Raúl Lastiri dirigía, formalmente, el país desde hacía 74 días en reemplazo del renunciado Héctor Cámpora, pero se sentía mucho más cómodo en su despacho de presidente de la Cámara de Diputados. Había sido puesto allí por las presiones de su influyente suegro, José López Rega, padre de su esposa, Norma; secretario privado de Juan Domingo Perón, y ministro de Bienestar Social, a pesar de que había entrado en un alejado sexto lugar por la lista del Frente Justicialista de Liberación de la Capital Federal.
Cuando Cámpora tuvo que renunciar para abrirle paso a Perón, el 13 de julio de 1973, Lastiri saltó a la presidencia de la República con la misión de preparar el triunfo electoral que coronaría el retorno del General.
Era un mandato de transición, provisional. Lastiri sabía que todo su poder era prestado e iba sólo lo imprescindible a la Casa Rosada, tanto que prefería convocar a sus ministros para las reuniones de gabinete directamente en el chalet de tres plantas ubicado en la calle Gaspar Campos 1065, en Vicente López, a una decena de cuadras de la residencia presidencial de Olivos, donde vivía el General desde su regreso definitivo a Argentina.
Perón era el poder real y Lastiri lo respetaba hasta el exceso y la obsecuencia. Abría las reuniones de gabinete con una reverencia y un ofrecimiento: "Mi General, siéntese acá, a la cabecera de la mesa". Y Perón, elegante y formal, pero halagado, le respondía: "No Lastiri, el Presidente es usted".
Dos semanas atrás, Lastiri había tenido la mala suerte de que los dos perritos de Perón se le treparan a la falda y comenzaran a lamerle la cara. Obviamente, él no los echó: eran los caniches del General, y aguantó esas incómodas muestras de afecto sin decir una palabra mientras los ministros exponían.
—Lastiri, disculpe; a estos perros les gustan los presidentes, bromeó Perón.
Los caniches siguieron con sus lambidas y el pobre Lastiri debía balancearse para esquivarlos con el riesgo evidente de caerse de la silla.
—Cuidado Lastiri que estos perros lo pueden derrocar, lo martirizó el General.
A Lastiri no le molestaban esos comentarios; al contrario, los consideraba una muestra de afecto, o al menos de consideración.
La última vez que había estado con el General en Gaspar Campos había sido apenas dos días atrás, el domingo 23 de septiembre, esperando los resultados de una victoria cantada. No eran más de 20 personas: Lorenzo Miguel, referente principal del proyecto de poder sindical, político y económico caricaturizado con la imagen "La patria metalúrgica"; el senador jujeño Humberto Martiarena, jefe del bloque oficialista en la Cámara Alta, y José Luis Pirraglia, dirigente de la ortodoxa Juventud Sindical Peronista, entre otros. Perón comandaba la tertulia, instalado en su sillón frente al televisor, de donde emergían datos y reportajes. Otra vez había sido largamente plebiscitado por el pueblo y la voz de Perón sonaba triunfal. Muy distinta al tono espectral de unos minutos atrás, cuando llamó a Lastiri por teléfono para hablar del asesinato de su querido José Ignacio Rucci.
Habían pasado apenas dos horas del atentado que ya conmocionaba a los argentinos y Lastiri, el presidente de la República, ordenó a su secretaria que convocara urgente a su despacho a Nilda Garré; a Julio Bárbaro, y a otros jóvenes diputados que mantenían un buen diálogo con sus colegas encuadrados en Montoneros.
—Compañeros, los llamé porque el General está muy preocupado y nos pide que invitemos a los diputados más vinculados a Montoneros para que vayan al velatorio de Rucci y así se demuestre públicamente que el asesinato no fue obra de ellos, les dijo.
—¿El General sospecha de algún grupo en particular?, quiso saber Bárbaro.
—El espera que haya sido obra de un enemigo externo al Movimiento.
Perón quería creer que su fiel Rucci había sido asesinado por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), el brazo militar del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), que continuaba en la lucha armada a pesar de que el 25 de mayo de aquel año se había terminado la dictadura y Argentina había vuelto a la democracia. El ERP acababa de ser declarado ilegal, el día anterior al ataque contra Rucci.
Los heraldos de Lastiri partieron en busca de Carlos Kunkel (era el jefe en La Plata de un joven, impetuoso y periférico santacruceño que estudiaba abogacía, Néstor Kirchner), Armando Croatto, Aníbal Iturrieta, Rodolfo Vittar, Roberto Vidaña, Diego Muñiz Barreto y de otros jóvenes legisladores que formaban parte de los más de 20 diputados que pertenecían a Montoneros. El resultado fue francamente negativo. "No podemos ir al velatorio de Rucci por razones obvias", resumió uno de ellos, muy suelto de cuerpo.
A los 20 minutos, Garré, Bárbaro y los otros comisionados estaban de vuelta en el despacho de Lastiri. "Vamos a tener que ir solos: fueron ellos", le contaron. La última esperanza de Perón de que no hubieran sido sus hijos descarriados había durado menos de media hora.
Apenas se enteró de la mala nueva, Perón convocó a su gabinete; a los 16 miembros del Consejo Superior Peronista, el máximo organismo del Movimiento, y a otros conspicuos dirigentes peronistas a una urgente reunión en la Casa Rosada aquella misma tarde a las 16,30, antes de un acto previsto desde hacía ya varios días en el que López Rega planeaba presentar la maqueta para construir el Altar de la Patria: le había nacido la idea en la España del dictador Francisco Franco y con ella, buscaba honrar la memoria de todos los muertos ilustres de Argentina.
El llamado del General encontró al joven Pirraglia en mangas de camisa: tuvo que comprarse un saco marrón a las apuradas en un negocio de la avenida de Mayo. Poco después de las 16, ya estaban todos los invitados, unas 50 personas, en la Casa Rosada, esperando a Perón. Había una mezcla de bronca, sorpresa y perplejidad. Todos interpretaban el asesinato de Rucci como un abierto desafío a Perón, aunque no coincidían en la identidad de sus autores: algunos apuntaban a los montoneros; otros, al ERP; un grupo desconfiaba de Lorenzo Miguel, cuyos celos y chisporroteos con Rucci eran notorios; varios veían en todo eso la larga mano de la CIA, la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, tan presente en el golpe de Estado de hacía apenas dos semanas contra el socialista Salvador Allende, en Chile, y el resto sospechaba de uno de los dos hombres fuertes del gabinete, de López Rega o del ministro de Economía, José Ber Gelbard. En este último caso, imaginaban la complicidad del Mossad, el servicio secreto israelí, y de David Graiver, un joven y audaz banquero en ascenso fulgurante que había sido funcionario de la dictadura, era un influyente asesor de Gelbard y luego trabaría fluidas relaciones con Montoneros. La nerviosa tertulia reflejaba la confusión que en esos momentos se había apoderado de todo el peronismo.
Perón apareció demacrado, lloroso, serio y muy enojado en el Salón Blanco, junto a su esposa Isabel en su flamante rol de vicepresidenta electa, y a López Rega, quien se dedicó a ordenar la fila del besamanos. Cuando se acercó el teniente Julián Licastro, fundador de los Comandos Tecnológicos Peronistas, una organización que formaba dirigentes y divulgaba la doctrina justicialista, Isabel le comentó con una calidez inusual: "Muy valiente su actitud, muy bueno lo que dijo frente a la casa de Rucci. El General se emocionó mucho". Es que Licastro, entrevistado por un también joven Santo Biasatti, había declarado que "los Montoneros no son nuestros compañeros. Este es un atentado contra Perón. Han matado a un gran argentino, a un hombre leal". López Rega lucía realmente apurado: "Teniente, circule, está atascando el paso". Veía que se le estaba atrasando el acto por el Altar de la Patria.
Luego de saludar a Perón, Licastro le comentó al senador Martiarena.
—El General tiene los ojos chiquititos, apenas se le ven. Se ve que lloró mucho... No es muy frecuente que llore.
—Es que lo quería como un hijo, le respondió el jujeño.
A la hora de las palabras, Perón sonó desencantado y duro.
—Esto es como la rabia: siempre hay que matar al perro para acabar con la rabia, pero dentro de la ley. No podemos cometer el error de ponernos a la altura de ellos. Esta violencia es parte de una enfermedad que también afecta a otros países y no sólo en nuestro continente. Si hasta en Francia e Italia pasan estas cosas.
Perón destacó "la lealtad de Rucci" y alabó al sindicalismo, al que calificó como "la columna vertebral del Movimiento". Y dedicó palabras muy fuertes a los autores del asesinato, dando a entender que estaba apuntando contra una de las alas de su propio tinglado político.
—Sabemos que tenemos enemigos afuera del Movimiento Nacional Justicialista, que responden a otros intereses. Pero, también sabemos que existen sectores que se dicen justicialistas pero que nada tienen que ver con el justicialismo. Nosotros sabemos bien lo que somos: somos lo que dicen nuestras Veinte Verdades, ni más ni menos. Por ejemplo, somos decididamente antimarxistas y estamos contra los dos imperialismos que quieren dividirse al mundo.
López Rega estaba cada vez más preocupado por la agenda del General, tanto que le hacía señas de que el tiempo se estaba agotando.
—Pero, Lopecito ¿usted cree que es el momento para hacer ese acto sobre los muertos de la Patria? Usted sabe cuál es mi pensamiento. Creo que no hay que hacer ese monumento: durante el día Lavalle, Urquiza, Rosas, San Martín se van a portar bien porque los vamos a estar mirando, pero por la noche Lavalle le va a pegar a Rosas, y juntos la van a correr a Evita. Es nuestra historia, son nuestras divisiones: los muertos de la historia argentina por ahora están definitivamente peleados. Lamentablemente, deberán pasar años todavía para que puedan convivir todos juntos y en paz. Esas palabras impactaron a todos los invitados de Perón como una amarga metáfora de las divisiones entre los argentinos, por las cuales seguiría corriendo tanta sangre.
Perón tenía un método, que consistía en analizar lo que sucedía en el país desde una perspectiva más global. En ese marco, volvió al tema que lo obsesionaba en las últimas semanas: el papel decisivo que, en su opinión, había tenido la guerrilla chilena, con la ayuda de Cuba, en la caída de Salvador Allende en Chile el 11 de septiembre de 1973 debido a un golpe de Estado que terminó con la llamada "Vía pacífica al socialismo".
Lo destacó en forma muy precisa el embajador estadounidense en Argentina, John Davis Lodge, en un cable confidencial a su gobierno, al informar sobre una entrevista concedida por Perón al diario Il giornale d´Italia, reproducida en Buenos Aires por el vespertino La Razón aquel 25 de septiembre de 1973, en la que "advirtió a Cuba que en Argentina no tratara de ´jugar el juego´ que había hecho en Chile porque eso resultaría en violencia. Si, sin embargo, las guerrillas insistían, ellas podrían precipitar eventos similares a los de Chile. Perón agregó que los eventos en Chile fueron responsabilidad de las guerrillas y no de los militares". Lodge sostuvo que Perón atribuyó la caída de Allende "a su sectarismo y a su tendencia a los excesos políticos. Perón destacó que el quiebre en Chile había cerrado la única segura válvula de escape de las guerrillas argentinas". Según el embajador estadounidense, esas declaraciones junto a otras decisiones, como la proscripción del ERP, mostraban que luego de las elecciones "Perón está comenzando a moverse abiertamente hacia el centro derecha".
Unos días después, el 3 de octubre de 1973, en otro cable reservado dirigido a su gobierno, Lodge, que no guardaba mucha simpatía por Rucci, afirmó que el líder sindical "realizó un destacado trabajo cumpliendo las tareas asignadas por Perón", y reveló cuál había sido la primera reacción del General luego del atentado contra el jefe de la CGT.
—Su asesinato, por lo tanto, fue una afrenta directa a Perón, y Perón ha reaccionado en forma acorde. El día de la muerte de Rucci, cuando se encontró con el presidente Lastiri, Perón le dijo que "nuestro apoyo y nuestra excesiva comprensión hacia las guerrillas han terminado".
(*) Extraído del capítulo 2 de Operación Traviata.