Era otra época, claro. Casi todos nacidos en el 70 y educados en la clase de media que cursó la primaria con Videla y la secundaria con Alfonsín. Nos conocimos a los 12 años en el Instituto Mariano Moreno de Hurlingham que, por suerte, estaba más interesado en formar “humanos” que “derechos”.
En casa era igual. Los viejos se preocupaban para ilustrarnos a mi hermano y mí sobre valores, cultura, respeto y otras cosas que la sociedad del siglo XXI dice que faltan, porque educación y respeto “eran los de antes”.
Casi treinta años después, Mary me llamó para avisarme que “los chicos de la división” habían organizado la fiesta del reencuentro. ¡Boluda, van a ir todos!”, me anticipó como preludio de una charla de hora y media rociada con recuerdos de los “personajes” del curso. Que la Gorda, la Sucia, el Petizo, el Nabo, la Tarada, la Traga, la Puta, la Falsa, el Grasa…y una serie de adjetivos hoy demodé con los que calificamos a los treinta y pico diplomados en Técnicas Bancarias e Impositivas.
¿Y esto a qué va? Bien. Una semana después, Mary me vuelve a llamar para decirme que “el tarado de Martín” había dicho que no iba. ¿Por?, le pregunté casi con pena. Porque dice que en la secundaria le hicimos la vida imposible, que éramos todos unos hijos de puta y que si hubiera podido nos mataba a todos. Que tiene los peores recuerdos de esa etapa de su vida, me contestó.
Martín leía la Biblia durante los recreos y nosotros jugábamos a descubrirlo y, como se dice ahora, “delirarlo”. Cada día de la semana durante los tres recreos... y ninguno supo jamás lo que a Martín (ni a los otros tres que se negaron a festejar el reencuentro, por los mismos motivos) le pasaba por dentro.
“Che, qué mierda. Yo nunca supe todo eso”, le dije ya con culpa de adulta. “Yo tampoco”, me respondió con pesar. “Igual, en la secundaria uno es así… gastás a todo el mundo y todos te gastan, y no te das cuenta de lo que provocas”, mitigó mi ex compañera, unas de las pocas sin apodo. Como yo…
Agustín Esteche tenía 13 años y hoy está muerto. Lo asesinó a cuchilladas un compañero de 12 cansado de que lo gastara, según confesó en su primera declaración. Hacía tres meses que había preparando la venganza, que incluyó el cavado de un pozo en el jardín de su casa para esconder el cuerpo de su colega de secundaria.
Unos años atrás, Junior, el alumno de Carmen de Patagones a quien sus compañeros lo tenían de “hijo” por escuchar a Marylin Manson y comulgar con la tribu dark, planeó quitarle la pistola a su padre y descargar su furia a tiros: mató a tres chicos en el aula.
Ambos asesinos eran adolescentes normales, de clase media, con padres laburantes que querían que sus hijos fueran mejores. Y sí, tenían Internet, como nosotros teníamos la tele —el demonio de mi generación.
La sociedad está estremecida por el caso ocurrido hace apenas horas en la provincia de Corrientes. Los medios enviaron móviles para transmitir el horror en vivo y los sociólogos y psicólogos arrojan teorías para explicar la alienación del homicida recién púber. Los más pragmáticos simplifican: “Estaba todo el día con la computadora”.
El pacto social que rige nuestra vida en comunidad exige que se administre justicia. Y no dudo que se hará. Pero hay cosas que se escapan a los parámetros de conducta establecidos. Prejuicios, miedos a los distintos, pensamientos oscuros y hasta ingenuidades incontrolables que en algunos casos maceran odios. No importa la edad. Y quien esté libre, que tire la primera piedra.
Mi ex compañero, el de la Biblia, se vengó con el tiempo y la palabra, y a una edad en la que, paradójicamente, nos pesa más que si tuviéramos 13 años. A otros, el espíritu rebelde les hace perder la paciencia más temprano y con otras modalidades.