Los jueves a las 8.30, en un salón rotativo de la Casa Rosada, los ministros de Mauricio Macri rinden examen. Si bien no se presentan ellos directamente, hay nueve subsecretarios que evalúan durante una hora y media en qué estado de avance se encuentran las metas de cada ministerio. Los examinadores responden a las órdenes de los (ex) CEOs Gustavo Lopetegui y Mario Quintana, quienes en la práctica son los vices del jefe de Gabinete, Marcos Peña.
Macri delegó gran parte de la gestión en ese trío, y así lo dejó en claro hacia dentro de su gobierno.
Con esa banca presidencial, vuelta explícita desde hace un mes, el power trio macrista y su equipo escrutan el desempeño del gabinete ampliado. A partir de un sistema de evaluación bautizado “tablero de control”, elogian con un simbólico semáforo verde, ponen algunos reparos con uno amarillo o castigan con uno rojo. Hasta ahora, unos 15 sobre 100 objetivos de gobierno ya fueron bochados con el rojo temible, por estar demasiado retrasados en su etapa de planificación.
Durante el retiro de su gabinete en Chapadmalal, a principios de diciembre pasado, Macri blanqueó en público el lugar de Peña, Quintana y Lopetegui: “Ellos son mis ojos y mi inteligencia, y cuando piden algo lo estoy pidiendo yo”. Días más tarde, la tanda de recambios en el gabinete (expulsiones de Alfonso Prat-Gay, Isela Costantini, Daniel Chain y Carlos Melconian) confirmaría el dato de la tercerización presidencial en Peña-Quinta-na-Lopetegui: todos los funcionarios salientes se habían ganado la enemistad del trío.
A hora ya no quedan internas respecto de la importancia del jefe de Gabinete y su troupe. Ese mensaje a su vez redujo los reclamos a sus espaldas y los intentos de puentearlos. “El primer año sirvió para que Mauricio se metiera en cada tema, grande o chiquito. Cumplida esa etapa, puede delegar más”, explica un asesor presidencial.
En las reuniones mensuales de seguimiento entre Macri y sus ministros, el Presidente se basa en los exámenes que le proveen los Lopetegui-Quintana boys (unas cuarenta personas, incluyendo a los nueve subsecretarios). Macri consulta, señala y, llegado el caso, regaña a sus funcionarios a partir de los resultados del tablero de control.
“Es una herramienta para ayudar a los ministros a ordenarse, no para retarlos”, aclara uno de los nueve subsecretarios de Peña. En las reuniones de tablero de control, cada uno de ellos hace un reporte sobre alguno de los cien puntos que el Gobierno se comprometió a alcanzar en los próximos tres años. Distribuidos en ocho ejes, los principales son: construcción de 3 mil jardines (proyecto lejano aún: o sea, un llamado de atención para el ministro de Educación Esteban Bullrich), 2.800 kilómetros de autopistas y 4 mil kilómetros de rutas; eliminación del déficit fiscal y establecimiento de una inflación del 5% para 2019.
Los subsecretarios a su vez se reparten temáticamente los cien objetivos. Por ejemplo, Abbott Reynal se encarga de las aspiraciones vinculadas a las empresas públicas, y Maximiliano Castillo a las asociadas al presupuesto. Sobre los criterios para la puntuación, el semáforo verde implica que la meta ya está en marcha, con un presupuesto y responsabilidades asignadas. El amarillo indica que el plan está solamente diagramado; y el rojo es para los proyectos aún en fase de planificación. Alrededor de 15 promesas ya fueron amonestadas internamente con el rojo.
Si bien como alcalde fue un líder contemplativo con su tropa (a lo largo de ocho años hizo mínimos cambios de gabinete), Macri apoya el estilo más punitivo de los CEOs. El congelamiento de la economía, sumado a varias fricciones y problemas operativos, lo empujó desde el “siga siga” hacia la mano dura.