En más de veinte años de democracia ininterrumpida, el sistema político argentino ha mostrado serias dificultades para resolver una buena parte de los problemas estructurales que nos aquejan y que se distribuyen –según la forma de gobierno (parlamentarismo o presidencialismo)– entre determinados órganos gubernamentales.
Desde una perspectiva dinámica, es decir, desde la visión de la “anatomía del proceso gubernamental”, según los términos de Karl Loewenstein (1983), se distinguen dos grandes funciones del poder: la gubernamental y la de control.
La función gubernamental consiste en la definición de la dirección política que se imprimirá y en la adopción de las decisiones fundamentales destinadas a realizarla.
La función de control tiende a asegurar el carácter limitado del poder estatal, de modo que el accionar gubernamental se desarrolle dentro de los amplios, pero no ilimitados, marcos constitucionales.
Desde esta perspectiva dinámica, las dos dimensiones que conforman la “anatomía del proceso gubernamental” son: por un lado, la gobernabilidad, entendiendo por tal la capacidad de ejercicio eficaz y sostenido de la función gubernamental; y, por otro, el control, esto es, la capacidad de establecimiento de límites reales y razonables al ejercicio del poder estatal.
Simplificando, son considerados sistemas políticos de alta calidad aquellos en los cuales la función gubernamental y la función de control se ejercen –por los distintos órganos de gobierno y actores políticos– de manera complementaria y no contradictoria, generando así un equilibrio dinámico en el sistema político.
En la posición contraria, son considerados como sistemas políticos de baja calidad aquellos en los que diversos problemas –ubicados tanto en el plano de las instituciones de gobierno como en el plano del proceso político– impiden el equilibrio del sistema, de forma tal que una de las dos funciones del poder se ejerce a expensas de la otra, cuando en dicho período sólo transitoriamente hemos podido dar cuenta de algunas de las cuestiones que integran la agenda estratégica de la Argentina. Así, por ejemplo, nuestro país ha podido consolidar los principios e instituciones básicas del Estado de Derecho y –como contracara– ha podido transformar a las Fuerzas Armadas en una de esas instituciones fundamentales del Estado de Derecho y no en un actor político relevante dentro del sistema como venía siéndolo desde 1930; se ha podido terminar con un mal que azotó a nuestro país durante buena parte del siglo XX como la inflación y la pérdida de valor de la moneda; se han podido desbaratar hipótesis de guerra en el escenario regional con países vecinos y –entonces– impulsar procesos de integración comercial, económica, social y política con otras naciones de América latina, entre otros trascendentales logros.
No obstante, hemos recorrido dos décadas de recuperación de la democracia sin poder resolver el principal problema estructural de la Argentina: la calidad de la política y sus procesos, y las instituciones políticas.
Todo sistema político mide su calidad en función de su capacidad para resolver de manera real y efectiva la tensión constante entre gobernabilidad y control, propia de todos los sistemas políticos modernos.
En general, los sistemas políticos se han estudiado desde una perspectiva estática, esto es, las formas alternativas de organización de los órganos políticos que ejercerán el poder del Estado. De allí las funciones legislativa, ejecutiva, etcétera. Damos cuenta de la existencia de visiones más drásticas del proceso democrático nacional, tal como la de Alfredo Pucciarelli en la introducción de una reciente publicación (2006): “Desde su recuperación, la política en democracia, y por ende la democracia misma, ha sufrido un lento pero inexorable proceso de degradación” (...).
Si gobernar queda reducido a administrar las crisis, y considerando que toda crisis habilita a instrumentos de excepción, entonces la función gubernamental transcurre por el oscuro sendero de las facultades de excepción.
Con esta argumentación de la “emergencia permanente”, queda habilitada la lógica de las medidas excepcionales constantes, que abandonan la excepcionalidad para transformarse en la normalidad, y se da lugar al debilitamiento de las instituciones que deberían resolver de forma efectiva la dialéctica gobernabilidad–control.
Se introduce de esta manera en nuestro razonamiento otra relación: aquella que Julien Freund (2002) consideró “la dialéctica fundamental del pensamiento de Carl Schmitt: el de la norma y la excepción”. En el pensamiento de Schmitt, es el concepto de la excepción lo que permite, por vía negativa, conocer la situación de normalidad y orden.
Esta concepción queda claramente expuesta en su obra Teología Política, publicada originariamente en 1922, donde Schmitt sostiene que no existen normas que puedan ser aplicadas al caos, debiendo existir por tanto la necesidad de restablecer el orden para ofrecerle un sentido al derecho.
En otros términos, el derecho requiere siempre situaciones de normalidad. De allí deriva el autor su teoría de la decisión, en tanto que debe existir una voluntad que restablezca el orden degenerado en desorden por una situación de anormalidad (...).
Así, la incapacidad de resolver la dialéctica abierta y permanente que marca la dinámica del gobierno en las sociedades contemporáneas (esto es, la dialéctica gobernabilidad-control) conduce hacia la degradación de las instituciones de gobierno y del proceso político de tales sistemas.
Al ocurrir esta degradación es cuando emergen en la escena política los problemas de los liderazgos plebiscitarios, los proyectos mesiánicos, los partidos hegemónicos, el vaciamiento de contenido de las democracias –que se convierten en meras cáscaras formales–, y las ciudadanías limitadas o restringidas, entre otros vicios.
La reflexión de la ciencia política en períodos recientes, fundamentalmente durante los años noventa, dirigió su atención hacia las instituciones políticas de los países de la región, aunque con suerte diversa. Si bien la temática de la gobernabilidad y del control ha estado presente en la discusión académica y en los principales escritos políticos recientes, no se ha logrado generar un cuerpo teórico lo suficientemente profundo y sólido como para instalar en la agenda pública la problemática de las instituciones de los sistemas políticos latinoamericanos.
La producción sobre el presidencialismo y la democratización, sobre las democracias delegativas o sobre las ciudadanías de baja intensidad, por citar arbitrariamente algunos de los tantos tópicos, no dieron cuenta del principal problema de las democracias latinoamericanas –y de la argentina en particular–: el proceso político adquirió una dinámica por la cual la gobernabilidad se planteó a expensas de las instituciones, y no a partir de las instituciones (...).
Resulta pertinente delimitar qué se entenderá por “institución”. Siendo ante todo necesario desarrollar una conciencia lingüística, atenderemos a la multivocidad de los términos, es decir, a los múltiples significados que puede recibir una misma palabra, especialmente en el universo de lo político –conformado tanto por fenómenos políticos como politizados (Medrano, 2000)–. Así, encontraremos una amplia diversidad de interpretaciones del concepto “institución”, pudiendo hallar desde las más amplias e imprecisas definiciones hasta las más propias y restringidas. (...).
Indagando en la pluralidad de los campos teóricos, puede observarse que la interpretación sociológica de las instituciones como pautas regularizadas de interacción social (visión para la cual incluso la corrupción sería una institución para determinadas sociedades) peca por comportar una acepción demasiado amplia a la hora de delimitar y darle un sentido propio a la definición de “institución”.
Con dificultades similares, encontramos acercamientos a lo institucional desde la óptica de la relación estructura de carácter-estructura social, considerando a la institución como del Estado, lo que los clásicos denominaban el extremus necessitatis casus, donde “cobra actualidad la pregunta acerca del sujeto de la soberanía”, a partir de lo cual se define al soberano como aquel que “decide el estado de excepción” (Schmitt, 2001).
Las palabras del autor alemán son trascendentes: “No existe una norma que pueda aplicarse al caos. Debe establecerse el orden para que el orden jurídico tenga sentido. Hay que crear una situación normal, y es soberano el que decide de manera definitiva si este estado normal realmente está dado” (Schmitt, ídem).
Pero recalquemos que el “estado de excepción” se da justamente cuando no hay normalidad. Lo normal no puede ser la excepción. Históricamente, en nuestro país, la mencionada lógica de la “emergencia permanente” ha brindado espacio para el cuestionamiento a las instituciones, presionando para el reforzamiento de las funciones de control en detrimento de la gobernabilidad, lo que ha acarreado nuevas crisis de gobernabilidad y mayor necesidad de reforzar esta última a costas del control. Es este círculo vicioso el que debe ser evitado, en tanto que fortalece una función a expensas de la otra a la vez que, en el mismo proceso, debilita sensiblemente a las instituciones –el plano más sólido de la sociedad política–, especialmente al Estado, al que Hauriou (1968) catalogó como la “institución de instituciones”. (...).
Por lo tanto, cuando pensamos en instituciones, debemos hacerlo teniendo en cuenta la definición ofrecida por Prélot, de forma tal de no errar por excesos (cayendo en un alcance demasiado amplio del término), ni por carencias (contemplando reduccionismos absurdos).
Vale aclarar, además, a qué instituciones específicas nos referiremos: a las políticas, aquellas “que se dirigen y ordenan esencialmente a la formación, integración y gobierno” del Estado (Medrano, 2000)–, ocupando un rol destacado aquellas creadas y consolidadas por la Constitución Nacional. Lo central aquí es pensar cómo se asegura la gobernabilidad y el control sin que uno afecte al otro, al punto de bloquearlo, dentro del Estado. Por lo tanto, son las instituciones del sistema político argentino las que resultan relevantes para este trabajo.
Por otro lado, debemos considerar que pensar la política y la cuestión institucional en América latina es vincularla inexorablemente a la problemática del desarrollo. No reducimos este concepto a un mero sinónimo de crecimiento económico, sino que entendemos por desarrollo el proceso que tiene en cuenta al hombre completo, en su integridad (tal la aclaración que hiciera Pablo VI en la Carta Encíclica de 1967 Populorum Progressio: “El desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser auténtico, el desarrollo ha de ser integral, es decir, debe promover a todos los hombres y a todo el hombre”).
Un país desarrollado no es un país que se limita a hacer crecer su PBI, sino aquel que permite la maduración y el progreso del ser humano en su totalidad, reconociéndole una configuración de roles caracterizada o estabilizada por una autoridad sobre los miembros de ésta, cada uno de los cuales desempeñaría dichos roles (Gerth y Wrigth Mills, 1963).
Por otro lado, la visión del neo-institucionalismo económico, que las observa como reglas económicas que rigen una sociedad (North, 1991), se convierte en una definición demasiado limitada, pecando de reduccionismo al dejar de lado el carácter claramente político y social que conlleva toda organización institucional.
De idéntica forma, se halla el tradicional reduccionismo juridicista que limita al ordenamiento social a un conjunto de normas jurídicas, sintetizando lo político en lo estrictamente jurídico y haciendo caso omiso del conjunto de relaciones sociales que sirven de marco de desarrollo de la persona humana.
Parece inmejorable para nuestro análisis la definición que ofreciera Marcel Prélot, quien –siguiendo al prestigioso creador de la escuela institucionalista francesa, Maurice Hauriou– define a la “institución” (“institución-persona”) como una “colectividad humana unificada” que comporta dos características centrales: la organización interna y la individualización externa.
Debemos tener en cuenta que toda institución es un elemento mayor que la mera sumatoria de sus miembros, a quienes, por otro lado, sobrevive (Prélot, 1994), como así también la distinción clásica entre la “institución-persona” y la “institución-cosa” (...).
Mucho se ha escrito sobre instituciones y desarrollo; pero fundamentalmente en los últimos años han visto la luz una importante cantidad de libros, documentos, artículos, non-papers, etcétera, que pretendían explicar las causas del subdesarrollo socioeconómico de nuestros países desde las más variadas posiciones.
Así, por ejemplo, hubo quienes pretendieron ver en los valores esenciales que conforman nuestra cultura la causa del subdesarrollo. A partir de una lectura algo sesgada del trabajo del sociólogo alemán Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, muchos intelectuales han argumentado que el desarrollo económico –entendido como la expansión del capitalismo liberal occidental– sólo puede alcanzarse bajo determinadas condiciones culturales próximas a la cultura anglosajona y protestante.
Otras lecturas del atraso han creído ver en la división internacional del trabajo y la estructura de la economía y el comercio internacional la causa de nuestra situación.
Así, desde la teoría de la dependencia hasta los “globalifóbicos”, hay una gran cantidad de inteligencia volcada a apoyar esta posición. Finalmente, sin pretender con esto dar cuenta de todas las posiciones sobre la materia, en los años noventa se intentó desarrollar una explicación centrada en las instituciones públicas, pero consideradas y analizadas desde una mirada económica. La principal conclusión del neo-institucionalismo económico radicaba en la existencia de una compleja relación entre política y economía, por la cual no podría explicarse el desempeño económico de una determinada sociedad sin considerar este vínculo (North, 1991). A partir de esta inferencia, se ha llegado a prescribir, para la promoción del desarrollo, la interpretación económica de sus derechos esenciales, y ofreciéndoles a todos los habitantes una participación en ese crecimiento.