En un rincón de la localidad de El Hoyo, en la provincia de Chubut, existe un lugar al que se ingresa por determinados pasadizos verdes. Pero encontrar la salida puede tomar varios minutos. Se trata del laberinto más grande de Sudamérica que, a un año de su apertura al público, es visitado por un promedio de 230 turistas por día. Hasta no hace mucho tiempo este laberinto era un secreto en la zona. Sólo sabían de él los conocidos de sus creadores. Pero el boca a boca fue más fuerte y decidieron abrir sus puertas al público en general.
Este laberinto patagónico está enclavado en el valle del río Epuyén, en la Comarca Andina del Paralelo 42, a sólo 3 kilómetros de la ruta 40. Con cinco hectáreas parquizadas, ocupa una superficie de 8.500 metros cuadrados que abarca pasillos, caminos serpenteantes y una pérgola en el corazón.
“En cada lugar se capta una energía diferente. Hay lugares geométricos, otros más redondeados. Todo tiene un simbolismo. Nuestra idea original fue entrar al laberinto para hacer un proceso de meditación; que uno en vez de perderse pueda encontrarse. Ahora pasó a ser una cuestión más lúdica”, explica Doris Romera, creadora del laberinto junto a su marido Claudio Levi.
A mediados de los 90, Claudio, de Buenos Aires, y Doris, de El Bolsón, comenzaron a soñar con un laberinto propio. “Eramos muy hippies y estábamos muy místicos. Claudio era ávido lector de Borges y Kafka y continuamente hablaba de esculpir el paisaje. Decidimos ir anexando tierra a una chacra que teníamos. Miro ahora el laberinto y no lo puedo creer”, recuerda Doris.
El primer paso fue la compra de 2.500 cipreses en Trevelin. Pero eran manojos de cien, “a raíz desnuda”; de modo que la pareja debió ir colocándolos en macetas de un kilo. Dos meses después, los pasaron a macetas de dos kilos para que tomaran más fuerza. Casi dos años tomó la limpieza del predio, volteando el pinar y la rosa mosqueta.
Original. El proceso creativo del diseño del laberinto comenzó en una hoja Canson y se extendió por un año. Sin demasiada información y entonces sin internet, la pareja hacía largos peregrinajes a la Biblioteca del Congreso para leer el poco material disponible.
“Calculamos el ancho de los caminos y los cercos y, sobre todo, la altura de los cipreses para que no proyectaran sombras a las bases porque en ese caso se secarían. Nos tomamos el trabajo de medir la distancia del sol en las diferentes estaciones. ‘¿Y el laberinto?’, nos preguntaban nuestros amigos. ‘Creciendo’, les decíamos, como si fuera un hijo”, expresa la mujer. Y agrega: “Pienso cómo ese plano fue trasladado al suelo, con dos ecuaciones básicas de trigonometría, un bidón con agua y cal, una cinta métrica de 20 metros, estacas, un ovillo de hilo y mucha voluntad. Pienso en los años de poda y de gran trabajo para que no lo taparan las malezas y el año que estuve a punto de abandonar y dejar que todo creciera sin más”.
Hoy, tres podas anuales se realizan en el Laberinto Patagonia y cada una demanda un trabajo de casi veinte días. Este año inauguraron un sistema de riego automatizado. Mientras cantidad de turistas ingresan al laberinto, Doris y Claudio trabajan en la huerta orgánica en la producción de frambuesas, boysenberries y sauco, con los que realizan dulces y tartas que se ofrecen en la confitería, ubicada en la entrada.
El Hoyo es reconocido como el más grande de Sudamérica. El más grande del mundo es el de la Plantación Piña Dole, en Hawai, compuesto por 1.400 plantas frutales.