En la mitología griega, la Ocasión (que es otro nombre de la Oportunidad) está personificada como una mujer voladora y muy rápida. Su característica más evidente es que es pelada, excepto por los largos mechones de pelo que tiene en la frente. Así, calva, es como la pintaban los artistas del Renacimiento, y así se metió en el refranero español. Y justamente, como la única forma de atraparla es por esos pocos pelos que tiene delante de la cabeza, a la Oportunidad hay que tomarla de frente. Si esperamos más de la cuenta, lo más probable es que nos pase de largo, y entonces ya será demasiado tarde para capturarla.
Como siempre digo, hay una razón por la cual los refranes son refranes. Si los seres humanos necesitamos que nos recuerden con una frase una verdad que parece tan evidente, es porque nuestra tendencia natural es a actuar contra esa verdad evidente. Es obvio por qué: los seres humanos somos por naturaleza precavidos, actuamos sólo cuando estamos seguros, y por lo general no nos gusta arriesgar demasiado. Por eso mismo, se nos recuerda tan a menudo que “el que no arriesga no gana”. Con un poco más de elegancia, William Shakespeare escribió que “nuestras dudas son traidores, y nos hacen perder el bien que a menudo podemos ganar”.
En Argentina, en los años electorales, la escena política es siempre dubitativa. Los potenciales candidatos vacilan, tantean, titubean, mandar a hacer encuestas y análisis, piensan y vuelven a pensar, y, muchas veces, toman decisiones demasiado tarde. Bien, jamás voy a decir que no es necesario pensar y prepararse para lanzarse a una campaña política. ¿Pero cuál es el efecto que estas largas reflexiones generan en el electorado?
Recordemos que todas las acciones de los políticos, incluso estos tanteos, son reproducidos y amplificados por los medios. Si un posible candidato pasa demasiado tiempo pensando si va a lanzarse o no, con quién y cómo, producirá un efecto negativo en el electorado. Las dudas traen más dudas. Si el candidato no es un hombre decidido, tampoco la gente estará muy decidida a la hora de votarlo.
Como explica Robert Greene, en su libro Las 48 leyes del poder, la audacia genera admiración, mientras que la vacilación produce el efecto contrario. Una persona audaz, equivocada o no, despertará más respeto que un tímido, por mejores intenciones que tenga este último.
A veces no es suficiente con prepararse. No es suficiente con armar buenos equipos, buenos planes de campaña y de gobierno. A veces, la actitud que mejor paga es saber saltar en el momento justo, atrapar la ocasión que viene de frente. De ahí que todos los políticos exitosos tengan una cualidad extra que puede ganarle al carisma y la preparación. Llamésmosla “sexto sentido”, “olfato”, o como sea: es esa habilidad para leer el momento, y para anticiparse a la ocasión que está llegando.
Por supuesto la política debe ser racional, pero también debe tener un componente intuitivo que, últimamente, se está perdiendo. Un político que se precie debe saber mostrar liderazgo y control, no sólo en el interior de su equipo, sino, primero que nada, en su propia vida. Sus acciones no pueden estar siempre dominadas por el cálculo puro, porque los datos nunca le darán un 100% de seguridad a la hora de tomar una decisión.
Pero si confía en su instinto, es muy probable que salga ganando. Y si no lo hace, al menos se ganará el respeto de una sociedad que lo verá como un líder audaz, sin miedo a las derrotas.
(*) Consultor especializado en Comunicación Institucional y Política, Asuntos Públicos y Gubernamentales, Manejo de crisis y Relaciones con los Medios. Magister en Comunicación y Marketing Político.