Los videos son reproducidos hasta el hartazgo, a toda hora y con mínimas advertencias sobre la crudeza del contenido. Un hombre es atropellado una y otra vez, mientras otro es alcanzado por un balazo a traición en medio de un asalto. Todos lo ven en TV, redes sociales, portales de noticias. También lo hacen sus familias. Muchos se sienten abrumados por las imágenes, sin considerar que la violencia real supera en extensión y sordidez a los minutos de pantalla.
Cuestionar la difusión de estos hechos es ya un acto reflejo inmediato. El debate no es nuevo. En 2012, un fotógrafo del New York Post retrató el momento en que un hombre moría arrollado por un subte. Veintisiete años antes, Colombia asistió a la muerte en vivo de Omayra Sánchez Garzón. El desborde de un río arrasó con el pueblo de Armero; atrapada entre fango y cadáveres, ella hablaba con los periodistas en el lugar. Agonizó y murió ante las cámaras. En 2015, EI construyó a fuerza de mediáticas decapitaciones un andamiaje de advertencias a todo Occidente. La proliferación de cámaras de seguridad y la rapidez con que contenidos antes desconocidos son viralizados en la web nos dan ejemplos imposibles de ser enumerados.
La difusión de estas noticias no tiene mayor utilidad que la de la denuncia, incluso asumimos la cuota de morbo que genera en la audiencia, que prioriza –en incontables mediciones– estas informaciones por sobre otras. Su contenido es tan violento que nos fuerza a mirar y reconocer lo
que negamos.
A diferencia de otras coberturas periodísticas, en las muertes de De Negris y Dos Santos no hay ficción. No obstante, es necesario (y sano) cuestionar a los medios y preguntarnos por qué nos afecta la exposición pública de un homicidio. La hipocresía en la que convivimos nos vuelve inclementes con la reproducción de estos videos a la vez que naturalizamos la indiferencia con que los testigos de estas escenas pasan junto a las víctimas, sin asistirlas. Hay algo que elegimos no ver. Lo que no podemos tolerar.
*Editora General de Perfil.com