El Premio Perfil a la Libertad de Expresión Internacional este año fue para el periodista egipcio Ayman Mohyeldin, de la cadena árabe de noticias Al Jazeera, la CNN árabe. Su cobertura en directo de las protestas de El Cairo ayudó a orientar a los manifestantes que hicieron caer a Mubarak, fue nominado para el premio Emmy y la revista Time lo colocó en la lista de las cien personas más influyentes del mundo en 2011.
La ola de protestas comenzó en Túnez en enero y concluyó –por ahora– con la caída de Kadafi en Libia. Pero es en Egipto donde se jugó y se juega el futuro del proceso de democratización de las naciones árabes porque es el país más poblado de todos: el fértil valle del legendario río Nilo concentra 80 millones de personas.
Para Ayman Mohyeldin, las recientes revoluciones árabes fueron posibles por la emergencia de Al Jazeera, que transmite en lengua árabe y se puede ver en todos los países del área. Allí el sistema de distribución de televisión no tiene la intermediación de un cable o distribuidor sino que todas las señales son captadas directamente desde el satélite con antenas propias que hay en casi todas las casas.
Además de la señal general que se emite desde el pequeño principado de Qatar, Al Jazeera (significa “la isla”) tiene canales locales que el Ministerio de Información de cada país fue limitando. Pero cuando el gobierno egipcio cerraba las oficinas de producción de Al Jazzera Egipto, los egipcios veían Al Jazeera general o de cualquier país vecino donde se reproducían problemáticas similares y las informaciones sobre su país.
En el reportaje de PERFIL de hace dos semanas a Ignacio Ramonet, el fundador del Foro Social Mundial, donde se formaron Rafael Correa y Evo Morales, se sorprendió por la falta de apoyo de los populismos latinoamericanos a los movimientos populares de los países árabes y la falta de crítica a la represión de los dictadores como Kadafi.
Quizá él mismo tenía la respuesta cuando comparó el proceso de democratización en los países árabes con la caída de Muro de Berlín. La organización Solidaridad, de Lech Walesa, en Polonia, tuvo un reclamo “liberal popular”, lo mismo que se observa en Egipto, Túnez o Libia, donde lo que se pide es democracia, división de poderes, alternancia en el gobierno, existencia de oposición y libertad de prensa. Todas demandas que van en sentido inverso a lo que estos populismos sudamericanos están promoviendo.
Los países árabes se encuentran en un nivel de democratización similar al que tenía Latinoamérica en los años 80, con dictaduras que censuraban a los medios de comunicación e impedían la democracia. En sentido metafórico, “el Muro de Berlín” cayó en Sudamérica en los 80, en Europa de Este en los años 90 y en los países árabes, en esta década.
El kirchnerismo –así como, en mayor medida, el chavismo o Correa– tiende a identificarse con una conducción autoritaria, de múltiples reelecciones, con un Poder Legislativo limitado, un Poder Judicial dependiente y una escasa libertad de prensa, como el gobierno de Mubarak en Egipto. Y tiende a distanciarse de la democracia clásica liberal, estilo europea. Cristina Kirchner aconseja a Europa seguir su modelo y debe ser la envidia de Sarkozy y Cameron, quienes mientras en sus países son repudiados por los ajustes que la crisis económica les impone, en Bengasi fueron vitoreados por los libios como libertadores.
En Egipto existen sindicatos, pero adictos al gobierno, y distintos partidos políticos que competían en las elecciones, aunque siempre ganaba Mubarak.
En su conferencia sobre la situación en los países árabes ante los diplomáticos reunidos en el Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales, Ayman Mohyeldin contó el chiste más popular en Egipto: Mubarak muere y va a algún lugar que podría ser asimilable al Cielo y se encuentra con Anuar el-Sadat, su predecesor asesinado en 1981, cuando Mubarak era su vicepresidente. El-Sadat le pregunta a Mubarak: “¿Qué te pasó? ¿Te mataron en un atentado? ¿Tuviste un infarto?”. Y Mubarak le responde: “No, fue por Al Jazeera”.
En cada entrega de los Premios Perfil, me invade la nostalgia de cuando en la Argentina el periodismo era una profesión valorada como lo sigue siendo en la mayor parte del mundo. Reconstruir esa valoración es nuestra obligación.