Hace algunos años, una radio de música clásica tenía un programa dedicado a la música coral. En la apertura, el locutor proponía bajo la forma del anuncio: los coros, entusiastas anónimos. Desde que el italiano Salvatore Caputo asumió su dirección, el Coro Estable del Teatro Colón perfeccionó esa definición: ganó entusiasmo y perdió anonimato. Tal vez por eso se lució en cada título de la última temporada y tuvo actuaciones notables, con elogios unánimes, en Borís Godunov y Turandot. “Pero lo que costó verdaderamente fue Las bodas de Stravinsky porque el ritmo cambia continuamente”, explica Caputo, que tocó esa obra como pianista antes de la tarea que cumplió como maestro ayudante en el Teatro Comunal de Florencia.
Las exigencias para 2007 no son, por su parte, menores. Para empezar, subirán Mefistofeles y Sansón y Dalila, dos óperas eminentemente corales. “Otra cosa que me gusta de este año es que tenemos conciertos de coro solo. “Vamos a hacer el Réquiem de Fauré con órgano. Esto permite llegar a los barrios”, se entusiasma y muestra que, más allá de sus innegables méritos como director, le apasiona sinceramente la difusión del teatro lírico.
—Usted asumió en un momento difícil del teatro. ¿Cómo fue el primer contacto con el coro?
—Terrible. Para colmo, a los dos meses cambió toda la dirección del teatro. Ahora me llaman el sobreviviente. Los directores viejos dicen que si uno consigue que lo quiera el 30% del cuerpo, ya puede dirigir el coro. Parece que en este momento tengo mucho más, pero cuando me acerque a ese porcentaje el coro tiene que cambiar de director.
— ¿Hay un desgaste en el trabajo con los cuerpos?
— Es una relación muy fuerte. Estamos juntos seis horas diarias, once meses al año. Eso genera potenciales problemas. Hay que buscar siempre nuevos estímulos. Además, es un trabajo muy cansador. Yo no me veo director de coro toda la vida. No quiero terminar infartado como la mayoría de los directores de coro. Me gustaría dedicarme a la enseñanza y a la difusión de la música en pueblos más alejados.
—¿Qué experiencias hubo y cómo respondió el público?
—Lo más interesante fue el proyecto en la ciudad de Azul, donde hicimos La Traviata con el coro local y cantantes del Instituto Superior de Arte del Colón. Después hice una gala lírica y con la recaudación compraron un terreno para construir una escuela de música. Lo ideal sería que un chico de quince años pueda estudiar sin venir a Buenos Aires. Mi sueño es que la lírica vuelva a ser el centro de la vida musical. Hay que mostrarle a la gente que la lírica no es de elite. Para eso, repetimos La Traviata en el Hospital Italiano para los médicos y los enfermos. Lo mismo hicimos, con la mediación de Víctor Hugo Morales, en el club Vélez, y fueron más de mil personas.
La escuela de un director. Antes de hacerse cargo del Coro Estable del Colón, en febrero de 2005, Salvatore Caputo desplegó una intensa actividad en Europa, primero en el Teatro Rendano de Cosenza y, después, en el Teatro Comunal de Florencia. Durante ese tiempo, y en varias giras por Estados Unidos y Canadá, colaboró con varias estrellas de la dirección orquestal de las últimas décadas, de Claudio Abbado y Seiji Ozawa a Riccardo Muti y Zubin Mehta, pasando por Georges Prête y Jeffrey Tate.
—De todos los grandes maestros con los que trabajó, ¿cuál lo impresionó más?
—Con Ozawa hice Peter Grimes, de Britten, y nunca lo vi equivocarse. Cada día era más claro. Cuando no lo entendían, bajaba el nivel, cambiaba las cosas y al final se terminaba haciendo lo que él quería. Pero el que más me impresionó fue Zubin Mehta.
—¿Por qué?
—Hice más de cuarenta producciones con él. Mehta logra que toda la gente le crea. Puede decir cualquier cosa y la gente lo acepta. La orquesta hace exactamente lo que él quiere. Y no es autoritario. Tiene carisma, es líder. No es Robert Redford, pero cuando se pone el frac y se encienden las luces, llama la atención. Solamente dos veces lo escuché levantar la voz. Creo que si se hubiera dedicado al comercio, habría sido presidente de la General Motors.