Cristina Kirchner creyó que tras el fracaso de su intención de subir las retenciones y recaudar mucho más por ese lado, con unos pocos cambios cosméticos iba a reorientar el rumbo de su administración hacia la seguridad que supo gozar su marido y antecesor.
No obstante, está claro que en este punto de la historia del país hacen falta decisiones de mucha mayor profundidad que las que se han tomado, si lo que se busca es reencauzar la economía y recuperar las expectativas favorables de la sociedad.
Aunque el conflicto con el campo cobró la cabeza del hombre de la primera línea que había estado en el círculo íntimo de todo el gobierno de Néstor Kirchner y el de la primera etapa de Cristina, Alberto Fernández, la aparición en el gabinete de Sergio Massa, que arrancó con la ilusión de encabezar importantes transformaciones, se fue diluyendo como una pompa de jabón.
Los auspiciosos diálogos con gobernadores se terminaron sin que surgiera de ellos ningún hecho concreto, y la lejana esperanza de que siguieran en el desfile por la mesa de Massa dirigentes de la oposición, también desapareció.
Hoy Massa se recluye en su despacho con el amargo sabor del que hizo promesas sin tener plafón suficiente para cumplirlas.
El Gobierno sigue a todo vapor con el propósito de capturar empresas de servicios, como lo está haciendo con Aerolíneas Argentinas, y tal vez avanzar luego hacia otras compañías, con el excluyente propósito de seguir acumulando poder mediante la apropiación de núcleos que le aporten el oxígeno que está perdiendo.
Nada cambió demasiado en realidad y la ilusión colectiva que despertó la actuación del Congreso cuando trató el tema de las retenciones agropecuarias también parece recorrer el mismo camino de la retirada.
La dirigencia del campo, al menos la más combativa reflejada en la Federación Agraria Argentina, anunció nuevas protestas para reclamar la incumplida promesa de encarar un verdadero Plan Agropecuario Nacional.
Los tenues anuncios oficiales para mejorar levemente la situación de los trabajadores, como el alza en el techo del Impuesto a las Ganancias, no alcanzan para dar a los asalariados la sensación de que se salvarán del agobio que les provoca la inflación.
Ese es el fenómeno económico más grave que atosiga al Gobierno, pero éste sigue empecinado en ignorar su existencia con tal de salvar una imagen que ya está muy deteriorada. Si la sociedad espera un sinceramiento de la administración sobre los problemas económicos, sociales y políticos que atraviesa, no parece que tenga firmes oportunidades de que se cumplan esas aspiraciones.
El país sigue sumergido en el doble mensaje, una táctica que suele dar pésimos resultados. Después del renacimiento de la protesta del campo, esta semana se esperan discursos duros de los industriales, que están a punto de celebrar su día.
Hasta hace poco tiempo aparecían como los aliados más firmes del establishment kirchnerista. Ninguno de los dirigentes industriales importantes se animaba a hablar sobre la inflación, las altas tasas de interés, la crisis cambiaria y otros problemas que también aquejan al sector, probablemente confiados en que seguirían cosechando las pocas simpatías que Cristina Fernández está dispuesta a conceder.
Para el sector también llegan momentos cruciales en los que se reclamarán definiciones concretas sobre cuál es, al fin y al cabo, el rumbo económico que Fernández piensa imprimir de aquí al final de su gestión. Con problemas irresueltos como la creciente inflación y la inexistencia de medidas para combatirla, ninguna actividad económica puede darse el lujo de proyectar perspectivas favorables.
Si a ello se suma que el país sigue sumergido en una enorme crisis de inseguridad, también negada desde los podios oficiales, se hace difícil imaginar cómo hará el kirchnerismo para triunfar en las elecciones legislativas del año próximo, el primer gran test -tal vez definitorio- sobre el nivel de comodidad con el que transitará el resto de su mandato.
Néstor Kichner está encerrado en la quinta Presidencial de Olivos que ha decidido utilizar como escenario para tejer acuerdos con vistas a esa prueba legislativa, sin haber optado siquiera por guardar las formas y mantener esos encuentros en la sede del partido justicialista, que es lo que hubiera correspondido. Pero se sabe que el ex presidente no es muy amigo de las formas.
La señal es significativa: una muestra más de que lejos de aceptar guardarse momentáneamente al menos en cuarteles de invierno, el esposo de la Presienta está resuelto a seguir manteniendo las reglas de una principal porción del poder político actual. En la oposición, en tanto, comienzan tímidos ensayos para recuperar el prestigio perdido, que hasta el momento no dan la sensación de alcanzar frutos consistentes.
El fugaz triunfo de Julio Cobos tras su valiente voto en el Parlamento en contra de las retenciones agropecuarias cayó como maná del cielo para los alicaídos radicales, dañados de muerte con el paso a las filas del kirchnerismo de muchos de sus militantes y, lo que es más grave, de los gobernadores que ganaron elecciones. El rumbo en la oposición es tan errático como en el oficialismo. Siguen abrumados por el temor de dar una batalla frontal contra el kirchnerismo y de perder en el intento.
Es que el matrimonio presidencial sigue sosteniendo con férrea decisión los principales hilos de un poder que, aunque se va debilitando en forma progresiva, continúan en sus exclusivas manos. Nada han compartido los Kirchner con el resto de los referentes políticos, económicos y sociales del país, si es que no les aportó a su alicaído poder parte de las energías perdidas. El panorama sigue siendo sombrío en la Casa Rosada y sus habitantes siguen ignorando que afrontan grandes desafíos.