“Me agarré malaria en la mina”, dice Renier, venezolano, que lleva 14 días en Buenos Aires. Renier llegó el 31 de diciembre a la Argentina sin ningún otro plan que huir de Venezuela. Traía algunos dólares que había podido ahorrar y la necesidad de conseguir empleo. Y lo consiguió muy pronto. Tan pronto como fue a cambiar dólares por pesos.
Renier trabaja en la calle Florida. En la ocupación que aporta más cantidad de gente al mercado laboral de la peatonal más grande y más transitada de la ciudad de Buenos Aires. Renier es arbolito. Y todos los días, de lunes a viernes, de 9 a 19, se para en Florida y Diagonal Norte al grito de “cambio, cambio”.
Renier cuenta que en Venezuela un salario promedio es de unos cinco dólares mensuales. “Yo ganaba bien porque era minero, pero es un trabajo muy duro”. Entonces cambió la mina en el Caribe por el desconcierto en la Argentina. Y el desconcierto lo llevó hasta el Microcentro porteño.
“Sé que en la Argentina mucha gente se queja de cómo se vive aquí, pero esto es el paraíso comparado con lo que es mi país”, dice Renier, al sol, sudado, mientras señala los edificios, con sus anteojos oscuros puestos. Desde un edificio, el reloj marca las 12.18 del mediodía y el termómetro los 35 grados.
“Llegué hasta esta calle porque necesitaba cambiar unos dólares”, cuenta. Fue, entró a la oficina minúscula en una galería, preguntó si alguien sabía de algún trabajo y le dijeron que podía empezar ya. Ahora deja su teléfono de contacto y explica que si necesito cambiar dólares, le mande un whatsapp.
Hay muchísimos venezolanos trabajando como arbolitos. La historia siempre es similar: gente que llega con unos pocos dólares y necesidad de trabajar en lo que sea, se acerca a cambiar y al otro día ya está parada en Florida gritando: “Cambio, cambio”.
“Yo estoy a la orden”, dice David, que también llegó el 31 de diciembre desde Venezuela. David era electricista y tenía una pequeña empresa con cinco empleados. Entre sus clientes fijos había varias empresas grandes. Pero tuvo que cerrar porque la situación “se volvió insostenible”.
David sabe lo que es ser empresario y ya tiene una tarjeta con sus datos. Pero no para cambiar dólares. “Aunque si necesita cambiar igual me llama”, aclara. El es arbolito pero quiere trabajar en lo suyo. “Estoy a la orden para cualquier trabajo de electricidad, soy muy bueno, tengo matrícula”, cuenta David. E insiste: “Estoy a la orden”.
A la orden, igual que dice estar Janice, que también llegó desde Venezuela, pero hace un año. Janice quiere volver a estudiar Medicina, pero no logró poner al día sus papeles ni revalidar sus antecedentes académicos. Por el momento, se sumó al cambio en la calle Florida.
El asunto no es exclusivo de venezolanos. Ni mucho menos. Hay también colombianos, ecuatorianos, jamaiquinos y hasta paquistaníes. Dólares y gente de muchos países: el cambio en la calle Florida es algo así como un resort de la pobreza y el rebusque, un Club Med de la desesperación.
En ese all inclusive del dólar paralelo hay también, obviamente, argentinos. “Cambio, cambio”, grita Franco, como otras veintipico de personas alrededor de Florida y Lavalle. Franco es de José C. Paz, tiene un hijo de 3 años y dice que está “rescatado”.
“Hice cualquiera y pagué”, cuenta. “Me rescaté porque quiero que mi hijo esté bien. Estuve en cana y por eso ahora todo bien con los pibes del barrio, los saludo, pero no más que eso. No me cabe andar tomando falopa todo el día ni agarrar un fierro y salir a hacer cualquiera”. Y remata, pillo: “Ahora le saco la plata a la gente, pero legal”. Se ríe.
—¿Hace mucho que trabajás acá? –le pregunto.
—No, arranqué hace un par de semanas, antes trabajaba allá –responde.
—¿Allá dónde?
—En Florida y Sarmiento.
Franco grita “cambio, cambio” en Florida, a unos veinte metros de Lavalle, en dirección a Tucumán. O sea, a unos 230 metros de Florida y Sarmiento.
Para Franco, 230 metros más allá no es “acá”. Para él, “acá” no es la calle Florida. “Acá” es ese lugar muy preciso, muy delimitado, que no tiene un título de propiedad escrito, pero sí un acuerdo en los hechos. Esa porción de unos pocos metros cuadrados sobre los que se mueve de lunes a viernes durante diez horas.
Franco se fue “de allá” porque, dice, “el dueño era un ortiva”. “Allá” le daban menos comisión y ningún fijo. “Acá” le dan unos puntos más y 300 pesos de fijo por día. “No es mucho, pero pago la comida”, explica, como para que quede claro por qué “acá” es mejor que “allá”.
En Florida hay mucha gente parada al grito de “cambio, cambio”. Y sin organización eso sería el caos. Por eso se respetan los lugares. Lugares que también son fundamentales para ubicar a los clientes. Porque si uno va a comprar dólares, no todo es lo mismo.
Las cotizaciones varían algunos pesos según el vendedor o la vendedora. O según las casas para las que trabajan. “Por más de mil te puedo hacer 77 en lugar de 78”, dice uno. “Te lo dejo a 76 no importa la cantidad que compres”, mejora otro la oferta. Hasta que llega el récord, el indicado, el insuperable:
—¿Querés comprar dólares? –pregunta Ramón.
—Sí –le respondo.
—Te hago 75 y por más de mil te hago 74.
—¿Seguro?
—Seguro. Y no cualquier dólar.
—¿Cómo “cualquier dólar”? ¿Qué dólar es “cualquier dólar”?
—Los verdes, los viejos. Esos después no los podés cambiar. Nosotros te damos dólares azules, los nuevos. Y lo hacemos en la oficina. Nada de hacerlo acá en la calle.
Ramón me mira un instante a los ojos y vuelve a mirar a la calle Florida al grito de: “Cambio, cambio”. Otra vez me mira a los ojos: “Cualquier cosita, yo estoy todos los días acá parado, en la puerta del McDonald’s. Y vuelve al “cambio, cambio”, a su grito, a su potencial clientela, a la gente que pasa por la peatonal.
"Sería injusto llamar paralelo o marginal al tipo de cambio de la peatonal Florida. Produce milagros, como darles trabajo a los inmigrantes."
Lo dicho: en Florida es fundamental tener un lugar donde pararse. Una ubicación. La gente es tanta que si uno se para en una esquina escucha un coro de “cambio, cambio”, con voces masculinas y femeninas, con distintos acentos.
“Si querés te puedo llevar hasta la oficina”, dice Guillermo, argentino. Caminamos unos metros hasta la esquina, cruzamos Sarmiento y antes de llegar a Perón se para en un puesto de diarios. “Es acá”, dice, se aleja unos diez metros y se pone a hablar con otro colega arbolito.
Hay tres personas esperando frente al kiosco. Somos cuatro en total. Además del tipo que atiende: joven, barba, pelo rapado a los costados, colita pequeña hacia arriba, peinado y barba muy estilo hípster tardío, anteojos oscuros, brazos tatuados.
El tipo que atiende el kiosco está reparando un fascículo de arte que viene con unos pinceles y unas pinturas, todo sobre un cartón y un envoltorio de plástico transparente. Después de un rato, pregunta, con acento venezolano:
—¿Qué quiere?
—Comprar dólares –respondo.
—Lo tengo a 77 pero le puedo hacer un buen descuento si lleva una buena cantidad.
—¿Hasta cuánto me puede cambiar?
—Lo que usted quiera –responde y me da una tarjeta.
“Norelis”, dice su tarjeta. Al lado, su apellido. Debajo: “Asesor financiero. Cambio. Exchange. Buenos Aires. Argentina”. La tarjeta tiene impresos una foto de unos fajos de dólares, un signo $ y un contacto de WhatsApp.
—Solo trabajamos dólares cabeza grande –aclara Norelis.
—¿Dólares qué? –pregunto, totalmente desconcertado.
—Cabeza grande. Los cabeza chica después no se pueden cambiar.
—¿Los cabeza grande son como los azules y los cabeza chica como los verdes?
—Exacto, pero yo les digo cabeza grande y cabeza chica.
Al otro día iba a trascender lo de los dólares y las cabezas. Se nota que Norelis atiende un puesto de diarios y revistas. Porque se lo ve muy compenetrado con los términos de actualidad.
En la calle Florida el dólar produce milagros: el milagro de darles trabajo a los inmigrantes que recién llegan al país; el milagro de ser una salida laboral para un montón de compatriotas; el milagro de rescatar a la gente del delito y el consumo de drogas duras, y, sobre todo, el milagro de salvaguardar el periodismo de la prensa gráfica.
Sería muy injusto calificar como “ilegal”, “paralelo”, “marginal” o “blue” al dólar de la peatonal Florida. Un dólar tan pero tan solidario que se transformó en la gran estrella en la calle del cambio.