Para Alberto Fernández, el asunto es “tedioso”. Lo dijo hace pocos días: tener que refutar los cuestionamientos que llueven sobre las planillas del INDEC se ha vuelto “tedioso”. Es que según su análisis, y el de todo el kirchnerismo duro, “la idea de que hay una falsificación de datos” tiene una explicación bien sencilla: la gente compra productos “distintos” de los que mide el organismo controlado por Guillermo Moreno, y por eso no le dan las cuentas.
Es decir que existe una “sensación” de que hay una inflación galopante, que no tiene que ver con la imposibilidad de encontrar precios bajos en los comercios, sino con una deliberada decisión de adquirir productos más caros que los relevados.
Pero cuando se analiza cómo llena el changuito la Presidencia de la Nación ese argumento deja de ser serio: en la Quinta de Olivos, por ejemplo, se paga desde hace más de un año y medio $5,40 el kilo de pollo, pese a que el índice oficial publicado en marzo pasado asegura que cuesta $4,52. Y eso que le hacen precio, porque compra 1.500 kilos.
La técnica de referirse a los temas que encabezan las preocupaciones de la población como meras percepciones sensoriales no es nueva. Durante la gestión de Néstor Kirchner, cuando todavía era ministro del Interior, Aníbal Fernández definió a la inseguridad como “una sensación”.
Ahora fue otro Fernández, en este caso el jefe de Gabinete, el que volvió a apelar a los sentidos. En numerosas declaraciones, consideró que hay una “idea”, una “sensación” de que existe inflación. Y esta percepción –argumentó– tiene que ver con la amplificación que le dan los medios al tema y con una conducta de los consumidores, que se ven seducidos por productos más caros.
Así piensan también Néstor y Cristina Kirchner. Eso sí, a todos ellos les gustan los alimentos de primera calidad, y el precio es lo de menos: total paga la casa.
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