Tirado sobre el suelo del Alto Palermo, Pablo Gonzalo Calandria juraba que no había llegado al lugar motorizado. Pero las llaves de un Ford Focus lo delataron. Los gendarmes se dirigieron, entonces, al estacionamiento del shopping, uno de los más importantes de la Ciudad de Buenos Aires, y comenzaron a presionar el botón del control de la alarma, hasta que uno de los vehículos respondió. Dentro del auto, encontraron un arma y un bolso con $ 1.800.000.
La brigada de la Unidad de Operaciones Antidrogas de Gendarmería Nacional que realizó la investigación que derivó en el Operativo Quijote, ya estaba al tanto de los movimientos escurridizos de Calandria, un marplatense de 42 años que se convirtió, en pocos años, en el hombre de mayor confianza de Gustavo Sancho –considerado como uno de los grandes capos narcos de la provincia de Buenos Aires y detenido por orden de la jueza Sandra Arroyo Salgado en noviembre de 2017.
La captura de Calandria, del 31 de octubre pasado, fue una sorpresa para todos. En primer lugar, y por lógica, para el fugitivo y, en segundo lugar, para las personas que habían concurrido al shopping de Santa Fe al 3200.
Pero también lo fue para los agentes que lo atraparon porque no esperaban verlo entre la multitud ese día, cuando seguían a una pareja que había recogido elementos personales del prófugo de un departamento de la Torre Quartier de San Telmo, cuyo alquiler mensual rondaría los 40 mil pesos.
El seguimiento los llevó ante el colaborador de El Rey, el alias que recibía Sancho entre los miembros de la organización que bombardeaba de cocaína campos de General Belgrano y Las Flores.
En el pasado, Calandria había logrado sortear la cárcel a bordo de un BMW por las calles del microcentro porteño. Al parecer, el ladero del jefe narco es un hábil conductor y logró perder a sus perseguidores a alta velocidad.
Pero esta vez fue diferente: no tuvo tiempo, siquiera, para resistirse. Debido a la naturaleza escurridiza del fugitivo, los agentes sabían que no volvería a presentarse una oportunidad igual por lo que llevaron a cabo la captura frente a todos. Dos gendarmes se pararon frente a él y otros dos, se ubicaron tras sus espaldas.
De manual. En la clandestinidad, Calandria se movía con destreza y parecía seguir un manual especialmente confeccionado para prófugos: no mantenía vínculos afectivos de ninguna índole: se había separado de su pareja, Xiomara M., dos años atrás, y no intentó ningún contacto con sus padres ni sus hermanas.
Además, mantuvo una vida nómade: cambiaba de vivienda con frecuencia y se movía en, al menos, tres vehículos que dejaba en estaciones de servicio a manera de postas.
Sin conexión. Por otro lado, no usaba redes sociales y, de tener que comunicarse con cómplices, lo hacía personalmente. Se manejaba con la vestimenta justa y elementos básicos de higiene personal. Prefería, para moverse, vehículos veloces y pequeños. En lo posible, de lujo, como los refugios que elegía para ocultarse. No usaba custodios; en cambio, llevaba un arma que, aseguran, no dudaría en usar ante una amenaza y bastante dinero para quebrar voluntades.
Durante el año que estuvo prófugo, sin embargo, Calandria pudo circular en el interior del país, por la Ciudad y la provincia de Buenos Aires con una licencia apócrifa y usando el apellido de Pacheco. Pero también salió de la Argentina. Para hacerlo eligió la nacionalidad venezolana y un nombre particular: Luis Travieso Jonatan Wilfredo.
Cercado. Las primeras intervenciones de Calandria en la estructura de narcotráfico nacional e internacional montada por el empresario Sancho datan de marzo de 2013, cuando se los registró entrando al país desde Bolivia.
Para los investigadores del caso, el rol que cumplía el segundo del capo era fundamental: se encargaba de la logística tan a la par del capo que la jueza los define como un “tándem”. Juntos cruzaban las fronteras en vehículos o aviones comerciales.
Calandria, además, tenía un estrecho vínculo con Alan Sancho, también detenido y procesado en la causa.
El 16 de diciembre de 2016, salió con una mochila negra de la casa de Sancho y tomó la ruta rumbo a Mar del Plata. Un incidente con un motociclista provocó que un control lo detenga, en cercanías al peaje Hudson. El operador de Sancho no tuvo otra opción y debió mostrar el contenido de la mochila: llevaba 65.000 dólares y nueve mil pesos que no pudo justificar.
Por aire, por tierra y por mar. Gustavo Sancho usaba una pantalla poco creíble para justificar su alto estándar de vida: la compra y venta de vehículos que, según un análisis de la Procuración de Lavados de Activos, traía pérdidas al autodenominado “empresario” de San Martín.
Para la investigación de la jueza federal Sandra Arroyo Salgado, que contó con la colaboración de la Procunar, a cargo de Diego Iglesias, el verdadero negocio de Sancho era el narcotráfico. La organización del hombre que estuvo involucrado en el caso Candela, “bombardeaba” con cocaína campos de General Belgrano y, por tierra, trasladaba la sustancia hacia Buenos Aires o, vía Paraguay a Uruguay o Brasil, para desde allí –vía marítima– ser transportada al continente europeo.
El capo narco le dedicaría especial atención al rol del piloto que transportaba la droga. Según se desprende de la causa, pagaría unos 80 mil dólares al encargado de transportar la cocaína en avión –preferentemente modelo Cessna 210–; por esa razón, se cree que el dinero secuestrado a Calandria cerca del peaje Hudson podría tener como destino a uno de los comandantes de las avionetas.
Uno de esos pagos habría sido realizado al piloto Heitor Antonio Machado, de nacionalidad brasileña, detenido en Paraguay cuando descargaba de su aeronave 396 kilos de cocaína, en septiembre de 2016.