Hace unos días, Paola García Rey, directora adjunta para Argentina de Amnistía Internacional, denunció que la política de aislamiento implementada por el gobierno formoseño para prevenir la difusión del covid viola los derechos humanos: “Hay detenciones arbitrarias -declaró-, condiciones inhumanas de aislamiento, maltratos a niños detenidos en las mismas condiciones que los adultos, mujeres y varones en los mismos lugares violando la intimidad”.
Que la respuesta oficial a la denuncia de Amnistía Internacional haya sido rudimentaria no debe extrañar proviniendo de Santiago Cafiero, que es generoso para exhibir las limitaciones de su discurso, es decir, de su pensamiento. El jefe de gabinete no opuso evidencias contrarias para desestimar las graves denuncias de García Rey. Se limitó a desautorizarla por representar a una organización extranjera. “No necesitamos que nos digan a los argentinos, mucho menos a nuestro espacio político que tiene siempre una especial sensibilidad en el respeto de los derechos humanos; nosotros somos hijos de las madres y de las abuelas, así que a nosotros no nos tienen que venir a decir qué tenemos que hacer con los derechos humanos”, dijo Cafiero.
Dado que el jefe de gabinete se ampara en la genealogía, como si esta confiriera algún tipo de inmunidad moral, quizá convendría recordarle que él, particularmente, no es “nieto de las abuelas”, sino de Antonio Cafiero, uno de los siete firmantes del decreto 2772/75, que dispuso la “ejecución de operaciones militares y de seguridad” por parte de las Fuerzas Armadas para “aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio nacional”.
Pero la genealogía ni confiere inmunidad ni transmite culpa: así como no corresponde imputarle a Santiago Cafiero ninguna responsabilidad por las consecuencias trágicas de aquel decreto tampoco hay que concederle la autoridad que pretende obtener amparándose en la memoria de las víctimas de la dictadura. Sabemos sobradamente, por lo demás, que ser parte de una tradición de víctimas no impide a nadie convertirse en victimario.
Las declaraciones de Santiago Cafiero no exhiben tan solo inconsistencias lógicas; ponen de manifiesto un doble impulso autoritario que se inscribe en la tradición que él mismo dice aborrecer. Descalifica, como hacía el poder en las peores épocas de nuestro país, a los organismos internacionales por su carácter extranjero, al tiempo que pretende decidir, en nombre, como él mismo dice, de “los argentinos”, quién puede hablar de qué.
En una columna inteligente e informada, Sergio Bufano ya dio cuenta del lado oscuro de la tradición política del Partido de Cafiero en relación con los derechos humanos. Quizá, más que levantar su dedo admonitorio, el jefe de gabinete debería preocuparse por no inscribirse, él mismo, su gobierno y aquellos a los que protege, en esa misma, oscura tradición.