- A ver, papá, a ver...Aaasí.
La cama parece un mecano tieso, inmenso pero inestable, y temo caerme de ella.
- Ahí papi, ahí.
Y me desplomo entre las sábanas cortas. Recién entonces miro alrededor: hay una, dos, tres camas cruzadas por cables y respiradores. Cada cama está separada de la otra por una tela que no alcanza a cubrir los pies de la cama vecina. Sábanas colgadas en una terraza o en un campamento gitano lleno de ruiditos electrónicos.
- ¿Y, papi? ¿Ya hiciste pis?
La enfermera me deja un papagayo al lado de una botella de Seven up.
- ¿Te corro el banquito, pa?
Son las dos o tres de la mañana del martes 9 y siento en el pecho la presión de varios kilos de mosaicos que no me dejan respirar. Estoy internado en terapia intensiva de una clínica de Bariloche. No sería muy distinto en Katmandú, Dublín y Paraguay: soy el que ocupa la cama dos; dejé en la entrada el reloj, una pulsera, lapicera, encendedor y cigarrillos y toda mi ropa, excepto los calzoncillos. En otra clínica me hubieran dado un mameluco verde de una tela similar al papel, una especie de espantapájaros verde con bragueta, el uniforme de paciente.
Siete intentos fallidos de "abrir una vía" en el brazo, cada tanto duele más y es más frustante, Los lamparones durarán más de una semana.
Hay, en este sitio, un excesivo uso del plural:
-¿Tenemos malas venas, no?
- ¿Cómo estamos?
-¿Descansamos un poquito?
-¿Ya tomamos la sopita?
El tiempo pasa de una manera distinto: viajo al fin de la noche, como en la novela de Celine. Entre las dos y las cinco de la mañana, los ruidos se calman y los médicos secretean a lo lejos, voces en un fogón, hablan de nada, de las vacaciones o de la muerte; de francos compensatorios y de coches usados.
Las camas, como las mesas en un bar, son anónimas. Una cama recién tendida no tiene pasado.
¿Ya dije que el pasa de otro modo? Miro el reloj: tres y diez; vuelvo a mirar, seis y cinco; miro otra vez, seis y veinte. Me cuesta respirar y cada tanto una apnea me da un sacudón, me despierto y quedo en la cama sentado con los pies hacia el costado izquierdo. A la tarde, Sara me pregunto si quería algunos libros, una laptop, un mp3. Nada de eso.
- No me quiero divertir. Ya estoy en medio de la mierda, prefiero pensar y estar callado.
Hago eso, nada, estar sentado en la cama mirando la Nada durante demasiadas horas. Hipnotizado por la nada, hasta que la calesita vuelve a girar: papi, el pis, la sopita, papá, date vuelt, sangre, a ver la insulina, pa. Veo pasar a una enfermera chiquitita, medio contrahecha, casi un fenómeno de circo, cargando una caja de jeringas. Me la imagino limpiándole el culo a algún paciente. ¿Serán santos disfrazados?
Limpiando día tras día con amor el culo su paciente; es santa, pero si me hace tropezar con el dolor puedo llegar a odiarla. Santos disfrazados de ángeles caídos. A los treinta años supe que era mortal. Desde entonces, vivo desconociéndolo.
Papi, la sopita.
Dos días después me dieron el alta. Esperé ansioso desde las cinco de la mañana la salida de la cárcel. Ahora, el tiempo volvió a ser el mismo.
- ¿Supiste lo de Néstor?- me taladró la voz de Luciana Geuna desde Buenos Aires.
Accidente cerebro vascular: vi eso mismo en Nélida, mi tía, un día que las palabras se le escapaban de la boca sin sentido. La lengua burlándose de la razón. Pero lo peor no es eso: lo peor es que quien lo sufre, lo advierte: se escucha a sí mismo diciendo una cosa y pensando otra. Kirchner, terapia intensiva, desnudo, la sopita, de mal humor, temeroso, tan solo como yo, en el sur, peleándose con su natureleza.
(*) Especial para Diario PERFIL