—En los últimos años mucho se dijo sobre el avance del centroizquierda en el escenario político de la Argentina, pero ¿exactamente, de qué estamos hablando?
— De una línea política reformista que, por supuesto, se sitúa dentro de los límites del régimen capitalista, pero que lo confiesa abiertamente. Sucede que a esta altura del partido, luego de la bancarrota de los regímenes comunistas, esto ya no asombra a nadie. Y dentro de esa perspectiva, el centroizquierda intenta llevar adelante ciertas reformas que van en sentido de promover situaciones más igualitarias, como intentar bajar el desempleo o mantener la libertad de expresión. En este punto, a pesar de las cóleras del actual presidente, de todas maneras no se puede decir que hoy la libertad de expresión no exista. Esta línea también trata de promover la libertad de creación cultural y, se supone, el conocimiento científico. Para que todo eso sea viable, se le otorga más intervención al Estado. Estas medidas ponen al centroizquierda en una situación diferente, diría yo, a la hasta entonces dominante tradición neoliberal.
—¿Y se supone que este gobierno está encarnando esa línea política?
—En mí opinión, sí. Pero la encarna con, digamos, altibajos, obligando siempre a mantener una cierta distancia, a estar expectante. Entiende que eso se debe, por una parte, a ciertos errores del propio Gobierno, a ciertas indecisiones y perplejidades en cuanto al rumbo de sus acciones, al mediano y largo plazo respecto de sus políticas. Parecería que éstas son una sumatoria de medidas puntuales. Pero desde mi punto de vista, creo que si se hace la edición de lo bueno y se le resta lo malo, en realidad hay medidas más buenas que malas.
—Sin embargo, se obliga a una postura expectante cuando ya casi se cumple un mandato.
—Exacto. Uno también podría decir que a pesar de no haber sido anunciado, de alguna manera se está definiendo un rumbo. Uno de tipo oscilante, que coloca a este Gobierno en posiciones cercanas a las de Lula da Silva, pero que también manifiesta apoyos a Hugo Chávez, sin identificarse con él, ni tampoco con Michelle Bachelet. Se trata de un perfil oscilante entre esas posiciones. Eso mismo se puede tomar como una crítica o como un aspecto positivo, porque es lo que le permite en algún punto y hasta con cierto protagonismo jugar un papel de no ruptura entre posiciones que son bastantes diferentes, como las de Bachelet y Chávez, por caso.
—¿Esta postura oscilante se potencia con las actitudes imprevisibles del Presidente?
—Por supuesto. Muchas veces ocurren exabruptos o ataques a individuos simplemente porque van a constituir un frente de oposición. En cambio, otros de los errores del Gobierno son por omisión. Por ejemplo, la no asistencia del Presidente a una reunión con representantes de la comunidad judía en ocasión de rumores acerca de prácticas antisemitas en el país.
—Eso es algo que varias veces se le señaló al Presidente, sobre todo desde los medios: asistir a un lugar donde no iba a ir y faltar a otro donde todo hacía pensar que asistiría.
—Claro. Y la tercera opción es no invitar y apropiarse políticamente de los actos del Estado, como sucedió con el de la ESMA. Esas son cosas que evidentemente son susceptibles de crítica o bien de una cierta perplejidad. Y por eso obligan necesariamente a mantenerse a distancia. Una distancia que, de todas maneras, no deja de apoyar implícitamente al Gobierno, teniendo en cuenta que, por otra parte, no se avizora ninguna alternativa que sea en verdad sustentable.
—En ese punto, ¿por qué resulta tan difícil construir una oposición de envergadura?
—Sucede que ya de por sí la oposición está muy diseminada, muy desgranada, y además porque sus propios representantes encarnan posiciones muy diferentes y encontradas. Al mismo tiempo, tienen ya un pasado político. A esto se suma una cierta actitud del Gobierno que probablemente no moleste tanto a la gente pero sí a los intelectuales, y es que para uno resulta poco aceptable que alguien diga “yo tengo la verdad” y entonces llame a un frente pluralista que consista en aceptar a quien llegue de cualquier partido pero siempre y cuando se adhiera a los principios de quien convoca. Esto es una suerte de afirmación de verdad por el valor de las medidas en sí mismas, por el valor positivo que el propio Gobierno les acuerda a sus acciones. Y eso es todo lo contrario del pluralismo anunciado. Aun así, no se han pasado determinados límites, y que la oposición no exista no es sólo porque el Gobierno la boicotee, sino porque tiene extremas dificultades en hacer un frente y, al mismo tiempo, carece de figuras fuertes y convocantes, algo que se vuelve indispensable si se tiene en cuenta que nuestro país es muy personalista.
—Si se sigue con esta línea, ¿se podría decir que éste es un gobierno de tipo populista?
—Sí, pero sería necesario torsionar un poco la idea tradicional de populismo, que ante todo suponía un líder carismático. Este es el primer aspecto a tener en cuenta porque, si bien Kirchner es un líder que cae simpático, no es exactamente un líder carismático. Uno está dispuesto a criticarlo allí dónde crea que hay que hacerlo e incluso quienes adhieren a él lo toman como un primus inter paris pero no como un líder carismático que sea poseedor de “la verdad”. Perón era un líder carismático y lo fue siempre. Alfonsín lo fue en un primer momento de su presidencia. Es que no se puede ser carismático sólo porque uno así lo quiera. Por citar un caso reciente, Fernando de la Rúa quería ser carismático y hacía cosas como cantar tangos, pero nunca lo consiguió. Entre sus varios aspectos negativos, lo que nunca logró fue ser carismático. Para su contento, podríamos decir que el presidente José María Guido lo fue mucho menos, ¿no? En cambio, Menem sí tenía algunos elementos que podrían señalarse como carismáticos: un cierto sentido del humor y una cierta bonhomía, un apego por cosas muy populares, como puede ser el fútbol. Cuando hablaba de un partido de fútbol, creo que era brillante. Esto es algo que también me lo ha comentado Beatriz Sarlo. Era el único momento en que yo veía que su discurso era exacto, correcto y bien estructurado. Menem era un excelente comentarista de fútbol.
—Y junto al líder estaba la masa con la que tenía contacto directo. Eso hoy falta, ¿no?
—Sí, y ese contacto con la masa es fundamental, porque si bien el líder populista ve a las elecciones, al sufragio universal, como una institución a la que hay que respetar, ésa no es la base de lo que él considera su propia legitimidad. Las elecciones pasan y él sabe que las gana seguro. No le importan las encuestas, porque él es el líder. Ahora bien, así como el populismo tiene un jefe carismático, también cuenta con una base organizada, porque el contacto directo es con el pueblo, pero con uno organizado. En la masa de Perón existían organizaciones, no era un pueblo atomizado el que iba a la Plaza de Mayo. En cambio, con Menem, que si bien tenía rasgos carismáticos y, por lo tanto, contaba con una gran popularidad, el liderazgo era, tomando palabras de Sergio Zermeño, un excelente sociólogo mexicano, lo que se puede llamar “un populismo sin pueblo”. Esto es, había un líder que gobernaba sobre una masa atomizada y que, por eso, lo hacía con muchos menos obstáculos.
—Y en el caso de la actual gestión, ¿cuál sería su tipo particular de populismo?
—En esta oportunidad hay un líder. No necesariamente uno carismático, pero sí importante. Y hay una masa que lo apoya, extraída de distintos contextos, tanto de la clase media como desde quienes eran jóvenes en los 70 y que hoy creen reencarnados sus ideales en la figura de Kirchner, algo que él mismo se ocupa de afirmar. También hay un grupo de intelectuales que lo apoya. Pero diría que la masa sigue estando, si no atomizada, sí fragmentada. Es menos inorgánica que la de Menem, por ejemplo, y por eso hay ciertos elementos movimientistas o populistas, aunque son poco visibles. Hubo algunas muestras en episodios que no sé si contaron con la simpatía del Gobierno, pero sí con su tolerancia. La ocupación de las rutas a Uruguay por el conflicto de las pasteras, o bien la acción misma de los piqueteros son buenos ejemplos.
—A pesar de esto, usted ha dicho que el kirchnerismo no es integrado. ¿Lo sigue diciendo?
—Sí, porque por el momento no ha encontrado un elemento que sea aglutinador, aunque entiendo que eso obedece a la crisis general de los partidos políticos. También hay que señalar que, desde mi punto de vista, los populismos son un tipo particular de régimen, que pueden ser ejemplificados históricamente con gobiernos como los de Getulio Vargas en Brasil, Perón en la Argentina o Lázaro Cárdenas en México. Se trata de un movimiento político que Gramsci llamaría “transformista”, es decir, que pone en obra algunas medidas positivas pero también con un importantísimo ingrediente gatopardista. Hay que cambiar ciertas cosas para que todo siga igual. Hay un freno. Se llega hasta cierto momento. Por eso el general Perón no mentía cuando aseguraba que el justicialismo era 50 y 50, mitad para los capitalistas y mitad para los obreros.
—Tal vez eso ayude a explicar que, desde lo simbólico, este gobierno reivindique ciertas posturas pero que, al mismo tiempo, en las acciones concretas no siempre siga esa línea.
—Sin dudas, el kirchnerismo es mucho más prudente, por así decirlo, y respetuoso de ciertas exigencias de la realidad y menos voluntarista de lo que su discurso a veces transmite. Porque pasa que, más allá de lo que se anuncie desde el púlpito, de todas maneras y en los hechos nos llevamos bien con los Estados Unidos. Habremos roto las llamadas “relaciones carnales” en la palabra, pero las acciones dan cuenta de que el trato con Norteamérica se ve como algo que es necesario conservar, y conservarlo bien. Del mismo modo, apoyamos a Chávez, pero lo hacemos hasta un cierto punto en que tomamos distancia respecto de él. Así las cosas, sucede que el kirchnerismo es menos alarmante de lo que muchas veces parece.
Iglesia y Lavagna: la oposición
—A pesar de que la oposición está fragmentada, el Gobierno tiene hoy dos frentes muy duros: alguien que fue parte de su gabinete, Roberto Lavagna, y la figura de la Iglesia.
— En el caso de Lavagna, es lógico que preocupe al Gobierno, por ser una persona que, además de haber tenido una responsabilidad positiva en el no fracaso total del duhaldismo y en el éxito inicial del kirchnerismo, es respetada. Alguien que si se presentara a elecciones obtendría una proporción de votos importante, que podría aglutinar una oposición razonable, no una máquina de impedir. Y como este tipo de cosas no le gustan al Gobierno, que prefiere afirmar su punto de vista sin oposición, Lavagna es atacado especialmente. Pero, por lo que hizo y por la forma en que es percibido por la gente, los comunicadores e incluso otros políticos, su figura no es la de alguien negativo, sino todo lo contrario. En el caso de la Iglesia, recuerdo que cuando Perón se enfrentó a ella, y por más que la Constitución apoyara y apoye el culto católico, se produjo una reacción desmedida y suicida en el peronismo de entonces. Recuerdo las declaraciones de los ministros contra los curas. Eso le enajenó a Perón el apoyo del sector nacionalista y católico del Ejército, y como el liberal no lo respaldaba con mucho entusiasmo, se foguearon las condiciones para el golpe de Estado. Claro que hoy un golpe es improbable.
—Hace poco, la Iglesia no era una variable tenida en cuenta, pero ahora tiene otro rol.
—Lo que ocurre es que cuando no hay representantes políticos, otras instituciones ocupan ese espacio. A veces, los sindicatos representan a la izquierda y, con las diferencia del caso, las Fuerzas Armadas pueden ser un substituto de la derecha. La Iglesia, según los momentos, lo es de uno u otro. La Iglesia percibió que tenía un papel por jugar y tal vez se encontraba un tanto harta de algunos exabruptos cometidos por el Gobierno. Sin embargo, hay que esperar a ver qué pasa, si es que el Gobierno no vuelve a mostrar una distancia entre lo que hace y lo que está diciendo.
—De todos modos, ésta debe ser la estructura más importante con la que ha chocado.
—Claro, porque, si bien la Iglesia no es un partido político en sí mismo, tiene alcance nacional. También hay que mencionar que nuestra clase media tiene una creencia moderada. Mi madre era muy católica y al mismo tiempo muy anticlerical. Mi padre, en cambio, era favorable a la institución de la Iglesia, por ser un factor de ordenamiento social, pero no era creyente.
El final de los partidos políticos
—Si, como muchos intelectuales dicen, estamos asistiendo al fin del peronismo tal como se lo conoció hasta hoy, ¿este gobierno se propone ser una versión superadora?
—Es posible que, por una parte, el kirchnerismo quiera destruir al peronismo en tanto partido político, pero no tanto a la figura histórica del peronismo, del cual él sería ahora el representante autorizado y actualizado. Normalmente, los líderes del peronismo, desde Perón, han sido siempre políticos que se creían fundadores de una nueva nación. “Aquél se quedó en el ’45” era la fórmula que usaba Menem para quienes no apoyaban su política neoliberal. De algún modo, Kirchner podría afirmar de cualquier opositor que exigiera medidas liberales, en el sentido político de la palabra, que se quedó en el ’95.
—¿Que esto se dé junto a la bancarrota de la UCR habla de cambios más profundos?
—Sí y es probable que lleven a una crisis general de los partidos, y que entonces el PJ, no necesariamente su inspiración, y la UCR, pero no necesariamente algunas de las posiciones que llevaba el ser radical, se disuelvan. Puede suceder que ese vacío se llene por nuevas fuerzas, pero esto es sólo una apuesta a futuro, porque todavía no se avizoran tales fuerzas. Sí se percibe en qué se constituiría el kirchnerismo, aunque el apoyo de Kirchner, el llamado Frente para la Victoria, tampoco parece tener una estructura de partido. No va a ser un proceso rápido. Y hay que tener presente que una de las posibilidades es que no funcione.