Rubén Amitrano tiene 73 años, la cara tan arrugada como un pergamino y la tranquilidad de un perro San Bernardo.
En boina, delantalcito negro manchado y pantalones gastados, administra uno de los puestos mejor ubicados y con más infraestructura de la Costanera Sur. A un costado de su carrito, fiscaliza las ventas desde el asiento de una camioneta 4x4 casi nueva. Se baja, recorre pocos metros con andar cansino y, muy hospitalario, acepta charlar sin problemas.
Durante casi una hora de diálogo negará que los carritos están regenteados por mafias: “¿Qué mafioso trabaja 17 horas por día como yo?”, jurará que su prioridad es darle la mejor atención y mercadería al público desde hace 44 años y denunciará que el Gobierno nunca fue a consultarlo para regularizarlos. “El ministro nunca vino a hablarme, yo voy a tener que ir a hablar con él”, amenaza.
Su hijo, Pablo, administra además, otros tres carritos de la costanera muy bien ubicados y mantenidos. Juntos, mantienen una guerra fría con el Gobierno porteño desde hace años. Tanto es así, que muchos funcionarios porteños bautizaron a Amitrano como “el zar del choripan”. Además de ellos, hay otro jugador clave: Tony Coronel, otro de los grandes regenteadores de los carritos de la Costanera al que apunta el Gobierno.