Ellas fueron las primeras en escuchar sus mentiras y sus miedos. Fueron las primeras en ilusionarse y alarmarse con sus ambiciones desmesuradas. Las madres de los políticos de hoy todavía alimentaban su orgullo con la utopía de procrear futuros salvadores de la patria.
Incubadoras de próceres, conocieron el miedo de los años más violentos y, luego de fugaces temporadas de gloria democrática, asumieron la incómoda celebridad de ser mentadas por millones de compatriotas furiosos que les imputaban el delito de ser la mamá de esos hijos de su madre. Ellas viven en carne propia el injusto estigma de las progenitoras de referís de fútbol. Después de todo, sus retoños son árbitros, pero de un partido más peleado y donde cada pitada errada cuesta años de sangre, sudor y lágrimas. Ellas también sufren cuando al nene le gritan: “¡Qué cobrás!”
¿Sentirán culpa? Para la Justicia y el sentido común, son inocentes. Para Freud, no. Tal vez se consuelen con explicar las conductas erráticas de sus hijos por las malas compañías. En todo caso, hoy todas ellas merecen un homenaje, y muchos de ellos acaso deberían irse a dormir sin postre.