos ideas y líderes que no sean sumisos, colaboradores de las potencias adecuadas, e importadores de ideas como tenemos en nuestros países.  

“Nuestros países padecen de la colonización mental. Es algo que también debe transformarse.”
 

—En Estados Unidos, hace tres meses se suponía que Donald Trump tenía la reelección asegurada. ¿El coronavirus acelerará la posibilidad de que pierda las elecciones y los demócratas vuelvan al poder?

—No me pida predicciones. En la Divina Comedia, Dante Alighieri habla del castigo administrado a los que hacen predicciones. El porvenir es una reflexión del pasado. Hay una diferencia fundamental entre optimismo y esperanza. Optimismo es una actitud contemplativa, irónica. La esperanza va más allá de la acción y es su consecuencia. Se trata de una posición existencial, de predicciones. Descartemos el optimismo y tratemos de ganar en esperanza, que es la amiga de la acción.

“No hay que depender de la confianza financiera e ir a un proyecto rebelde de desarrollo nacional.”
 

—¿Alguna reflexión final para la audiencia argentina?

—Seguiría hablando por horas. Esa alternativa, estas alternativas institucionales espirituales que hoy describía pueden ser construidas mucho mejor por nuestros países juntos, Argentina y Brasil. Un día estarán juntos, literalmente juntos, y ayudarán a traer luz y aliento a la humanidad.

 

 

“La idea central de la política es siempre la de grandeza”

—En el reportaje que le hice en Brasilia en 2015 (https://bit.ly/2zaIeW9), usted dijo: “Brasil es lo más parecido a EE.UU.”. ¿Se corrobora también en este caso?

—Para esto se cuenta con el programa específico, que creo que en gran medida compartiríamos con Argentina. Brasil siguió una estrategia con tres características dominantes: primero es el énfasis en la idea de que hay que cobrar las cuentas públicas. Priorizó el gasto y el ingreso, las cuentas públicas, con la idea falsa de que el equilibrio fiscal provocaría inversiones para poder desarrollar el país a partir de tener más dinero en las arcas públicas. Pero ningún país en el mundo ascendió de esa forma. El realismo fiscal es necesario, pero no para ganar confianza financiera como dicen los economistas. Porque es imprescindible no depender de esa confianza para que el país y su gobierno no queden de rodillas y pueda ir en un proyecto rebelde de desarrollo nacional. Y no quiere admitir que esa idea fiscalista es un pretexto para una política monetaria que subordina los intereses de la producción a los intereses del revanchismo financiero, que busca una política cambiaria que apenas disfrace el empobrecimiento del país. La segunda máscara y ese rumbo que seguimos en todo ese período histórico fue lo que definiría como pobrismo: la idea de que cuidando a los pobres se produciría una transferencia compensatoria. Un rasgo de la política en Brasil es dorar la píldora de algún diario económico. Aquí se hizo con el dulce de las transferencias sociales. Esto no alcanza para las causas estructurales de la pobreza y de la desigualdad. Es una especie de bálsamo que trata a los brasileños como beneficiarios y no como agentes empoderados. Esa fue la segunda marca. Es evidentemente necesario rescatar a los pobres de una miseria desmovilizadora, pero no sustituye la transformación esencial. Y la tercera máscara de esa estrategia nacional fue aceptar ir hacia una involución productiva. Un proyecto basado en la agricultura, la ganadería y la minería con poquísimo valor agregado. Todo para pagar el costo del consumo urbano, pero a partir del primitivismo y la mediocridad, esas fueron las tres marcas. De izquierda a derecha, Jair Bolsonaro limitó el cuidado a los pobres porque buscó otra base para complementar la masa pobre, la de los emergentes, los emprendedores, muchos de ellos evangélicos. Necesitaban una guía política. Pero no alguien que escuchara sus debilidades y apelara al resentimiento y al temor. Bolsonaro representa eso. Es lo que hace. Y esa es la situación de hoy. En ese sentido, la situación de Brasil no es muy diferente a la de la Argentina. Brasil cuenta con una vitalidad y energía propias. Pero la manera de superar la desigualdad es superar la mediocridad. Y es una situación tal vez no, no, no muy diferente a la de Argentina.

“La manera de superar la desigualdad es salir de la mediocridad.”

Antes y ahora ya había acontecido algo en el mundo que preanunciaba el logro de las estrategias seguidas durante varias décadas. Hay un logro de base sobre el desarrollo en el mundo que nosotros ahora no comprendemos. Es un debate que se presenta en la forma de un dilema. Había un atajo propuesto por la teoría del desarrollo clásico del siglo pasado, que era la industrialización convencional. A partir de los trabajadores y recursos de los sectores medios productivos y convocados en los más productivos. Renunciar a la agricultura y confiar en lo industrial. Ese atajo no funciona más, en Brasil o en el mundo. Porque la vanguardia convencional no es más vanguardia, es el resquicio de una vanguardia anterior o un satélite de una nueva vanguardia, que es la economía del conocimiento. Implica ciencia y tecnología, y vocación e innovación también. A partir de ahí la alternativa consistiría en establecer una forma social e inclusiva de la vanguardia, de la economía del conocimiento. Pero esa alternativa parece inaccesible, incluso en los países más ricos con las poblaciones más educadas, como Estados Unidos, Alemania y Japón. El conocimiento se distribuye de una forma que excluye a la gran mayoría de los trabajadores. Y está presente en todos los sectores, servicios intelectuales, manufactura y agricultura científica. Pero no llega a ese sector social. La alternativa sería una forma inclusiva de la economía del conocimiento. Pero el problema es que no existe hoy en día tal alternativa. Eso provoca desorientación a nivel global. Se van desindustrializando los países y no se encuentra el camino. El problema previo a la pandemia era que ya necesitábamos un proyecto productivista capacitador para sustituir el primitivismo productivista seguido hasta ahora. Ahora viene esta crisis sanitaria y económica al mismo tiempo. Esta crisis preanuncia un nuevo período de proyectos nacionales fuertes en todo el mundo. Cuando digo proyectos nacionales fuertes, me refiero a proyectos que implican la movilidad de recursos naturales en gran escala, una mirada en la cual siga actuando el aparato productivo, de empresas inclusivas, capacitar al pueblo e innovar en las instituciones, experimentar también en este aspecto. Proyectos nacionales fuertes que seguirían la orientación de la globalización. Una globalización que no sea maximalista, que no exija que los países se subordinen a una camisa de fuerza, a una convergencia institucional recta, que permita experimentar, audazmente, con las formas necesarias. No debemos ser obligados a seguir un camino, sino abrirnos a buscar uno propio. Eso va a poner fin a cada una de las estrategias seguidas hasta ahora. La pregunta es cómo se transforma en una alternativa para Brasil y Argentina. Me parece que hay cinco grandes ecos de ese cambio de paradigma. Primero, privilegiar la capacidad productiva, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, a partir los sectores más propicios al vanguardismo productivo y tecnológico en el mundo de las grandes empresas, que son los productos agropecuarios, que pueden agregar valor a través de la industrialización, el complejo energético, el complejo industrial de la salud y el complejo industrial de la emergencia. Y después de abajo hacia arriba, organizando los instrumentos del Estado, del crédito, de apoyo tecnológico, de asistencia comercial para conformar una multitud de pequeñas y medianas empresas afines a esa vanguardia productiva y tecnológica. Algo que les cabe no solamente las empresas, sino también a los individuos. Lo que ocurre en la economía contemporánea es que surgen agentes económicos técnicos que no tienen vínculo próximo de pertenencia con las empresas. Por ejemplo, una enfermera o un técnico que repara máquinas pueden reconvertirse o ser reconvertidos en artesanos tecnológicamente equipados, un proceso factible en todos los sectores del empleo: tanto para los sectores más humildes como para quienes ejercen las profesiones liberales. El segundo eje es una revolución: que la gran mayoría de las fuerzas de trabajo que participan de la economía informal o están precarizadas pasen a la economía formal. Y hoy se trata de la mayoría de los trabajadores. Ningún país puede aspirar a ascender en  valor agregado apostando al empleo y seguro precarizados. Necesitamos organizar, presentar y proteger a las masas precarizadas a través de la ley. Es un cambio indispensable para lograr una escalada de productividad. Los neoliberales quieren condenar a la mayoría a una inseguridad radical a partir del eufemismo de la flexibilidad. Los líderes de los trabajadores organizados se preocupan por los intereses de esa minoría organizada en detrimento de los intereses de la mayoría que necesita ser protegida. El tercer eje es una revolución en la educación pública como Argentina lo vive desde la época de Domingo Faustino Sarmiento. Una educación que rompa con el enciclopedismo dogmático y tenga como eje lo analítico y la capacitación. Y no solo analítica y capacitadora, también cooperativa en la manera de organizar equipos de profesores y de alumnos, dialéctica. Toda disciplina debe ser enseñada desde puntos de vista contrastantes, ninguna materia debe ser enseñada solamente con un enfoque único. Toda materia debe aprenderse al menos dos veces, es clave partir de una crítica a la superficialidad enciclopédica y llegar a la profundidad temática. Para eso necesitamos de una vanguardia pedagógica. No solo en la educación general, también en la técnica. Abandonar el modelo alemán antiguo que seguimos de nociones técnicas rígidas, de quedarse en las especificaciones técnicas de determinadas máquinas y privilegiar las capacitaciones exigidas por la tecnología inteligente. El cuarto eje es igualmente importante en Argentina y en Brasil. Se trata de organizar ese proyecto nacional a través de las políticas nacionales. Se trata de reenergizar el federalismo.

“El pobrismo es una especie de bálsamo que no empodera a los pobres.”

En Brasil, en Argentina, nada va a transformarse si no se tocan las bases. Y esto se trata de generar otro modelo de política regional, destinando a todas las macro y microgestiones, destinada no a compensar el atraso relativo pero sí equipar a los emergentes de cada región para construir nuevas estructuras. Con el gobierno central participando y no a través de algo impuesto de arriba hacia abajo por el gobierno central. Y el gran instrumento de esta política regional, diversificadora del país, es el federalismo cooperativo, la cooperación vertical y la cooperación horizontal entre las provincias, entre los municipios. Y así podemos construir una dialéctica de experimentos que aproveche esa energía. El quinto eje es reconstruir el Estado. El Estado es necesario para ejecutar esta alternativa productivista y capacitadora. Tenemos que construir uno nuevo. Y ahí son claves tres agentes diferentes. Hay un agente del siglo XIX, que jamás completamos, de tener profesionalidad en la burocracia, en la formación de los cuadros. Hay un agente también en la eficiencia administrativa, propio del siglo XX. Para eso no funciona una transposición mecánica de los padrones de empresas hacia el servicio público, se trata más bien de una reinvención necesaria. El eje propio del siglo XXI es la innovación experimental de proveer los servicios, lo que llamaba federalismo cooperativo: para llegar al siglo XXI se necesita esa nueva política regional. Ese es un gran proyecto. Se necesita traducir en lo real la esencia mundial de proyectos nacionales sueltos. Es el significado de lo que nuestra generación construía. Hay que cambiar una política no inversionista que no enfrenta los problemas estructurales.