Investigar las condiciones de trabajo en la primera mitad del siglo XX no sólo permite descubrir los niveles de explotación a que eran sometidos los obreros, sino también algunos vínculos entre las instituciones de beneficencia y los hombres de negocios. Dicen que la caridad bien entendida empieza por casa, pero en la Argentina resultó ser un fabuloso negocio gracias al trabajo de huérfanos, mujeres y pobres.
Después de analizar la evolución del trabajo femenino en la industria del vestido, durante el período 1890-1940, una de las conclusiones de la historiadora Silvia Pascucci es que “el capital encontraba en los talleres de beneficencia la capacidad de obtener importantes niveles de explotación y grandes ganancias”.
Todo comienza en 1823, bajo la presidencia de Rivadavia, cuando se creó la Sociedad de Beneficencia, una institución financiada y regenteada por el Estado, con participación de la Iglesia y que hacia 1930 nucleaba a unos 40 establecimientos de educación, salud, asilos y hogares. Contaba con donaciones privadas y recursos propios provenientes de la “prestación de servicios especiales de asistencia y trabajo en talleres industriales”.
“La creación de estas instituciones no estaba vinculada sólo con la necesidad de disciplinamiento ideológico y cultural, sino también con la formación de fuerza de trabajo”, según explica Pascucci en su investigación “Costureras, monjas y anarquistas”.
Para la investigadora, detrás de la fachada de los institutos de beneficencia funcionaban establecimientos industriales, donde los trabajadores eran empleados bajo condiciones no reguladas por la legislación. “La falta de obreros disciplinados y baratos – indica - podía ser resuelta a partir del empleo de niños huérfanos, mujeres pobres, y otras fracciones de la clase obrera que, por su situación de debilidad y precariedad, debían aceptar mayores niveles de explotación”.
Pascucci agrega que “por su carácter aparentemente caritativo, estos establecimientos no estaban incluidos en la legislación laboral, razón por la cual no debían cumplir salarios ni jornadas mínimos, ni condiciones de salubridad, luz o ventilación”.
Como no eran considerados establecimientos industriales, tampoco estaba reconocido el derecho a huelga a crear asociaciones libres y mucho menos sindicatos, concluye la autora de “Costureras, monjas y anarquistas”.