POLITICA
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Videla se lleva a la tumba los últimos secretos de la dictadura

Hasta el final de sus días justificó los crímenes que empujaron a la muerte a miles de argentinos. Escribe el periodista que lo entrevistó en la cárcel.

Destino final. El represor fue encontrado muerto en la cama de su celda. Los médicos del penal anotaron su deceso a las 8.25 horas.
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Jorge Rafael Videla, el símbolo de la dictadura más sangrienta que padeció el país, murió ayer mientras dormía plácidamente en su celda en la cárcel de máxima seguridad de Marcos Paz. Estaba próximo a cumplir 88 años y arrastraba una doble condena a prisión perpetua, despojado del grado de teniente general, por violaciones a los derechos humanos.

Durante cinco años, entre 1976 y 1981, presidió el país; los dos primeros años, los más cruentos, fue también el jefe del Ejército. “La verdad es que durante cinco años hice prácticamente todo lo que quise. Nadie me impidió gobernar”, me dijo en una de las nueve entrevistas que le hice entre octubre de 2011 y abril de 2012 para mi libro Disposición Final.

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En esas veinte horas de entrevistas, Videla me sorprendió por su relato articulado y frío de todos los hechos que protagonizó en aquellos años de plomo, cuando miles de argentinos fueron secuestrados o detenidos, llevados a lugares secretos o clandestinos, torturados, muertos y desaparecidos. Era como si hablara de cuestiones decididas y realizadas por otros.

Afirmó que los jefes militares llegaron al golpe del 24 de marzo de 1976 con un consenso básico: “Había que eliminar a un conjunto grande de personas que no podían ser llevadas a la Justicia ni tampoco fusiladas. El dilema era cómo hacerlo para que a la sociedad le pasara desapercibido”.

“La solución –agregó– fue sutil: la desaparición de personas, que creaba una sensación ambigua en la gente: no estaban, no se sabía qué había pasado con ellos; yo los definí alguna vez como una entelequia. Por eso, para no provocar protestas dentro y fuera del país, sobre la marcha se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera; cada desaparición puede ser entendida ciertamente como el enmascaramiento, el disimulo, de una muerte”.

Su justificación. Videla admitió que “los medios fueron tremendos”, pero alegó que el objetivo los justificaba: “Había una finalidad, que era lograr la paz sin la que hoy no habría una república, salvar un país que estaba siendo agredido por el terrorismo subversivo”.

“Yo me hago cargo de todos esos hechos”, expresó.

Es decir que, según él, los militares tomaron el gobierno sin saber bien cómo eliminaría a esa “cantidad grande” de personas que, en opinión de ellos, era “irrecuperable”.

Disposición final. En un momento, le pregunté cuál era el nombre que los militares utilizaban para referirse entre ellos al destino cruel de esos compatriotas, y si se hablaban de “solución final”, como los nazis. Me dijo que no, que más bien usaban dos palabras muy militares, “Disposición Final” o sus siglas, DF, que se refieren en la jerga del Ejército a cosas (una chaqueta o un par de borceguíes, por ejemplo) que ya no sirven más. De allí, el título del libro.

Dormía tranquilo. En ningún momento, expresó arrepentimiento. Es más: enfatizó que estaba muy tranquilo y que dormía bien todas las noches. Consideraba que había cumplido una misión, asistido por Dios.

Dictadura y religión.
Videla era la expresión más acabada de aquella alianza entre la cruz y la espada que comenzó en los años treinta y se fue fortaleciendo con el correr de los años.

Por un lado, había nacido casi en un regimiento: su padre era teniente coronel y jefe del cuartel de Mercedes y, además, tenía varios militares en su familia. “Yo nunca pensé en ser presidente; siempre tomé ese cargo como un acto de servicio más en mi condición de soldado del Ejército argentino”, me dijo.

Por el otro lado, era un católico convencido, de una vertiente conservadora, integrista. Tanto era así que su gran amigo y confesor era monseñor Adolfo Servando Tortolo, arzobispo de Paraná, vicario castrense y titular del Episcopado al momento del golpe.
Se casó con su única novia, Raquel Hartridge, con quien tuvo ocho hijos, uno de los cuales falleció, que le dieron una treintena de nietos y varios bisnietos. Videla era tan católico que rezaba el Rosario todas las tardes, comulgaba todos los domingos y se emocionaba cuando escuchaba los cantos religiosos entonados por el coro que habían formado sus nietos.

“Creo que Dios nunca me soltó la mano”, me dijo. El justificaba su actuación al frente de la dictadura con el concepto de “guerra santa”, de guerra defensiva, de Santo Tomás. “Estaba en juego la república; había que evitar que la Argentina fuera otra Cuba”, sostuvo.

Consideraba que Dios seguía guiándolo y que, cuando muriera, iba derechito al Cielo: “Me ha tocado transitar un tramo muy sinuoso, muy abrupto, del camino, pero estas sinuosidades me están perfeccionando a los ojos de Dios, con vistas a mi salvación eterna”.

En todo momento, elogió la actitud de la Iglesia Católica con relación a la dictadura, incluso luego de la masacre de los curas palotinos en la iglesia de Belgrano R, en la Capital Federal , el 4 de julio de 1976, cuando tres sacerdotes y dos seminaristas fueron muertos.

“La Iglesia no nos molestaba, no nos hacía daño; era muy comprensiva”, señaló. En ese sentido, Videla sostuvo que esa masacre fue “un error tremendo” porque habría bastado con pedirles a las autoridades eclesiásticas que trasladaran a las dos personas que, según él, estaba involucrado con Montoneros.

Sobre estos asesinatos, Videla apuntó en dirección al jefe del Primer Cuerpo, el general Carlos Suárez Mason, uno de los líderes del sector más duro, los “halcones”, del Ejército.

Siete mil u ocho mil. De acuerdo con Videla, los desaparecidos fueron entre siete mil y ocho mil personas, que, en su opinión, no podían ser fusiladas porque la gente no toleraría todos esos episodios ni tampoco llevadas a la Justicia porque los militares no querían repetir experiencias del pasado donde guerrilleros detenidos fueron luego puestos en libertad, el 25 de mayo de 1973, cuando el peronismo volvió al gobierno.

El ocupaba el vértice de una estructura creada para reprimir a los guerrilleros y a los sospechosos de serlo, pero también a los líderes políticos, gremiales y sociales que podían ser un estorbo o una molestia para el régimen militar. Esas listas fueron preparadas antes del golpe, entre enero y febrero de 1976, durante los últimos meses del gobierno de Isabel Perón.

De acuerdo con Videla, en la elaboración de esas nóminas colaboraron empresarios, políticos, sindicalistas y autoridades universitarias, entre otras personas, a lo largo y ancho del país.

Por unos decretos aprobados por el gobierno peronista en octubre de 1975, las Fuerzas Armadas habían asumido la lucha contra la guerrilla para “aniquilar el accionar subversivo”, y habían dividido el territorio nacional en cinco zonas; cada una de ellas estaba a cargo de un jefe o comandante, que reportaba directamente a Videla.

Cada uno de los jefes de zona tenía autonomía operativa; era el virtual señor de la guerra en su territorio y podía decidir quién moría y quién no, y también definía la manera de destruir sus cuerpos: los tiraba al mar, al río, a un arroyo o a un dique; los quemaba en un horno o envueltos con neumáticos, o los enterraba en fosas individuales o masivas.

“Sólo me informaban en determinados casos”, sostuvo. Por ejemplo, cuando la víctima era hijo de un oficial del Ejército. Y ahí también tallaban los grados: “No era lo mismo el hijo de un coronel que el hijo de un teniente general, que había sido el jefe del Ejército”, me explicó al contarme las historias diferentes sobre la suerte del hijo del coronel Escobar, que fue muerto en Córdoba, y el hijo del general Numa Laplane, que fue capturado por la Marina pero a quien se le permitió salir del país.

Un golpe muy hablado.
Cuando Videla y sus militares derrocaron a Isabel Perón hubo alivio y satisfacción en mucha gente, como indican las crónicas de la época. Y no se trataba de un invento de la prensa sino del resultado de varios factores. Por un lado, los golpes eran habituales. Por el otro, el gobierno de Isabelita era muy malo: en 1975 había, habido 1.065 muertos por razones políticas (mataban las guerrillas pero también las bandas paraestatales); los precios trepaban; los productos faltaban en los supermercados; las denuncias por corrupción se multiplicaban; el estilo de la viuda de Perón era agobiante.

Incluso, las guerrillas jugaban al golpe. Para eso, basta leer el comunicado de Mario Roberto Santucho, el líder el Ejército Revolucionario del Pueblo, el día del golpe, o la entrevista de Mario Firmenich, el número uno de Montoneros, al año siguiente, con el escritor y periodista colombiano Gabriel García Márquez: ambos pensaban que el golpe aclararía los tantos, que la gente tomaría conciencia de quiénes eran los que defendían sus intereses y se volcarían masivamente a favor de las guerrillas.

Tanto es así que Montoneros había formado su Ejército, que había debutado a principios de octubre de 1975, en pleno gobierno de Isabelita, con un ataque a un cuartel en Formosa.

Reconocimiento. En las entrevistas que le hice, Videla admitió que los militares no necesitaban del golpe para terminar con el desafío armado de las guerrillas, que les bastaba con los decretos del gobierno peronista. Y agregó que el objetivo principal del golpe fue “refundar la sociedad argentina” despojándola de todas sus “anomalías”: el populismo peronista, el poder de las guerrillas, el capitalismo prebendario y la influencia de la izquierda en la cultura.

En este sentido, Videla reivindicó como propia la política económica de la dictadura. Es decir, no fue, según él, una imposición de los empresarios, con quienes, sin embargo, se mostró muy disconforme por haberle soltado la mano, tanto a él como al resto de los militares presos, luego de haberlos exhortado a reprimir con fuerza a las guerrillas.

Le pregunté varias veces a qué empresarios se refería. “No hay nombres”, me contestó.

Hacia el Mundial de Fútbol de 1978, la amenaza guerrillera estaba derrotada, el plan económico funcionaba más o menos bien y la dictadura atravesaba un período de popularidad, que se acentuó con el triunfo futbolístico de la selección conducida por César Luis Menotti.

En ese momento, hubo planes dentro de la dictadura para una salida ordenada, pero los sectores más duros de los militares bloquearon ese desenlace. Videla dijo que optó por designar como sucesor a su amigo, el general Roberto Viola, que primero lo reemplazó en la jefatura del Ejército y luego como presidente, en 1981.

Para ese entonces, la situación era otra: la economía comenzó a crujir a principios de 1980, con la quiebra en cadena de bancos importantes, y el dólar barato que tan felices hizo a tantos consumidores mostraba sus limitaciones. Una historia que era conocida en la Argentina.

Cuando Videla entregó el gobierno, tenía aspiraciones de convertirse en el candidato de la dictadura en eventuales elecciones. Pero los militares creían que tenían cuerda para rato y dentro y fuera del Ejército había otros candidatos potenciales.

Por fuera del Ejército, corría el jefe de la Armada, el almirante Emilio Massera, de quien Videla tenía muy malos recuerdos, al punto que lo acusaba de haber sido una de las causas del derrumbe de la dictadura con sus ambiciones políticas. “Massera quería ser Perón”, sostuvo Videla.

Aspiraciones. Las ambiciones de Videla de volver al gobierno duraron un suspiro porque su amigo Viola fue prontamente desalojado del gobierno por el sector duro del Ejército, con el general Leopoldo Fortunato Galtieri a la cabeza, a fines de 1981.

Galtieri estaba convencido de que la dictadura debía huir para adelante y así surgió la idea de invadir las Islas Malvinas. Al principio, la intención fue llamar la atención internacional y provocar un golpe de efecto que obligara a Gran Bretaña a una rápida y fructífera negociación.

Pero, Galtieri se entusiasmó con la respuesta popular que provocó la invasión a las anheladas islas, se quiso quedar y perdió la guerra con Gran Bretaña y sus aliados, Estados Unidos en primer lugar.

Videla dijo que él estuvo en contra de la guerra, pero que le fue imposible convencer a Galtieri, que, a su juicio, estaba muy influenciado por la Armada.

Más suerte había tenido a fines de 1978, cuando logró que el papa Juan Pablo II se involucrara en una  mediación complicada entre la Argentina y Chile, que evitó una guerra que estaba siendo impulsada por los “halcones” del Ejército con su amigo, el general Luciano Benjamín Menéndez a la cabeza.

“Estuvimos técnicamente en guerra, pero por suerte llegó el telegrama papal anunciando el envío del cardenal Samoré”, explicó. Samoré, un diminuto e inteligentísimo italiano, logró acercar a las partes, paró la guerra e hizo que ambos países aceptaran una mediación que fue, según reconoció Videla, bastante contemplativa de los intereses nacionales a pesar de que los negociadores argentinos nunca estuvieron a la altura de los chilenos.

Según Videla, la Iglesia Católica evitó esa guerra, en una actitud muy diferente a la que tuvo con los miles de desaparecidos provocados por la dictadura.

La derrota en la guerra por las Islas Malvinas, el descalabro económico y los reclamos dentro y fuera del país por los desaparecidos impidieron que los militares pudieran negociar con los civiles el retorno a los cuarteles.

El primer gobierno democrático, encabezado por el radical Raúl Alfonsín, juzgó a los miembros de las tres primeras juntas militares y condenó a Videla y a Massera a prisión perpetua y les quitó el grado, en 1985.

Videla ya estaba detenido y siguió en la prisión militar de Magdalena hasta 1990, cuando, junto con otros jefes militares y guerrilleros, fue indultado por el presidente Carlos Menem.

Volvió a perder la libertad en 1998, acusado del robo de bebés, un delito que nunca reconoció como plan sistemático aunque fue sentenciado a cincuenta años de prisión el año pasado.

De todos modos, en 1998, la justicia le concedió el beneficio del arresto domiciliario en su departamento de tres ambientes con dependencia en el barrio de Belgrano (aun los políticos y militares que lo detestan admiten que no hizo fortuna durante su paso por el poder),

Fue nuevamente a la cárcel a los 83 años, cuando el juez Norberto Oyarbide lo envió a la prisión militar de Campo de Mayo. Y murió en la prisión común de Marcos Paz, adonde fue enviado luego de conceder las entrevistas que dieron origen a mi libro. Durante esos reportajes lo vi en una buena forma física, con los achaques propios de un anciano (en aquel momento tenía 86 años) y muy lúcido.

Con Videla muere un símbolo de la dictadura, el más nítido, pero también se van con él muchos secretos sobre qué pasó con tantos desaparecidos. En la primera de las entrevistas que le hice, el 26 de octubre de 2011, me contó que con otros ex jefes militares estaban pensando en dar a conocer un documento con toda la información que poseían sobre ese tema. Pero el 1° de abril de 2012 me dijo que eso ya no sería posible porque había algunos camaradas, como Menéndez, que se oponían. “Y antes de dar solo parte de la información es mejor no dar nada para no crear confusiones”, sostuvo en un tono marcial.
 


*Editor General de revista Fortuna y autor del libro Disposición Final.