Nueve meses si se parte de las primeras conversaciones inorgánicas entre los conspiradores; siete meses si se cuenta desde que esos encuentros se formalizaron, cuando, el 28 de agosto de 1975, el general Jorge Rafael Videla fue nombrado jefe del Ejército por la presidenta Isabel Perón. El golpe del 24 de marzo de 1976 fue el más preparado de la Historia argentina, que desde 1930 estuvo plagado de pronunciamientos militares. Fue también el más comentado: hasta en los cafés se hablaba de cuándo se levantarían los militares.
A los 87 años, preso por violaciones a los derechos humanos, Videla es el producto de dos vertientes fundamentalistas de la Historia argentina: por un lado, el Ejército concebido como pilar de la Patria, y, por el otro, una manera de entender el catolicismo que bendice esa alianza básica entre la Iglesia y las Fuerzas Armadas. Es un católico que se considera instrumento de Dios en aquella “guerra contra la subversión”, una “guerra justa” en la que él defendió los llamados valores occidentales y cristianos.
Videla considera que sus penurias del presente se deben, precisamente, a que las fuerzas a su mando lograron la victoria en aquella “guerra contra la subversión”. Se ve a sí mismo como un “preso político”. En su última entrevista a la revista española Cambio 16, convocó a los oficiales más jóvenes a un golpe de Estado contra el gobierno de la presidenta Cristina Kirchner. Luego, desmintió esas supuestas declaraciones.
Durante la serie de entrevistas que le hice para mi libro Disposición final, la confesión de Videla sobre los desaparecidos, no me interesó Videla como figura del presente sino como protagonista de la dictadura. Entiendo que él ya no tiene ningún peso específico en el Ejército, que, por el estruendoso fracaso de la última dictadura, no posee el peso político de antes. Desde el retorno a la democracia, en 1983, los gobiernos civiles que se sucedieron coincidieron en disminuir aquel peso político de los militares, que hoy, incluso, han perdido hasta su capacidad para la defensa nacional.
Y en la Iglesia Católica, la corriente integrista a la que Videla adscribe está en baja desde hace muchos años. Hay todavía algunos sectores, pero no tienen peso.
En fin, el mundo y la Argentina han cambiado mucho en este sentido, y Videla pertenece en cuerpo y alma a aquel pasado.
La dictadura que él inauguró terminó en un triple fracaso: descalabro económico, una guerra perdida por las Islas Malvinas y miles de detenidos desaparecidos y asesinados. En mi libro, él reconoce por primera vez que los desaparecidos fueron un método para ocultar, para “enmascarar”, toda una secuencia de asesinatos que, si no se hubieran disimulado de esa forma, habrían provocado protestas dentro y fuera del país. Pero, y esto es tal vez lo que más sorprende y desagrada, no está arrepentido de eso; por el contrario, dice que “duerme muy tranquilo todas las noches” y que siente que Dios “no le ha soltado la mano”.
Por otro lado, Videla es un emergente de una situación que lo supera ampliamente. El golpe del 24 de marzo de 1976 fue alentado por un amplio arco que incluyó a empresarios, sindicalistas, políticos, sacerdotes y hasta guerrilleros, que creían que la toma del poder por parte de las Fuerzas Armadas y el endurecimiento de la represión no harían más que alinear a la gente detrás de los “ejércitos populares”, insurgentes, acelerando la llegada inevitable de la revolución socialista. Era una época en que prácticamente nadie defendía en la Argentina a la democracia, al estado de derecho y a los derechos humanos. Por lo tanto, el fracaso de la dictadura fue también el fracaso de buena parte de la sociedad argentina.
Sin embargo, esta verdad histórica es difícil de asumir: ningún sector admite hoy ni siquiera que apoyó aquel golpe militar. Todos se piensan en la Argentina como defensores de los derechos humanos desde siempre, en primer lugar el gobierno, que desde 2003 está encabezado por el matrimonio Kirchner, dos políticos experimentados del peronismo que durante la dictadura vivieron en Río Gallegos, en el sur del país, y nunca defendieron a sus compañeros.
(*) editor ejecutivo de la revista Fortuna. Especial para Perfil.com