Si la Argentina fuera lo que la presidenta de jure Cristina Fernández de Kirchner y su marido, el presidente de facto, suelen llamar un país “normal”, a ningún político en sus cabales se le ocurriría despotricar contra los productores rurales, tratándolos como ricos ingratos, enemigos del pueblo, pirómanos resueltos a asfixiar a sus compatriotas urbanos y provocar accidentes mortales en la ruta con el presunto propósito de intimidar al gobierno. No lo haría porque le sería suicida. En Europa, América del Norte y el Japón, se toma al granjero por una figura heroica que, además de encarnar las esencias patrias, es un dechado de virtudes tradicionales y por lo tanto constituye un ancla moral en los tiempos tumultuosos en que nos ha tocado vivir. Puede que sea cuestión de una imagen romántica que se remonta a la antigüedad - entre otros, Hesíodo, Horacio y Virgilio celebraban los méritos que atribuían al hombre del campo – pero es una que sigue incidiendo profundamente en la política actual de los países más poderosos. Es en buena medida merced al respeto, para no decir reverencia, que sienten por quienes aún labran la tierra que la mayoría de los gobiernos del Primer Mundo se aferra a los esquemas proteccionistas antieconómicos que tanto han perjudicado a los países del Tercero.
Demás está decir que la Argentina es diferente. Para muchos, en especial para los tentados por el populismo, el productor rural es un personaje miserable, un “oligarca” holgazán que estaría más que dispuesto a dejar que los habitantes de las ciudades mueran de hambre si puede ganar más dinero vendiendo su carne o trigo a extranjeros para entonces trasladarse con su familia más una vaca lechera a París. Desde el punto de vista de quienes piensan así, la quema de pastizales que dio lugar a la densa nube de humo que durante algunos días cubrió a la Capital Federal, el conurbano, Rosario y otras partes del país fue un típico acto de agresión oligárquico que ningún gobierno podría tolerar, de ahí la reacción furibunda de Néstor Kirchner y su esposa. Y puesto que a su juicio los ruralistas son inenarrablemente perversos, no vacilan en castigarlos prohibiendo la exportación de carne o trigo, frustrando de este modo sus intentos de hambrear al pueblo.
Asimismo, les indigna sobremanera el auge de la soja, aquel “yuyito” que según ellos prolifera tan naturalmente como en otros tiempos se multiplicaban las vacas y los caballos. Por tratarse de maná caído del cielo sin que nadie tuviera que hacer nada, se dicen, las ganancias deberían ir directamente al “pueblo”, o sea, a la caja que ellos manejan. A veces brindan la impresión de querer prohibir la siembra de soja para salvar al país del peligro del monocultivo, pero en vista de que el yuyito les ha resultado ser una fuente fabulosa de ingresos que pueden gastar a discreción, es poco probable que vayan tan lejos.
Los prejuicios rabiosos de los Kirchner cuando piensan en lo malos que son los productores rurales tendrán su origen en los escritos de ciertos polemistas nacionalistas que disfrutaron de popularidad en los años sesenta y setenta del siglo pasado, los que a su vez se inspiraban en las doctrinas decididamente urbanas del marxismo, un credo cuyos cultores llevaron su odio hacia los campesinos hasta extremos horrorosos, asesinando a millones. Persuadidos de que para rescatarlos de la “idiotez rural” en que los suponían sumidos era necesario privarlos de sus tierras y encerrarlos en granjas colectivas, Stalin, Mao y compañía se las arreglaron para causar hambrunas masivas. Por fortuna, es escasa la posibilidad de que algo similar suceda en la Argentina, pero así y todo no sería demasiado sorprendente que el país pronto se viera constreñido a importar carne, granos y aves a fin de impedir que los precios continúen aumentando en los supermercados y almacenes.
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